– Sí, Fitz – dijo ella -. Hiciste todo lo que habías prometido.
– Pues te pido que también cumplas con tus obligaciones. Tienes que engendrar herederos. Si Andréi muere sin tener hijos, el nuestro pronto heredará dos propiedades inmensas. Será uno de los mayores terratenientes del mundo. Debemos tener más hijos por si, Dios no lo quiera, le ocurre algo a Boy.
Ella mantuvo la mirada agachada.
– Conozco mis obligaciones.
Fitz se sintió deshonesto. Hablaba de un heredero – y todo cuanto decía era cierto -, pero no le confesaba que se moría por ver su cuerpo desnudo y receptivo sobre las sábanas, blanco sobre blanco, y su cabello derramado sobre la almohada. Trató de reprimir esa imagen.
– Si conoces tus obligaciones, cúmplelas. La próxima vez que venga a tu dormitorio espero que me recibas como el esposo cariñoso que soy.
– Sí, Fitz.
El conde se marchó. Se alegraba de haberse plantado, pero también tenía la incómoda sensación de que había hecho algo mal. Era ridículo: había expuesto a Bea lo errado de su comportamiento, y ella lo había aceptado. Así debían ser las cosas entre un hombre y su esposa. Pero no conseguía sentirse tan satisfecho como cabía esperar.
Apartó a Bea de sus pensamientos cuando se encontró con Maud y tía Herm en el salón. Se caló la gorra del uniforme, se miró en el espejo y apartó rápidamente la mirada. Esos días procuraba no pensar demasiado en su apariencia. La bala le había dañado los músculos del lado izquierdo de la cara, y tenía el párpado semicerrado. Era un defecto ínfimo, pero su vanidad jamás se recuperaría. Se dijo que debía sentirse agradecido de conservar la visión del ojo.
El Cadillac azul seguía en Francia, pero se las había arreglado para conseguir otro. El chófer conocía el camino; era obvio que ya había llevado antes a Maud al East End. Media hora después, aparcaron frente al Calvary Gospel Hall, una pequeña y humilde capilla con tejado de calamina, que debían de haber trasladado allí desde Aberowen. Fitz se preguntó si el pastor sería galés.
La merienda ya había comenzado y el lugar estaba repleto de mujeres jóvenes con sus hijos. La estancia olía peor que en los cuarteles, y Fitz tuvo que resistir la tentación de taparse la nariz con un pañuelo.
Maud y tía Herm se pusieron a trabajar de inmediato, Maud atendiendo a las mujeres, una a una, en el despacho situado en la parte trasera, y tía Herm organizándolas. Fitz fue de mesa en mesa renqueante, preguntando a las mujeres si sus maridos estaban en servicio y qué experiencias habían tenido, mientras sus hijos jugaban en el suelo. Las mujeres jóvenes a menudo se mostraban tímidas y retraídas cuando el conde se dirigía a ellas, pero aquel grupo no se amedrentaba con tanta facilidad. Le preguntaron en qué regimiento servía y cómo se había hecho aquellas heridas.
Llevaba ya la mitad de la ronda cuando vio a Ethel.
Había observado que en la parte posterior del local había dos despachos; uno era de Maud, pero no se había preguntado quién ocupaba el otro. Casualmente alzó la mirada cuando la puerta se abrió y Ethel asomó por ella.
Llevaba dos años sin verla, pero no había cambiado mucho. Sus rizos morenos oscilaban con su andar, y su sonrisa era un rayo de sol. Llevaba un vestido sencillo y raído, como la ropa de todas aquellas mujeres a excepción de Maud y tía Herm, pero conservaba la figura esbelta, y él no pudo evitar pensar en aquel cuerpo menudo que tan bien había llegado a conocer. Sin siquiera mirarlo, consiguió hechizarlo. Era como si el tiempo no hubiera pasado desde que habían yacido juntos, rodando entre risas y besos en la cama de la Suite Gardenia.
