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– Desde luego. Pero… ¡Fitz se encontró con Walter!

– ¡Vaya! ¡Es fantástico!

– Obviamente, Fitz no sabe que estamos casados, de modo que Walter tuvo que hablar con cautela. Pero le pidió que me dijera que pensó en mí el día de Navidad.

Ethel le apretó la mano.

– ¡Así que está bien!

– Ha estado combatiendo en Prusia Oriental, y ahora está en Francia, en primera línea, pero ileso.

– ¡Gracias a Dios! Aunque no creo que vuelvas a saber de él. Un golpe de suerte así no se repite.

– No. Mi única esperanza es que, por algún motivo, le envíen a un país neutral como Suecia o Estados Unidos desde donde pueda enviarme una carta. De lo contrario, tendré que esperar a que acabe la guerra.

– ¿Y el conde?

– Fitz está bien. Pasó las primeras semanas de la guerra dándose la gran vida en París.

«Mientras yo buscaba trabajo en un taller de explotadores», pensó Ethel, resentida.

Maud prosiguió:

– La princesa Bea ha tenido un bebé, un varón.

– Fitz debe de estar muy contento por tener un heredero.

– Todos estamos contentos – dijo Maud, y Ethel recordó que, además de rebelde, Maud era aristócrata.

Los asistentes al mitin se dispersaron. Un taxi esperaba por Maud, y ambas se despidieron. Bernie Leckwith subió al autobús con Ethel.

– Lo ha hecho mejor de lo que esperaba – comentó -. De clase alta, por supuesto, pero íntegra. Y simpática, especialmente contigo. Supongo que se llega a conocer bien a una familia cuando se sirve en su casa.

«Ni te imaginas hasta qué punto», pensó ella.

Ethel vivía en una calle tranquila de casas pequeñas y adosadas, viejas pero robustas, en su mayoría habitadas por obreros, artesanos y supervisores con sus familias, algo más acomodadas que ella. Bernie la acompañó hasta la puerta. Ella sospechó que, probablemente, él quería darle un beso de buenas noches. Jugó con la idea de dejar que lo hiciera, solo porque se sentía agradecida de que hubiera un hombre en el mundo que aún la encontraba atractiva. Pero se impuso el sentido común: no quería darle falsas esperanzas.

– Buenas noches, camarada – le dijo con aire jovial, y entró en casa.

Arriba no se oía ruido ni se veía luz: Mildred y sus hijas ya dormían. Ethel se desvistió y se acostó. Estaba cansada, pero su mente seguía activa y no conseguía conciliar el sueño. Al cabo de un rato, se levantó y preparó té.

Decidió que escribiría a su hermano. Cogió el papel de carta y se dispuso a hacerlo.

«Querida hermanita Libby, recibe mi cariño…»

Según el código que compartían en su infancia, solo se leía una de cada tres palabras y los nombres familiares se alteraban, de modo que esta frase significaba simplemente: «Billy, cariño».

Recordaba que el método que había empleado en el pasado era escribir el mensaje que quería enviar y después rellenar los espacios en blanco. Así, escribió: «Sentada sola, con sensación de absoluta desdicha».

A continuación lo codificó: «Donde estoy sentada, ya esté sola o bien con compañía, la sensación nunca es de una felicidad absoluta, tampoco de desdicha».

De niña le encantaba este juego, inventar un mensaje imaginario para ocultar el auténtico. Ella y Billy habían ideado prácticos ardides: las palabras tachadas contaban, mientras que las subrayadas no.

Decidió escribir el mensaje completo y codificarlo al final.

«La calles de Londres no están pavimentadas con oro, al menos no en Aldgate.»

Se le pasó por la cabeza la idea de escribir una carta alegre, de restar importancia a sus problemas. Luego pensó: «¡Al cuerno con eso! A mi hermano puedo decirle la verdad».

«Antes me consideraba especial, no me preguntes por qué. “Se cree demasiado buena para Aberowen”, decían, y tenían razón.»

Tuvo que pestañear para contener las lágrimas al pensar en aquella época: el uniforme impoluto, las suculentas comidas en el reluciente comedor del servicio, y, sobre todo, el esbelto y hermoso cuerpo que en una ocasión había sido suyo.

