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Tal vez estuviera celebrando la victoria. Los periódicos apenas conseguían ocultar el hecho de que la mayor campaña de 1916 por parte del ejército británico tan solo había servido para ganar once miserable kilómetros de territorio. Los alemanes estaban legitimados para congratularse. Incluso Fitz decía, con discreción y en privado, que lo mejor a lo que podía aspirar Gran Bretaña en esos momentos era a que Estados Unidos entrara en la guerra. ¿Estaría Walter recreándose en algún burdel de Berlín, con una botella de aguardiente en una mano y alguna fräulein guapa y rubia en la otra? Prefería que estuviera herido, pensó, y al instante se sintió avergonzada de sí misma.

Gus Dewar era uno de los invitados en Ty Gwyn, y a la hora del té buscó a Maud. Todos los hombres llevaban bombachos de tweed abotonados justo por debajo de la rodilla, y el espigado norteamericano parecía algo desubicado entre ellos. Sostenía una taza de té en una mano como buenamente podía, mientras cruzaba la atestada sala de estar hacia donde ella se encontraba.

Maud contuvo un suspiro. Cuando un hombre solo se le acercaba, por lo general lo hacía con la intención de cortejarla, y ella tenía que rechazarlo sin admitir que estaba casada, lo cual en ocasiones resultaba difícil. En esos tiempos, eran tantos los solteros de clase alta que habían muerto en la guerra que hasta los hombres menos atractivos probaban suerte con ella: hijos de magnates arruinados, más jóvenes que ella; clérigos enclenques con mal aliento, incluso homosexuales en busca de una esposa que les diera una pátina de respetabilidad.

Gus, no obstante, tampoco era mal partido. No era atractivo ni poseía la elegancia natural de hombres como Walter y Fitz, pero era perspicaz, albergaba ideales elevados y compartía el interés apasionado de Maud por los asuntos del mundo. Pese a ello, su ligera torpeza, física y social, combinada con una franqueza algo tosca, le confería cierto encanto. De haber estado soltera Maud, habría podido incluso tener una oportunidad.

Gus se sentó a su lado en un sofá tapizado con seda amarilla.

– Es un placer volver a estar en Ty Gwyn – dijo.

– Estuvo aquí poco antes de la guerra – recordó Maud.

Nunca olvidaría aquel fin de semana de enero de 1914, cuando el rey se había alojado allí y se había producido la tragedia en la mina de Aberowen. Lo que recordaba con mayor claridad – le avergonzaba admitir – era su beso con Walter. Deseó poder volver a besarlo en ese momento. ¡Qué tontos habían sido de no ir más allá! Se arrepentía de no haber hecho el amor con él entonces, y de no haberse quedado embarazada, porque ello los habría obligado a casarse con indecorosa precipitación y a exiliarse para vivir en perpetua deshonra en algún lugar temible como Rodesia o Bengala. Todas las consideraciones que los habían cohibido – los padres, la sociedad, la trayectoria profesional – parecían banales en comparación con la terrible posibilidad de que Walter muriera y ella no pudiera volver a verlo.

– ¿Cómo pueden ser los hombres tan estúpidos para ir a la guerra – le preguntó a Gus -, y para seguir luchando cuando el coste en vidas humanas hace ya mucho tiempo que empequeñeció cualquier posible ganancia?

– El presidente Wilson cree que ambos bandos deberían considerar la paz sin victoria.

Ella se sintió aliviada de que él no quisiera decirle que tenía los ojos muy bonitos o alguna sandez semejante.

– Estoy de acuerdo con el presidente – dijo Maud -. El ejército británico ya ha perdido a un millón de hombres. Solo en el Somme ha habido cuatrocientas mil bajas.

– Pero ¿qué opina el pueblo británico?

Maud meditó la respuesta.

