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Las tres mujeres con las que vivía – Bea, Maud y tía Herm – acababan de sentarse a almorzar. Fitz tendió el bastón y la gorra del uniforme a Grout y se reunió con ellas. Procedente del entorno funcional del despacho, disfrutaba de la calidez de su hogar: el opulento mobiliario, los silenciosos sirvientes, la loza francesa sobre el mantel níveo.

Preguntó a Maud por las novedades políticas. Asquith y Lloyd George estaban librando una batalla. El día anterior, Asquith había dimitido histriónicamente como primer ministro, algo que preocupó a Fitz: no admiraba al liberal Asquith, pero ¿y si su sustituto era seducido por la solución simplista de las conversaciones de paz?

– El rey se ha visto con Bonar Law – dijo Maud.

Andrew Bonar Law era el jefe de los conservadores. El último bastión del poder regio en la política británica era el derecho del monarca a nombrar a un primer ministro, aunque el candidato que elegía tenía que obtener el apoyo del Parlamento.

– ¿Qué ha ocurrido? – preguntó Fitz.

– Bonar Law ha rehusado ser primer ministro.

Fitz se refrenó.

– ¿Cómo ha podido rechazar la propuesta del rey? – Fitz creía que un hombre debía obedecer a su monarca, especialmente un conservador.

– Considera que tiene que serlo Lloyd George, pero el rey no quiere a este en el cargo.

– Confío en que así sea – intervino Bea -. Ese hombre no es mejor que un socialista.

– En efecto – convino Fitz -, pero su agresividad supera a la de todos los demás juntos. Cuando menos inyectará algo de energía al esfuerzo bélico.

– Me temo que no aprovecharía ninguna oportunidad de paz.

– ¿Paz? – dijo Fitz -. No creo que debas preocuparte demasiado por eso. – Intentó no parecer airado, pero la cháchara derrotista sobre la paz le hacía pensar en todas las vidas que se habían perdido: el pobre teniente segundo Carlton-Smith, muchos otros jóvenes de Aberowen que habían combatido con los Fusileros Galeses, incluso el desdichado Owen Bevin, muerto a manos de un pelotón de fusilamiento. ¿Iba a ser en vano su sacrificio? La mera idea le parecía blasfema. Obligándose a hablar con un tono coloquial, añadió -: No habrá paz hasta que uno u otro bando haya ganado.

Aunque la ira refulgió en los ojos de Maud, también ella se controló.

– Debemos aprovechar lo mejor de los dos mundos: el liderazgo enérgico de la guerra por parte de Lloyd George como presidente del Consejo de Guerra, y un primer ministro con talante de estadista como Arthur Balfour para negociar la paz si decidimos que es eso lo que queremos.

– Hum. – A Fitz no le gustaba en absoluto esa idea, pero Maud tenía una forma de plantear las cosas que hacía difícil discrepar con ella. El conde cambió de tema -: ¿Qué tenéis previsto hacer esta tarde?

– Tía Herm y yo vamos a ir al East End. Hemos creado un Club de Viudas de Soldados. Les damos té y pastel… sufragados por ti, Fitz, lo cual te agradecemos, e intentamos ayudarlas con sus problemas.

– ¿Como por ejemplo?

Fue tía Herm quien contestó:

– Conseguir un lugar decente donde vivir y encontrar niñeras de fiar son los más habituales.

A Fitz le hizo gracia aquello.

– Me sorprende, tía. Antes reprobaba las aventuras de Maud en el East End.

– Estamos en guerra – replicó lady Hermia, desafiante -. Tenemos que hacer todo cuanto podamos.

En un arrebato, Fitz contestó:

– Quizá vaya con vosotras. Será positivo para ellas ver que a los condes nos disparan con la misma facilidad que a los estibadores.

Maud se quedó perpleja, pero dijo:

– Bien, por supuesto, si te apetece…

Él advirtió su falta de entusiasmo. Era evidente que en su club se debatían estupideces típicas de la izquierda: el derecho a voto de las mujeres y paparruchas por el estilo. Sin embargo, ella no podía negarse a que las acompañara, pues era él quien lo sufragaba.

