– ¿Es eso lo que publica el periódico? – preguntó -. ¿Propaganda antibélica?
– Comentamos públicamente aquello de lo que ustedes solo hablan en privado: la posibilidad de la paz.
Tenía razón. Fitz sabía que los políticos veteranos de los dos partidos mayoritarios habían estado hablando de la paz, y eso lo enojaba. Pero no quería discutir con Ethel.
– Su héroe, Lloyd George, está a favor de intensificar la lucha.
– El rey no lo quiere, pero podría ser el único candidato capaz de unir al Parlamento.
– Me temo que prolongaría la guerra.
Maud salió del despacho y Fitz advirtió que la merienda llegaba a su fin, pues las mujeres fregaban las tazas y los platos y recogían a sus hijos. Le maravilló ver a tía Herm cargando con una pila de platos sucios. ¡Cómo cambiaba la guerra a las personas!
Volvió a mirar a Ethel. Seguía siendo la mujer más atractiva que había conocido nunca. Fitz cedió a un impulso. Bajando el tono de voz, le preguntó:
– ¿Quieres que nos veamos mañana?
Ella se quedó atónita.
– ¿Para qué? – preguntó con discreción.
– ¿Sí o no?
– ¿Dónde?
– Estación Victoria. A la una en punto. En el acceso al andén tres.
Antes de que ella pudiera contestar, el hombre de las gruesas gafas se acercó a ellos y Ethel lo presentó.
– Conde Fitzherbert, le presento al señor Bernie Leckwith, secretario del Partido Laborista Independiente de Aldgate.
Fitz le estrechó la mano. Leckwith tendría algo más de veinte años. Fitz dedujo que su mala visión le había impedido alistarse en las fuerzas armadas.
– Lamento ver que lo han herido, lord Fitzherbert – dijo Leckwith con acento londinense.
– Solo soy uno entre miles, y tengo la suerte de seguir vivo.
– Con la perspectiva del tiempo, ¿considera que hay algo que podríamos haber hecho de otro modo en el Somme y que hubiese cambiado de forma radical el resultado?
Fitz meditó un momento. Era una pregunta condenadamente buena. Mientras este reflexionaba, Leckwith añadió:
– ¿Habríamos necesitado más hombres y munición, como aseguran los generales? ¿O tal vez tácticas más flexibles y mejores sistemas de comunicación, como sostienen los políticos?
Fitz contestó con precaución:
– Todo eso habría ayudado, pero, francamente, no creo que nos hubiera permitido obtener la victoria. El asalto estaba condenado desde el comienzo, pero eso es algo que no podíamos saber de antemano. Teníamos que intentarlo.
Leckwith asintió, dando a entender que se había confirmado su punto de vista.
– Agradezco su franqueza – dijo, como si Fitz acabara de hacerle una confesión.
Salieron de la capilla. Fitz acompañó a tía Herm y a Maud hasta el coche; luego subió él y el chófer se los llevó.
Fitz se sorprendió al notar que tenía la respiración agitada. Había sufrido una leve conmoción. Tres años antes Ethel se dedicaba a contar fundas de almohada en Ty Gwyn. En esos momentos era directora editorial de un periódico que, si bien de pequeña tirada, era considerado por los ministros más veteranos una espina para el gobierno.
¿Qué relación la unía a aquel muchacho sorprendentemente astuto llamado Bernie Leckwith?
– ¿Quién es Leckwith? – preguntó a Maud.
– Un político local importante.
– ¿Es el marido de Williams?
Maud se rió.
– No, aunque todo el mundo cree que debería serlo. Es un hombre inteligente que comparte sus ideales, y se desvive por su hijo. No sé por qué Ethel no se casó con él hace mucho tiempo.
– Quizá no le acelere el pulso.
Maud arqueó las cejas, y Fitz comprendió que había sido peligrosamente franco, por lo que se apresuró a añadir:
– Esa clase de chicas buscan el amor romántico, ¿no? Se casará con un héroe de guerra, no con un bibliotecario.
