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– No, señor, si le soy sincero, no puedo decirle que lo crea – respondió con frialdad.

Fitz entendió que él tampoco lo creía. ¿Cómo iba a aprovecharse el enemigo del hecho de que los soldados de primera línea de ambos bandos se hubieran hecho amigos?

El sargento señaló al alemán.

– Este es Hans Braun, señor – dijo -. Era camarero en el hotel Savoy de Londres. ¡Habla inglés!

El alemán saludó a Fitz.

– Es un placer conocerle, comandante – dijo -. Le deseo una feliz Navidad. – Tenía un acento menos marcado que el inglés de Cardiff. Le ofreció una petaca -. ¿Le apetece un trago de schnapps?

– ¡Por el amor de Dios! – espetó Fitz, y se marchó.

No había nada que pudiera hacer. Aquella situación era difícil de detener incluso con la ayuda de los suboficiales como el sargento galés. Sin su ayuda era imposible. Decidió que lo mejor sería informar a un superior de lo ocurrido y pasarle la patata caliente a otro.

Sin embargo, antes de poder dejar atrás aquella escena oyó que alguien lo llamaba.

– ¡Fitz! ¡Fitz! ¿De verdad eres tú?

La voz le sonó familiar. Se volvió y vio que se le acercaba un alemán. A medida que el hombre se aproximaba, lo reconoció.

– ¿Von Ulrich? – preguntó, asombrado.

– ¡El mismo!

Walter sonrió de oreja a oreja y alargó la mano. Fitz la estrechó sin pensarlo. Walter correspondió el apretón con vigor. A Fitz le pareció más delgado y su piel clara se había arrugado. «Supongo que yo también he cambiado», pensó.

– Esto es increíble – exclamó Walter -. ¡Qué coincidencia!

– Me alegro de verte en plena forma – respondió Fitz -. Aunque supongo que no debería alegrarme.

– ¡Lo mismo digo!

– ¿Qué vamos a hacer con esto? – Fitz hizo un gesto con la mano en dirección a los soldados que habían confraternizado -. Me parece preocupante.

– Estoy de acuerdo. Mañana puede que no quieran disparar a sus nuevos amigos.

– ¿Y qué haremos entonces?

– Debemos librar pronto una batalla para que vuelvan a la normalidad. Si ambos bandos empiezan a dispararse por la mañana, no tardarán en volver a odiarse.

– Espero que tengas razón.

– ¿Cómo estás tú, viejo amigo?

Fitz recordó la buena noticia que le habían dado y se alegró.

– Ya soy padre – dijo -. Bea ha dado a luz un varón. Toma un cigarro.

Encendieron los pitillos. Walter había estado en el frente oriental, según confesó.

– Los rusos son unos corruptos – comentó con desprecio -. Los oficiales venden los suministros en el mercado negro y dejan que la infantería pase hambre y frío. La mitad de la población de Prusia Oriental lleva botas del ejército ruso que han comprado por nada, mientras los soldados rusos marchan descalzos.

Fitz le explicó que había estado en París.

– Tu restaurante favorito, Voisin’s, sigue abierto – le contó.

Los hombres empezaron un partido de fútbol, Inglaterra contra Alemania, y usaron pilas de gorras para delimitar las porterías.

– Tengo que informar de esto – dijo Fitz.

– Yo también – repuso Walter -. Pero, primero dime, ¿cómo está lady Maud?

– Bien, creo.

– Tengo un especial interés en que le transmitas mis recuerdos.

Fitz quedó impactado por el énfasis que puso Walter en esa manida frase de cortesía.

– Claro – respondió -. ¿Por algún motivo en especial?

Walter apartó la mirada.

– Justo antes de irme de Londres… bailé con ella en el baile de lady Westhampton. Fue el último acto civilizado del que disfruté antes de esta verdammte guerra.

Walter parecía estar embargado por la emoción. Le temblaba la voz y era muy poco frecuente en él decir algo en alemán cuando hablaba otro idioma. Tal vez le afectara también la atmósfera navideña que se respiraba.

