– Muy bien – sentenció -. La princesa se encargará de asignar los huéspedes a las distintas habitaciones. Puede que tenga ideas muy concretas al respecto.
Williams pasó la página.
– Esta es una lista del personal adicional que vamos a necesitar: seis muchachas en la cocina, para lavar las verduras y fregar los cacharros; dos hombres con las manos limpias para servir la mesa; tres doncellas más y tres mozos para limpiar las botas y encender las velas.
– ¿Y sabes dónde podemos conseguir a toda esa gente?
– Huy, sí, milord, tengo una lista de lugareños que ya han trabajado aquí antes, y si con ellos no basta, les podemos pedir que nos recomienden a otros.
– Nada de socialistas, sobre todo – dijo Fitz con cierta angustia -. Intentarían hablarle al rey de las perversidades del capitalismo. – «Con los galeses, nunca se sabe», pensó.
– Por supuesto, milord.
– ¿Qué hay de las provisiones?
La doncella pasó otra página del cuaderno.
– Esto es lo que necesitamos, basándonos en los banquetes previos que se han celebrado en la casa.
Fitz examinó la lista: cien barras de pan, veinte docenas de huevos, cuarenta litros de nata, cuarenta y cinco kilos de tocino, trescientos kilos de patatas… Empezó a aburrirse.
– ¿No deberíamos dejar eso hasta que la princesa haya decidido los menús?
– Es que hay que traerlo todo de Cardiff – repuso Williams -. Las tiendas en Aberowen no pueden asumir pedidos tan cuantiosos, y hasta a los proveedores de Cardiff hay que avisarlos con tiempo, para asegurarnos de que tengan cantidades suficientes el día en cuestión.
La muchacha tenía razón. El conde se alegró de que estuviera a cargo de la organización: tenía la capacidad de prever las cosas y verlas venir, adelantándose a los acontecimientos, una cualidad muy poco frecuente, según había descubierto.
– No me vendría mal tener a una muchacha como tú en mi regimiento – dijo.
– No puedo vestir de color caqui, no me sienta bien con esta piel tan clara – contestó ella con descaro.
El mayordomo parecía escandalizado.
– ¡Williams, compórtate! No seas desvergonzada.
– Le ruego me perdone, señor Peel.
Fitz se dio cuenta de que había sido culpa suya, por dirigirse a la muchacha con aquella familiaridad. Aunque… lo cierto era que no le desagradaba la desfachatez de la joven. De hecho, le gustaba y todo.
– A la cocinera se le han ocurrido algunas ideas para los menús, milord – dijo Peel, que le entregó a Fitz una hoja de papel un tanto sucia y emborronada con la letra infantil, de trazo cuidadoso, de la cocinera -. Por desgracia, es un poco pronto para el cordero lechal, pero nos pueden enviar una gran variedad de pescado fresco desde Cardiff, en bloques de hielo.
– Todo esto se parece mucho a lo que ofrecimos en nuestra cacería en noviembre – dijo Fitz -. Aunque, por otra parte, no queremos hacer experimentos con cosas nuevas en esta ocasión; es mejor ceñirse a platos que ya hayamos probado antes.
– Exacto, milord.
– Y ahora, los vinos. Vayamos a la bodega.
Peel parecía sorprendido; el conde no solía bajar a los sótanos.
En ese momento, a Fitz le asaltó un pensamiento que había permanecido agazapado en algún recoveco de su cerebro, pero prefirió no prestarle atención. Vaciló unos instantes y luego dijo:
– Williams, ven también. Así tomarás notas.
El mayordomo sujetó la puerta y Fitz salió de la biblioteca y bajó por la escalera trasera. La cocina y la sala de los sirvientes estaban en un semisótano. Allí abajo, la etiqueta funcionaba de un modo distinto, y las sirvientas y los mozos se inclinaban o hacían una reverencia cuando pasaba él.
La bodega estaba en un sótano. Peel abrió la puerta.
– Con su permiso, yo iré delante – dijo.
Fitz asintió. Peel prendió una cerilla, encendió una vela colgada de la pared y empezó a bajar los peldaños. Al llegar abajo, encendió otra palmatoria.
