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– En cualquier caso, no está en mis manos decidir la respuesta de Alemania al acercamiento informal de Washington – afirmó Walter.

Otto captó la indirecta.

– Ni en las mías, por descontado.

– Wilson dice que si Alemania escribe formalmente a los aliados proponiendo conversaciones de paz, respaldará públicamente la propuesta. Supongo que es nuestro deber transmitir este mensaje a nuestro soberano.

– Por supuesto – convino Otto -. El káiser deberá decidir.

Walter escribió una carta a Maud en una hoja de papel blanco sin membrete.

Amada mía:

Es invierno en Alemania y en mi corazón.

Escribió en inglés. No puso su dirección en el encabezamiento, ni se dirigió a ella por su nombre.

No encuentro las palabras para decirte lo mucho que te amo y te echo de menos.

Resultaba difícil saber qué decir. La carta podría ser leída por algún policía entrometido, y Walter tenía que asegurarse de que nadie pudiera identificar a ninguno de los dos.

Soy uno más del millón de hombres que vivimos separados de la mujer a la que amamos, y el viento del norte azota nuestras almas.

Su intención era redactar la carta que escribiría cualquier soldado alejado de su familia por la guerra.

Este es un mundo frío e inhóspito para mí, como debe de serlo también para ti, pero lo más difícil de soportar es nuestra separación.

Deseó poder hablarle de su trabajo en los servicios secretos del frente, del intento de su madre de casarlo con Monika, de la escasez de comida en Berlín, incluso del libro que estaba leyendo, una saga familiar titulada Los Buddenbrook. Pero temía que cualquier detalle pudiera ponerlos en peligro.

No puedo contarte mucho, pero quiero que sepas que te soy fiel…

Se interrumpió, recordando con cierta culpa el impulso que había sentido de besar a Monika. Pero no había sucumbido a él.

… y a las sagradas promesas que nos hicimos la última vez que estuvimos juntos.

Era la referencia más clara que podía hacer a su matrimonio. No quería arriesgarse a que alguien del entorno de Maud leyera la carta y descubriera la verdad.

Pienso a diario en el momento en que volvamos a encontrarnos, a mirarnos a los ojos y a decirnos: «Hola, mi amor».

Hasta entonces, recuérdame.

No firmó.

Introdujo la carta en un sobre que se guardó en el bolsillo delantero de la chaqueta.

No había servicio postal entre Alemania e Inglaterra.

Salió de su dormitorio, se caló un sombrero y un abrigo grueso con cuello de pieles, y se internó en las gélidas calles de Berlín.

Se encontró con Gus Dewar en el bar del Adlon. El hotel conservaba un atisbo de su antigua solemnidad, con camareros vestidos de etiqueta y un cuarteto de cuerda, pero no había bebidas de importación – ni whisky escocés, ni coñac, ni ginebra inglesa -, por lo que pidieron aguardiente.

– ¿Y bien? – preguntó Gus ansioso -. ¿Cómo ha sido recibido el mensaje?

Walter estaba muy esperanzado, pero sabía que los cimientos del optimismo eran frágiles, y prefirió minimizar su emoción. La noticia que tenía para Gus era positiva, aunque tampoco en exceso.

– El káiser va a escribir al presidente – dijo.

– ¡Bien! ¿Qué va a decirle?

– He visto un borrador. Me temo que el tono no es muy conciliador.

– ¿Qué quieres decir?

Walter cerró los ojos, recordando, y después citó:

– «La guerra más formidable de la historia lleva ardiendo dos años y medio. En ese conflicto, Alemania y sus aliados han dado prueba de su fuerza indestructible. Nuestras líneas inquebrantables resisten ataques incesantes. Los acontecimientos recientes demuestran que la guerra no puede doblegar nuestra capacidad de resistencia…» Y hay mucho más en esa línea.

– Ya veo por qué dices que no es muy conciliador.

