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– Siento haberos defraudado a todos – dijo, dirigiéndose a los invitados -. Anoche tuve que quedarme en la ciudad. Hay mucho revuelo en Londres a consecuencia de los últimos acontecimientos políticos.

– ¿Qué acontecimientos? Aún no hemos visto los periódicos de hoy.

– Ayer Lloyd George escribió a Asquith pidiendo un cambio en nuestra forma de conducir la guerra. Quiere un Consejo de Guerra todopoderoso, compuesto por tres ministros que se encargarían de tomar todas las decisiones.

– ¿Y Asquith accederá? – preguntó Gus.

– Por supuesto que no. Contestó diciendo que si existiera tal organismo el primer ministro tendría que ser su presidente.

El pícaro amigo de Fitz, Bing Westhampton, estaba sentado junto a una ventana con los pies en alto.

– Eso garantizaría su fracaso – dijo -. Cualquier consejo presidido por Asquith será tan débil e indeciso como el gabinete. – Miró a su alrededor con aire humilde -. Suplico que me disculpen los ministros del gobierno aquí presentes.

– Sin embargo, tienes razón – convino Fitz -. La carta ciertamente supone un desafío al liderazgo de Asquith, más aún cuando Max Aitken, amigo de Lloyd George, ha filtrado la noticia a los periódicos. Ahora ya no hay posibilidad de compromiso. Es un combate hasta el KO., como diría Lloyd George. Si no se sale con la suya, tendrá que dimitir. Y si se sale con la suya, Asquith se marchará… y entonces tendremos que elegir a un nuevo primer ministro.

Maud miró a Gus y supo que ambos estaban pensando lo mismo. Con Asquith en Downing Street, la iniciativa de paz tendría una oportunidad. Si el beligerante Lloyd George ganaba ese combate, todo sería diferente.

El gong sonó en el vestíbulo, informando a los invitados de que había llegado la hora de cambiarse de ropa y vestirse de noche. La reunión se interrumpió. Maud se dirigió a su dormitorio.

Encontró su ropa preparada. El vestido era uno que había adquirido en París para la temporada de Londres de 1914. Desde entonces había comprado muy poca ropa. Se quitó el vestido que había llevado durante el té y se puso un salto de cama de seda. No avisaría aún a su doncella, quería unos minutos para sí. Se sentó al tocador y se miró en el espejo. Tenía veintiséis años, y los aparentaba. Nunca había sido guapa, pero todos la consideraban atractiva. Con la austeridad de los tiempos de guerra había perdido el último atisbo de ternura infantil, y sus facciones se habían vuelto más pronunciadas. ¿Qué pensaría Walter cuando la viera… si es que algún día volvían a verse? Se tocó los senos; al menos conservaban su turgencia. A él le complacería. Al pensar en su marido se le endurecieron los pezones. Se preguntó si tenía tiempo para…

Alguien llamó a la puerta y ella bajó las manos con cierto sentimiento de culpa.

– ¿Quién es? – preguntó.

La puerta se abrió, y Gus Dewar entró en su dormitorio.

Maud se puso en pie, se ciñó el salto de cama y dijo con su voz más intimidatoria:

– Señor Dewar, por favor, ¡márchese de inmediato!

– No se asuste – dijo él -. Tengo que verla en privado.

– No se me ocurre ningún motivo…

– Vi a Walter en Berlín.

Maud guardó silencio, petrificada. Miró fijamente a Gus. ¿Cómo podía saber lo suyo con Walter?

– Me dio una carta para usted – añadió Gus. Se llevó una mano al bolsillo interior de la chaqueta de tweed y sacó un sobre.

Maud lo cogió con una mano trémula.

– Me dijo que no había escrito su nombre en la carta, por temor a que alguien la leyera en la frontera, pero nadie me registró el equipaje.