Hablaba con el único otro hombre presente en la sala, una figura encorvada con un terno largo y gris de tela gruesa, que estaba sentado a una mesa y tomaba notas en un libro de contabilidad. Llevaba unas gafas de gruesos vidrios, pero pese a ello Fitz alcanzó a captar la admiración en sus ojos cuando miraba a Ethel. Ella le hablaba con actitud relajada y cordial, y Fitz se preguntó si estarían casados.
Ethel se dio la vuelta y vio a Fitz. Arqueó las cejas y la sorpresa dibujó una «O» en su boca. Retrocedió un paso, nerviosa, y tropezó con una silla. La mujer sentada en ella la miró irritada.
– Perdón – musitó Ethel sin mirarla.
Fitz se levantó de su asiento, lo cual no le resultó fácil con la pierna herida, sin dejar de mirar fijamente a Ethel. Ella temblaba visiblemente, indecisa entre acercarse a él o refugiarse en la seguridad de su despacho.
– Hola, Ethel – dijo él. El bullicio de la sala ahogó sus palabras, pero probablemente ella le habría leído los labios y adivinado lo que él le había dicho.
Ethel se decidió y se encaminó hacia él.
– Buenas tardes, lord Fitzherbert – dijo, y con su acento galés cantarín aquel saludo rutinario se convirtió en una melodía. Le tendió una mano y él se la estrechó y notó su piel áspera.
Fitz correspondió al formalismo:
– ¿Cómo está, señora Williams?
Ella acercó una silla y se sentó. Mientras él hacía lo propio, cayó en la cuenta de la habilidad con que ella los había colocado de inmediato en un plano de igualdad, pero sin intimidad.
– Lo vi en el oficio religioso de Aberowen – dijo ella -. Lamento mucho… – Se le quebró la voz. Agachó la mirada y comenzó de nuevo -: Lamento mucho ver que lo han herido. Espero que ya esté mejor.
– Poco a poco. – Fitz advirtió que su interés era genuino. Ella no lo odiaba, al parecer, pese a todo lo sucedido. Se sintió conmovido.
– ¿Cómo lo hirieron?
Fitz narraba aquel episodio con tanta frecuencia que ya le resultaba tedioso.
– Era el primer día del Somme. Apenas presencié el combate. Subimos a la cima, cruzamos nuestra alambrada y nos internamos en tierra de nadie, y lo siguiente que recuerdo es que me transportaban en una camilla y sentía un terrible dolor.
– Mi hermano lo vio caer.
Fitz recordaba al insubordinado cabo William Williams.
– ¿De veras? ¿Qué fue de él?
– Su sección tomó una trinchera alemana, y luego tuvo que abandonarla al quedarse sin munición.
Fitz no había visto ningún informe, pues estaba en el hospital.
– ¿Le concedieron una medalla?
– No. El coronel le dijo que debía haber defendido su posición hasta la muerte. A lo que Billy le respondió: «¿Sí? ¿Como hizo usted?», y lo arrestaron.
A Fitz no le sorprendió. Williams era problemático.
– Y bien, ¿qué hace aquí?
– Trabajo con su hermana.
– No me lo había dicho.
Ethel lo miró con serenidad.
– Debe de dar por hecho que a usted no le interesará recibir noticias de sus antiguos sirvientes.
Era una pulla, pero él la obvió.
– ¿A qué se dedica?
– Soy directora editorial de The Soldier’s Wife. Organizo la impresión y la distribución, y edito la página de cartas. Y también me encargo del dinero.
Fitz estaba impresionado. Era un paso considerable desde su condición de ama de llaves. Pero su capacidad de organización siempre había sido extraordinaria.
– Mi dinero, supongo.
– No lo creo. Maud es muy escrupulosa. Sabe que a usted no le importa sufragar el té y el pastel, y los cuidados médicos de los hijos de los soldados, pero no invertiría su dinero en propaganda antibélica.
Él siguió dándole conversación por el mero placer de contemplar su rostro mientras hablaba.