– La mayoría de los periódicos siguen fingiendo que el Somme ha sido una gran victoria. Cualquier tentativa de hacer una valoración realista se tacha de antipatriótica. Estoy segura de que lord Northcliffe preferiría vivir en una dictadura militar. Pero la mayor parte de nuestro pueblo es consciente de que no estamos progresando mucho.

– Los alemanes podrían estar a punto de proponer conversaciones de paz.

– Oh, espero que esté en lo cierto.

– Creo que pronto podría alcanzarse una propuesta formal.

Maud lo miró fijamente.

– Discúlpeme – dijo -. Creía que solo estaba charlando conmigo por cortesía. Pero veo que no es así. – Se sentía emocionada. ¿Conversaciones de paz? ¿Cómo podría conseguirse eso?

– No, no hablo por hablar – le confirmó Gus -. Sé que tiene amigos en el gobierno liberal.

– En realidad, ya no es un gobierno liberal – repuso ella -. Es una coalición, con varios ministros conservadores en el gabinete.

– Discúlpeme, no me he expresado bien. Tenía conocimiento de la coalición. De todos modos, Asquith sigue siendo primer ministro, y es liberal, y sé que usted tiene relación con muchos líderes liberales.

– Sí.

– Por eso he venido a pedirle su opinión sobre cómo podría recibirse la propuesta alemana.

Ella reflexionó detenidamente. Sabía a quién representaba Gus. Era el presidente de Estados Unidos quien le hacía esa pregunta. Tenía que ser precisa. Pero se daba la circunstancia de que poseía una información clave.

– Hace diez días el gabinete debatió un informe de lord Lansdowne, antiguo secretario conservador del Foreign Office, en el que afirma que no podemos ganar la guerra.

A Gus se le iluminó la cara.

– ¿De veras? Lo ignoraba.

– Es lógico, se hizo en secreto. En cualquier caso, se han propagado rumores, y Northcliffe ha mostrado una actitud fulminante contra lo que él denomina cháchara derrotista sobre la paz negociada.

– ¿Y cómo han recibido el informe de Lansdowne? – preguntó Gus ansioso.

– Diría que hay cuatro hombres que podrían ponerse de su parte: el secretario del Foreign Office, sir Edward Grey; el canciller del Exchequer, McKenna; el presidente del Departamento de Comercio, Runciman, y el propio primer ministro.

El sentimiento de esperanza iluminó el rostro de Gus.

– ¡Es una facción muy poderosa!

– Y más ahora que el agresivo Winston Churchill ya no está. Nunca se recuperó de la catástrofe de la expedición a los Dardanelos, el proyecto en el que más creía.

– ¿Quién está en contra de Lansdowne en el gabinete?

– David Lloyd George, secretario de Guerra, el político más popular del país. Y lord Robert Cecil, ministro de Bloqueo; Arthur Henderson, tesorero general, que también es el jefe del Partido Laborista, y Arthur Balfour, primer lord del Almirantazgo.

– Leí la entrevista a Lloyd George en los periódicos. Dijo que quería ver un combate hasta el KO.

– Por desgracia, la mayoría de la gente conviene con él, aunque tampoco tiene muchas oportunidades de escuchar otro punto de vista, claro está. Aquellos que se muestran contrarios a la guerra, como el filósofo Bertrand Russell, se ven constantemente acosados por el gobierno.

– Pero ¿cuál fue la conclusión del gabinete?

– No hubo conclusión. Las reuniones de Asquith suelen acabar así. La gente se queja de su indecisión.

– Debe de ser frustrante. De cualquier modo, parece que la propuesta de paz no caería en saco roto.

Resultaba alentador, pensó Maud, hablar con un hombre que la tomaba en serio. Incluso aquellos que mantenían con ella conversaciones inteligentes tendían a tratarla con cierta condescendencia. En realidad, Walter era el único otro hombre que conversaba con ella de igual a igual.

En ese instante, Fitz entró en el salón. Llevaba ropa londinense de color negro y gris, y era evidente que acababa de apearse del tren. Lucía un parche en el ojo y caminaba con la ayuda de un bastón.