Maud sostuvo el sobre con inquietud. Había anhelado saber de él, pero en ese momento temía estar a punto de recibir malas noticias. Walter podía tener una amante y suplicarle en la carta que lo comprendiera. Tal vez se había casado con una chica alemana y le escribía para pedir que guardara silencio eterno sobre su anterior matrimonio. O, lo peor, quizá había iniciado los trámites del divorcio.

Abrió el sobre.

Y leyó:

Amada mía:

Es invierno en Alemania y en mi corazón. No encuentro las palabras para decirte lo mucho que te amo y te echo de menos.

Las lágrimas le anegaron los ojos.

– Oh – exclamó -. Oh, señor Dewar, ¡gracias por traerme esto!

Él dio un paso vacilante hacia ella.

– Tranquila, tranquila – le dijo, dándole suaves palmadas en el brazo.

Ella intentó leer el resto de la carta, pero no conseguía distinguir las palabras escritas en el papel.

– Estoy tan contenta… – sollozó.

Dejó caer la cabeza sobre el hombro de Gus, y él la abrazó.

– No pasa nada – le dijo él.

Maud cedió a sus sentimientos y rompió a llorar.

Capítulo 21

Diciembre de 1916

Fitz trabajaba en el Almirantazgo, en Whitehall. No era el puesto que deseaba. Ansiaba volver con los Fusileros Galeses a Francia. Por mucho que detestara la suciedad y la incomodidad de las trincheras, no podía sentirse bien estando a salvo en Londres mientras los demás arriesgaban la vida. Lo horrorizaba que lo consideraran cobarde. No obstante, los médicos insistieron en que aún no tenía la pierna lo bastante fuerte y que el ejército no le permitiría reincorporarse.

Dado que Fitz hablaba alemán, Smith-Cumming, de los servicios secretos – el hombre que se hacía llamar «C» -, lo había recomendado al servicio de espionaje de la Royal Navy, y lo habían destinado de forma temporal a un departamento conocido como Sala 40. Lo último que quería era un trabajo de despacho, pero, para su sorpresa, descubrió que su función era trascendental para el esfuerzo bélico.

El primer día de la guerra, un barco de correos llamado CS Alert zarpó en el mar del Norte, dragó del lecho marino todos los resistentes cables de telecomunicaciones alemanes y los cortó. Con ese astuto golpe, los británicos obligaron al enemigo a transmitir por radio la mayoría de los mensajes. Las señales de radio podían interceptarse, pero los alemanes no eran necios y enviaban todos los mensajes codificados. La Sala 40 era el lugar donde los británicos trataban de descifrar los códigos.

Fitz trabajaba con diversas personas – algunas de ellas ciertamente extrañas, la mayoría no muy militares – que pugnaban por interpretar los galimatías interceptados en estaciones de escucha repartidas por la costa. A Fitz no se le daba bien el desafío que suponía el rompecabezas de la decodificación – nunca había conseguido siquiera deducir quién era el asesino en ningún caso de Sherlock Holmes -, pero sí podía traducir al inglés los mensajes decodificados y, lo que era más decisivo, su experiencia en el campo de batalla lo capacitaba para juzgar cuáles eran importantes y cuáles no.

Aunque eso tampoco cambiaba demasiado las cosas. A finales de 1916, el frente occidental apenas se había movido de la posición que ocupaba al empezar el año, pese a los tremendos esfuerzos efectuados por ambos bandos: el implacable asalto alemán en Verdún y el ataque británico en el Somme, aún más costoso. Los aliados necesitaban perentoriamente un estímulo. Si Estados Unidos entraba en guerra, podría inclinar la balanza, pero por el momento no había indicios de que eso fuera a ocurrir.

Los comandantes de todos los ejércitos emitían sus órdenes entrada la noche o a primera hora de la mañana, por lo que Fitz empezaba temprano y trabajaba sin respiro hasta el mediodía. El miércoles, después de la cacería, salió del Almirantazgo a las doce y media y volvió a casa en taxi. El paseo cuesta arriba desde Whitehall hasta Mayfair, si bien corto, era excesivo para él.