Cuando acabaron de almorzar, fueron a arreglarse. Fitz se dirigió al vestidor de su esposa. La doncella de pelo cano de Bea, Nina, la ayudaba a quitarse el vestido que había llevado en el almuerzo. Bea musitó algo en ruso y Nina le respondió en el mismo idioma; Fitz se sintió irritado al considerar que la intención de ambas era excluirlo. Habló en ruso, confiando en que creyeran que lo había entendido todo:

– Déjanos solos, por favor – le dijo a la doncella.

Ella hizo una reverencia y se ausentó.

– No he visto a Boy. – Había salido de casa temprano -. Tengo que ir a verlo antes de que lo saquen a pasear.

– De momento, no sale – contestó Bea, ansiosa -. Está un poco acatarrado.

Fitz frunció el entrecejo.

– Necesita aire fresco.

Para su sorpresa, vio que ella estaba al borde del llanto.

– Temo por él – dijo -. Arriesgando tú y Andréi vuestras vidas en la guerra, podría ser lo único que me quede.

El hermano de Bea, Andréi, estaba casado pero no tenía hijos. Si Andréi y Fitz morían, Boy sería toda la familia que tendría Bea. Eso explicaba su actitud sobreprotectora para con el niño.

– De todos modos, no le hará ningún bien que lo mimemos.

– No sé qué significa esa palabra – dijo ella, malhumorada.

– Creo que ya sabes a lo que me refiero.

Bea se quitó la enagua. Su figura era más voluptuosa que antes. Fitz la miró mientras ella se desenlazaba las cintas que sostenían sus calzones. Se imaginó mordiendo la carne blanda del interior de sus muslos.

Ella captó su mirada.

– Estoy cansada – dijo -. Tengo que dormir una hora.

– Podría dormir contigo.

– Creía que ibas a visitar los suburbios con tu hermana.

– No tengo por qué ir.

– Necesito descansar, de veras.

Él se irguió para marcharse, pero cambió de opinión. Se sentía airado y rechazado.

– Hace mucho tiempo que no me acoges en tu cama.

– No he contado los días.

– Yo sí, y han sido semanas, no días.

– Lo siento. Estoy muy preocupada por todo. – Volvía a estar al borde de las lágrimas.

Fitz sabía que temía por su hermano, y comprendía su impotente inquietud, pero millones de mujeres estaban sufriendo ese mismo calvario, y la nobleza tenía el deber de mantenerse estoica.

– Tengo entendido que has empezado a asistir a misa en la embajada rusa mientras yo he estado en Francia.

En Londres no había ninguna iglesia ortodoxa rusa, pero la embajada disponía de una capilla.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Eso no importa. – Había sido tía Herm -. Antes de casarnos, te pedí que te convirtieras a la Iglesia anglicana, y lo hiciste.

Ella evitó su mirada.

– Creí que ir a una o dos misas no me haría ningún daño – contestó con voz pausada -. Siento haberte disgustado.

Fitz recelaba de los clérigos extranjeros.

– ¿Te ha dicho ese sacerdote que es un pecado disfrutar yaciendo con tu esposo?

– ¡Por supuesto que no! Pero cuando no estás y me siento sola, tan lejos de todo aquello con lo que crecí… me reconforta escuchar los himnos y las oraciones rusas.

Fitz sintió lástima por ella. Debía de ser difícil. Para él era impensable instalarse de forma permanente en otro país. Y sabía, por conversaciones que había mantenido con otros hombres casados, que no era insólito que la mujer se opusiera a las insinuaciones de su marido después de tener un bebé.

Sin embargo, se obligó a no ceder a la compasión. Todo el mundo debía hacer sacrificios. Bea podía sentirse afortunada de no tener que correr entre el fuego de ametralladoras.

– Creo que hasta ahora he cumplido con mi deber – dijo -. Cuando nos casamos, saldé las deudas de tu familia. Reuní a expertos rusos e ingleses para planificar la reorganización de las propiedades. – Habían aconsejado a Andréi que avenara las ciénagas para generar más tierra de cultivo y que realizara prospecciones en busca de carbón y otros minerales, pero ellos nunca hicieron nada -. No es culpa mía que Andréi malgastara todas las oportunidades.