– Ella no es de «esa clase de chicas» ni de ninguna otra – repuso Maud con cierta frialdad -. En todo caso, es excepcional. Es imposible conocer a dos como ella en toda una vida.
Fitz desvió la mirada. Sabía que era cierto.
Se preguntó cómo sería el niño. Cayó en la cuenta de que debía de haber sido alguno de los pequeños que jugaban en el suelo de la capilla con la cara sucia. Probablemente había visto a su hijo aquella tarde sin ser consciente de ello. Aquel pensamiento lo conmovió de un modo extraño. Y, por algún motivo, lo puso al borde del llanto.
El coche cruzaba Trafalgar Square. Le indicó al chófer que parase.
– Será mejor que pase por la oficina – le dijo a Maud.
Se encaminó renqueante hacia el antiguo edificio del Almirantazgo y subió las escaleras. Su escritorio se encontraba en la sección diplomática, que ocupaba la Sala 45. El teniente segundo Carver, estudiante de latín y griego que se había desplazado allí desde Cambridge para ayudar a decodificar mensajes alemanes, le dijo que no se habían interceptado demasiados durante la tarde, como era habitual, y que no había nada de lo que tuviera que ocuparse. Sí había, no obstante, una noticia de cariz político.
– ¿Se ha enterado? – le preguntó Carver -. El rey ha convocado a Lloyd George.
La mañana siguiente, Ethel decidió que no acudiría a su cita con Fitz. ¿Cómo se atrevía a proponerle algo así? Durante más de dos años no había sabido nada de él. Y al encontrarse, ni siquiera le había preguntado por Lloyd, ¡su propio hijo! Seguía siendo el mismo impostor egoísta y desconsiderado de siempre.
Sin embargo, ella se había visto arrastrada a un torbellino. Fitz la había mirado con aquellos ojos verdes e intensos, le había preguntado por su vida y la había hecho sentirse importante para él… contra todo pronóstico. Ya no era perfecto, el hombre divino que había sido: su hermoso rostro se había echado a perder con un ojo semicerrado, y caminaba encorvado sobre el bastón. Pero su debilidad solo había inspirado en ella el deseo de cuidarle. Se dijo que era una idiota. Él ya tenía todo el cuidado que el dinero podía comprar. No, no acudiría a la cita.
A las doce salió de la sede de The Soldier’s Wife – dos salas pequeñas situadas sobre una imprenta y compartidas con el Partido Laborista Independiente – y tomó un autobús. Maud no había ido al despacho aquella mañana, lo que le ahorró a Ethel tener que inventar una excusa.
El trayecto en autobús y en metropolitano desde Aldgate hasta Victoria era largo, y Ethel llegó al lugar de encuentro varios minutos después de la una. Se preguntó si Fitz se habría impacientado y marchado, y esa posibilidad la angustió levemente; pero él estaba allí, con un traje de tweed, como a punto de partir a la campiña, y ella se sintió mejor al instante.
Fitz sonrió.
– Temía que no fueras a venir – dijo.
– No sé por qué lo he hecho – respondió ella -. ¿Por qué me lo pediste?
– Quiero enseñarte algo. – La tomó de un brazo.
Salieron de la estación. Ethel se sentía complacida como una tonta al caminar al lado de Fitz. Le sorprendía su temeridad. Él era una figura fácilmente reconocible. ¿Y si se encontraban con alguno de sus amigos? Supuso que ambos fingirían no verse. En la clase social de Fitz, nadie esperaba que el hombre que llevaba casado varios años fuera fiel a su esposa.
Recorrieron en autobús varias paradas y se apearon en una zona de Chelsea famosa por su vida disoluta, una barriada de renta baja de artistas y escritores. Ethel se preguntó qué querría mostrarle. Caminaron por una calle llena de pequeñas villas.
– ¿Has presenciado alguna vez un debate en el Parlamento? – le preguntó Fitz.
– No – contestó ella -, pero me encantaría.
– Hay que ser invitado por un parlamentario o un lord. ¿Quieres que lo organice?