Von Ulrich prosiguió:

– Me gustaría enormemente que ella supiera que estaba recordándola el día de Navidad. – Miró a Fitz con los ojos húmedos -. ¿Te asegurarás de decírselo, viejo amigo?

– Lo haré – respondió Fitz -. Estoy seguro de que se alegrará mucho de oírlo.

Capítulo 14

Febrero de 1915

He ido al médico – dijo la mujer que estaba sentada al lado de Ethel -. Le he dicho que me pica el conejo.

Un estallido de risas inundó la sala. Estaba en la planta alta de una pequeña casa del este de Londres, cerca de Aldgate. En ella había veinte mujeres sentadas frente a sendas máquinas de coser, en dos apretadas hileras a ambos lados de una larga mesa de trabajo. No había chimenea, y la única ventana de la estancia estaba cerrada a cal y canto para que no entrara el frío de febrero. Los tablones del suelo estaban desnudos. El revoque encalado de las paredes empezaba a desmenuzarse por efecto de los años, y en ciertos puntos se entreveían los listones que apenas cubría ya. Con veinte mujeres respirando el mismo aire, la sala resultaba sofocante, pero parecía no caldearse nunca, y las mujeres llevaban puestos gorros y abrigos.

Acababan de iniciar un descanso, y los pedales guardaron silencio brevemente bajo sus pies. Ethel estaba sentada al lado de Mildred Perkins, una mujer de su misma edad y natural de esa zona de la ciudad. Mildred también era inquilina de Ethel. Unos incisivos prominentes restaban belleza a un rostro que, por lo demás, podría haber sido hermoso. Los chistes verdes eran su especialidad. Siguió hablando:

– Y va el médico y me dice: «No debería hablar así, esa es una palabra grosera».

Ethel sonrió. Mildred se las ingeniaba para crear momentos alegres durante la lóbrega jornada laboral de doce horas. Ethel nunca había oído esa clase de lenguaje. El personal de Ty Gwyn había sido refinado. Aquellas mujeres londinenses eran capaces de decir cualquier cosa. Comprendían todas las edades y varias nacionalidades, y algunas apenas hablaban inglés, entre ellas dos refugiadas de la Bélgica ocupada por los alemanes. Lo único que todas tenían en común era que estaban lo bastante desesperadas para querer aquel trabajo.

– Y yo le pregunto: «Entonces, ¿qué debería decir, doctor?». Y él me responde: «Diga que le pica un dedo».

Cosían uniformes del ejército británico, miles de ellos, guerreras y pantalones. Día tras día llegaban piezas de gruesa tela caqui procedentes de un taller de corte situado en la calle de al lado, grandes cajas de cartón llenas de mangas, espaldas y perneras, y aquellas mujeres las montaban y las enviaban a otro pequeño taller donde añadirían los ojales y los botones. Se les pagaba por prenda acabada.

– Y él me dice: «El dedo, ¿le pica a todas horas, señorita Perkins, o solo de cuando en cuando?».

Mildred hizo una pausa y las mujeres guardaron silencio, esperando el desenlace.

– Y yo le digo: «No, doctor, solo cuando meo por él».

Las mujeres estallaron en carcajadas y vítores.

Una muchacha delgada de doce años de edad entró en la sala con una vara al hombro. De ella colgaban grandes tazones y picheles. Posó con cuidado la vara en la mesa de trabajo. Los tazones contenían té, chocolate caliente, caldo y café aguado. Todas las mujeres tenían un tazón propio. Dos veces al día, a media mañana y a media tarde, daban las monedas de penique y medio penique a la chica, Allie, y ella iba a llenar los tazones a la cafetería que tenían al lado.

Mientras se tomaban las bebidas a sorbos, las mujeres estiraban los brazos y las piernas y se frotaban los ojos. No era un trabajo tan duro como el de la mina, pensó Ethel, pero sí cansado, pues obligaba a estar inclinada sobre la máquina de coser hora tras hora, mirando fijamente las puntadas. Y tenía que hacerse bien. El jefe, Mannie Litov, inspeccionaba las prendas una por una, y si encontraba algún fallo en alguna no la pagaba, aunque Ethel sospechaba que también expedía los uniformes defectuosos.