«Mírame ahora. Trabajo doce horas al día en el taller del explotador de Mannie Litov. Sufro jaqueca todas las noches y un dolor permanente en la espalda. Voy a tener un bebé al que nadie quiere. Tampoco nadie me quiere a mí, salvo un tedioso bibliotecario con gafas.»

Mordisqueó el extremo del lápiz durante un largo y reflexivo lapso, y luego escribió: «Más me valdría estar muerta».

El segundo domingo de cada mes, un sacerdote ortodoxo llegaba de Cardiff en el tren que ascendía por el valle hasta Aberowen, con una maleta llena de candeleros e iconos pulcramente envueltos que emplearía en la celebración de la Divina Liturgia para los rusos.

Lev Peshkov odiaba a los sacerdotes, pero siempre asistía a la santa misa; había que hacerlo para conseguir después el almuerzo gratis. La misa tenía lugar en la sala de lectura de la biblioteca pública. Era una biblioteca Carnegie, construida con el donativo del filántropo norteamericano, según informaba una placa en el vestíbulo. Lev sabía leer, pero en realidad no entendía a los que encontraban placer en ello. Allí los periódicos estaban sujetos a robustas pinzas de madera para que nadie pudiese robarlos, y había carteles que decían: SILENCIO. ¿Cuánto podía divertirse uno en un lugar así?

A Lev le desagradaba casi todo en Aberowen.

Los caballos eran iguales en todas partes, pero detestaba trabajar bajo tierra, siempre en semipenumbra y donde el denso polvo del carbón le hacía toser. En el exterior llovía a todas horas. Nunca había visto tanta lluvia. No llegaba en forma de tormenta o chaparrones repentinos con el consiguiente alivio del cielo despejado y el tiempo seco. Se trataba más bien de una llovizna fina que no cesaba en todo el día, a veces en toda la semana, que le trepaba por las perneras de los pantalones y le bajaba por la espalda de la camisa.

La huelga había cesado en agosto, después del estallido de la guerra, y los mineros habían vuelto, reticentes, al trabajo. A buena parte de ellos los contrataron de nuevo y les devolvieron sus antiguas casas. Las excepciones fueron aquellos a quienes la dirección consideraba alborotadores, la mayoría de los cuales se marcharon para alistarse en los Fusileros Galeses. Las viudas desalojadas habían encontrado otros lugares donde vivir. Los rompehuelgas ya no eran víctimas del ostracismo: los lugareños habían constatado que también los extranjeros habían sido manipulados por el sistema capitalista.

Pero no era ese el motivo por el que Lev había huido de San Petersburgo. Gran Bretaña era mejor que Rusia, por supuesto: estaban permitidos los sindicatos, la policía no estaba completamente fuera de control, incluso los judíos eran libres. De todos modos, él no iba a conformarse con un trabajo agotador en una ciudad minera situada en medio de la nada. Aquello no era lo que Grigori y él habían soñado. Aquello no era América.

Aun en el caso de que se hubiera sentido tentado a quedarse, tenía que seguir adelante por Grigori. Sabía que había tratado mal a su hermano, pero había jurado enviarle el dinero para que pudiera comprarse el billete. Lev había roto un sinfín de promesas a lo largo de su corta vida, pero estaba decidido a mantener aquella.

Ya había ahorrado casi la totalidad del pasaje de Cardiff a Nueva York. El dinero estaba escondido debajo de una losa, en la cocina de su casa de Wellington Row, junto con su revólver y el pasaporte de su hermano. No lo había ahorrado del jornal que cobraba todas las semanas, claro está, pues este apenas le daba para costearse la cerveza y el tabaco. Sus ahorros procedían de las timbas de cartas semanales.

Spiria ya no era su compinche. El joven se había marchado de Aberowen después de varios días y había regresado a Cardiff para buscar un trabajo menos duro. Pero nunca era difícil encontrar a un hombre codicioso, y Lev había trabado amistad con un ayudante de capataz llamado Rhys Price. Lev se aseguraba de que Rhys ganara de forma regular, y después compartían las ganancias. Era importante no excederse: de cuando en cuando debían ganar otros. Si los mineros descubrían lo que se llevaban entre manos, no solo darían al traste con las timbas amañadas sino que probablemente también matarían a Lev. De modo que iba atesorando el dinero muy poco a poco, y no podía permitirse rechazar una comida gratis.