Fitz poseía una bodega más bien modesta, compuesta por unas doce mil botellas, la mayor parte de las cuales eran herencia de su padre y de su abuelo. El champán, el oporto y el vino blanco del Rin eran las bebidas predominantes, con cantidades menores de clarete y borgoña blanco. Fitz no era ningún entendido en vinos, pero sentía especial debilidad por la bodega porque le recordaba a su padre. «Una bodega de vino requiere orden, capacidad de previsión y buen gusto – solía decir el anciano -. Esas son las virtudes que conforman la grandeza de Gran Bretaña.»
Fitz quería servirle lo mejor a su soberano, por supuesto, pero para eso había que tener criterio. El champán sería Perrier-Jouët, el más caro, pero ¿de qué cosecha? Un champán maduro, de veinte o treinta años, tenía menos burbujas y más sabor, aunque lo cierto era que las cosechas jóvenes poseían algo especial, algo chispeantemente delicioso. Escogió una botella al azar. Estaba mugrienta, completamente cubierta de polvo y telarañas. Echó mano del pañuelo de hilo del bolsillo delantero de su chaqueta para limpiar la etiqueta. Seguía sin ver la fecha bajo la tenue luz de las velas. Le mostró la botella a Peel, que se había puesto unas lentes.
– 1857 – dijo el mayordomo.
– Dios santo, me acuerdo de esa botella… – recordó Fitz -. Fue la primera cosecha que probé en mi vida, y seguramente la mejor. – De pronto, recordó la presencia de la doncella, que había inclinado el cuerpo hacia él y estaba examinando la botella que era mucho, muchísimo más vieja que ella. Para su consternación, la proximidad del cuerpo de la joven lo dejó momentáneamente sin aliento.
– Me temo que la cosecha del cincuenta y siete ya ha dejado atrás su mejor momento – comentó Peel -. ¿Puedo sugerir la del noventa y dos?
Fitz miró otra botella, dudó y tomó una decisión.
– No veo nada con esta luz – anunció -. Tráeme una lupa, Peel, ¿quieres?
Peel subió los peldaños de piedra.
Fitz miró a Williams. Estaba a punto de cometer una locura, pero no podía contenerse.
– Qué guapa eres… – dijo.
– Gracias, milord.
Bajo la cofia de doncella, asomaban unos rizos rebeldes de pelo oscuro. El conde le acarició el pelo. Sabía que algún día se arrepentiría de aquello.
– ¿Has oído hablar de lo que los franceses llaman el droit de seigneur, el derecho de pernada? – Percibió el tono ronco de su propia voz.
– Soy galesa, no francesa – contestó Ethel, con el mismo movimiento insolente de la barbilla que Fitz ya reconocía como característico en ella.
Desplazó la mano del pelo de la joven hasta la nuca y la miró a los ojos. Ella le sostuvo la mirada con audaz aplomo, pero ¿significaba aquella expresión que quería que él siguiera adelante… o que estaba dispuesta a montarle una escena humillante?
El conde oyó el ruido de unos pasos en las escaleras de la bodega; Peel ya estaba allí. Fitz se apartó de la sirvienta.
Las risas de la joven cogieron al conde por sorpresa.
– ¡Debería verse la cara de culpabilidad, señor! – exclamó -. Parece usted un colegial.
Peel asomó entre la penumbra con una bandeja de plata en la que llevaba una lupa con el mango de marfil.
Fitz intentó recobrar el aliento. Cogió la lupa y reanudó la inspección de las botellas de vino, con mucho cuidado de no tropezarse con la mirada de Williams.
«Dios mío – pensó -. Qué muchacha tan extraordinaria…»
Ethel Williams se sentía rebosante de energía. Nada la inquietaba, podía enfrentarse a cualquier situación, solucionar cualquier problema. Cuando se miraba al espejo, veía que le brillaba la piel y le centelleaban los ojos. El domingo, después del oficio religioso, su padre había hecho algún comentario al respecto, con su dosis de sarcasmo habitual.