– Al final aborda la cuestión. – Walter recordó cómo continuaba -: «Conscientes de nuestra fuerza militar y económica y dispuestos a seguir hasta el final, si nos vemos obligados a ello, en esta lucha que nos ha sido impuesta, pero animados al mismo tiempo por el deseo de detener el derramamiento de sangre y poner fin a los horrores de la guerra…». Y aquí viene la parte importante: «proponemos, incluso ahora, entrar en negociaciones de paz».

Gus estaba pletórico.

– ¡Es fantástico! ¡Dice que sí!

– ¡Discreción, por favor! – Walter miró a su alrededor, nervioso, pero no parecía que nadie los hubiera oído. La música del cuarteto de cuerda amortiguaba sus voces.

– Lo siento – dijo Gus.

– Aunque tienes razón. – Walter sonrió, dejando entrever su optimismo -. El tono es arrogante, combativo y desdeñoso… pero propone conversaciones de paz.

– No sabes lo agradecido que te estoy.

Walter alzó una mano a modo de advertencia.

– Deja que te diga algo con total franqueza: los hombres poderosos próximos al káiser que están contra la paz han respaldado cínicamente esta propuesta, solo para quedar bien a los ojos de tu presidente, con la certeza de que los aliados acabarán rechazándola.

– ¡Confiemos en que se equivoquen!

– Así sea.

– ¿Cuándo enviarán la carta?

– Siguen discutiendo sobre los términos que emplearán. Cuando convengan en eso, la carta será entregada al embajador de Estados Unidos en Berlín, con la petición de que se la haga llegar a los gobiernos aliados. – Este juego diplomático de intermediarios era necesario porque los gobiernos enemigos no disponían de canales de comunicación oficiales.

– Será mejor que vaya a Londres – dijo Gus -. Quizá pueda ayudarlos a prepararse para la recepción de la carta.

– Confiaba en que dijeras eso. Tengo que pedirte algo.

– ¿Después de lo que has hecho por mí? ¡Lo que sea!

– Es estrictamente personal.

– Ningún problema.

– Me obliga a compartir un secreto contigo.

Gus sonrió.

– ¡Qué intrigante!

– Me gustaría que le llevaras una carta a lady Maud Fitzherbert.

– Ah. – Gus se quedó pensativo. Sabía que solo podía haber un motivo por el que Walter escribiera en secreto a Maud -. Ya veo que requiere discreción. Pero acepto.

– Si te registran el equipaje cuando salgas de Alemania o entres en Inglaterra, tendrás que decir que es una carta de amor que un norteamericano destacado en Alemania le envía a su prometida, que se encuentra en Londres. En la carta no hay nombres ni direcciones.

– De acuerdo.

– Gracias – dijo Walter fervientemente -. No sabes cuánto significa para mí.

El sábado 2 de diciembre se organizó una cacería en Ty Gwyn. El conde Fitzherbert y la princesa Bea se habían demorado en Londres, por lo que Bing Westhampton, amigo de Fitz, y Maud hicieron las veces de anfitriones.

Antes de la guerra, Maud adoraba las cacerías. Las mujeres no participaban en ellas, por descontado, pero a ella le gustaba tener la casa llena de invitados, el picnic en el que las mujeres se reunían con los hombres, y la chimenea encendida y la comida abundante de las que disfrutaban en casa por la noche. Pero ese día se sentía incapaz de deleitarse con tales placeres cuando los soldados estaban sufriendo en las trincheras. Se dijo que una persona no puede pasarse toda la vida sintiéndose desgraciada, ni siquiera en tiempos de guerra, pero no surtió efecto. Fingió la sonrisa más radiante de que fue capaz, y animó a todos los presentes a comer y a beber, pero cuando oyó los disparos solo pudo pensar en los campos de batalla. Dejó intacto su espléndido plato, y el servicio retiró copas llenas de los inestimables vinos añejos de Fitz sin que siquiera se hubieran catado.

Detestaba estar ociosa esos días, porque lo único que hacía era pensar en Walter. ¿Estaría vivo o muerto? La batalla del Somme había concluido, al fin. Fitz dijo que los alemanes habían perdido a medio millón de hombres. ¿Se encontraría Walter entre ellos? ¿O yacería en algún hospital, lisiado?