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– Creyó que lo deduciría.

– Supuse que está enamorado de usted. Y, a juzgar por su reacción cuando le di su carta en Ty Gwyn, supe que su amor es correspondido. – Gus sonrió -. Si me permite decirlo, es un hombre con suerte.

Ella asintió, y Gus advirtió algo similar al alivio en su semblante. Debía de haber más de un secreto, comprendió; por eso necesitaba ella averiguar cuánto sabía. Se preguntó qué más estarían ocultando. Tal vez estuvieran prometidos.

Siguieron caminando. «Entiendo por qué te ama – pensó Gus -. Yo podría enamorarme de ti en un segundo.»

Ella volvió a sorprenderle.

– ¿Alguna vez ha estado enamorado, señor Dewar? – le preguntó a bote pronto.

Era una pregunta indiscreta, pero aun así Gus contestó.

– Sí. Dos veces.

– Pero ahora ya no lo está.

Él sintió la necesidad de confiarse a ella.

– El año en que estalló la guerra, yo fui lo bastante perverso como para enamorarme de una mujer casada.

– ¿Lo amaba ella?

– Sí.

– ¿Qué ocurrió?

– Le pedí que abandonara a su marido por mí. Fue un gran error por mi parte, y la sorprender, lo sé. Pero ella era mejor persona que yo y rechazó mi propuesta inmoral.

– No me sorprendo tan fácilmente. ¿Cuándo fue la segunda vez?

– El año pasado me prometí con alguien en mi ciudad natal, Buffalo, pero ella se casó con otro.

– ¡Oh! Lo lamento mucho. Quizá no debería haber preguntado. He reavivado recuerdos dolorosos.

– Extremadamente dolorosos.

– Discúlpeme si le digo que eso me hace sentir mejor. Ahora sé que conoce el dolor que el amor puede provocar.

– Sí, lo conozco.

– Pero quizá después de todo habrá paz, y mi dolor pronto cesará.

– Espero de corazón que así sea, lady Maud – dijo Gus.

La propuesta de Fitz atormentó a Ethel durante días. Aterida de frío en el patio trasero, mientras escurría la colada con el rodillo, se imaginó en aquella preciosa casa de Chelsea, con Lloyd corriendo por el jardín y vigilado por una atenta niñera. «Te daré todo lo que quieras», le había dicho Fitz, y ella sabía que era verdad. Pondría la casa a su nombre. La llevaría a Suiza y al sur de Francia. Bien pensado, podía obligarlo a que le concediera una renta vitalicia y así dispondría de ingresos hasta su muerte, aunque él se cansara de ella… Sin embargo también sabía que podía asegurarse de que él nunca se cansara.

Era ignominioso y repugnante, se dijo en tono severo. Sería una mujer pagada a cambio de sexo, ¿y qué otro significado tenía la palabra «prostituta»? Nunca podría invitar a sus padres a su escondrijo de Chelsea, ellos sabrían de inmediato lo que aquello significaba.

¿Le importaba eso? Tal vez no, pero había otras cosas. Deseaba algo más en la vida aparte de comodidades. Como amante de un millonario, difícilmente podría proseguir con la campaña a favor de las mujeres trabajadoras. Su vida política habría acabado. Perdería el contacto con Bernie y Mildred, y le resultaría incómodo incluso ver a Maud.

Pero ¿quién era ella para pedirle tanto a la vida? Era Ethel Williams, ¡y había nacido en la casa de un minero! ¿Cómo podía hacerle ascos a una vida plácida? «¡Ya quisieras!», se dijo, empleando uno de los dichos de Bernie.

Y allí estaba Lloyd. Tendría una institutriz, y después Fitz le pagaría una escuela de postín. Crecería entre la élite y llevaría una vida de privilegios. ¿Tenía derecho Ethel a privarlo de eso?

Aún no había tomado una decisión cuando abrió los periódicos en el despacho que compartía con Maud y supo de otra oferta trascendentaclass="underline" el 12 de diciembre, el canciller alemán, Theobald von Bethmann-Hollweg, proponía conversaciones de paz a los aliados.

Ethel estaba eufórica. ¡La paz! ¿En verdad era posible? ¿Podría volver a casa Billy?

El primer ministro francés se apresuró a describir la nota como un movimiento astuto, y el ministro de Exteriores ruso denunció las «propuestas embusteras» de los alemanes, pero Ethel creía que era la reacción británica la que contaría.

Lloyd George no estaba pronunciando discursos públicos de ningún tipo, con el pretexto de estar aquejado de un dolor de garganta. En Londres y en diciembre, la mitad de la población contraía catarros y constipados, pero aun así Ethel sospechaba que Lloyd George tan solo quería tiempo para pensar. Lo interpretó como una buena señal. Una respuesta inmediata habría sido un rechazo; cualquier alternativa era esperanzadora. Cuando menos, estaba considerando la vía de la paz, pensó con optimismo.

Mientras tanto, el presidente Wilson puso el peso de Estados Unidos en el lado de la balanza favorable a la paz. Propuso que, como preliminar a las conversaciones de paz, todos los poderes enfrentados expusieran sus objetivos: lo que trataban de conseguir por medio de la lucha.

– Eso los ha avergonzado – dijo Bernie Leckwith aquella tarde -. Han olvidado por qué comenzaron esto. Ahora solo están luchando porque quieren ganar.

Ethel recordó lo que la señora de Dai Ponis había dicho sobre la huelga: «Esos hombres. En cuanto se meten en pelea, lo único que les importa es ganar. No cederán, sea cual sea el precio que tienen que pagar». Se preguntó cómo habría reaccionado una primera ministra a la propuesta de paz.

Pero Bernie tenía razón, comprendió Ethel con el transcurso de los días. La propuesta del presidente Wilson fue recibida con un extraño silencio. Ningún país respondió de forma inmediata. Eso la irritaba aún más. ¿Cómo iban a poder seguir adelante si ni siquiera sabían por qué luchaban?

Al final de la semana, Bernie organizó un mitin público para debatir la nota alemana. El día del mitin, Ethel se despertó y vio a su hermano junto a su cama ataviado con el uniforme caqui.

– ¡Estás vivo!

– Y con un permiso de una semana – dijo él -. Anda, levántate, vaca gandula.

Ethel bajó de la cama de un salto, se puso una bata encima del camisón y lo abrazó.

– ¡Oh, Billy! ¡Me alegro tanto de verte! – Reparó en los galones que lucía en una manga -. ¿Ahora eres sargento? ¿Sí?

– Sí.

– ¿Cómo has entrado en casa?

– Mildred me abrió la puerta. En realidad, llegué anoche.

– ¿Dónde has dormido?

Él se azoró.

– Arriba.

Ethel esbozó una sonrisa pícara.

– Un tipo con suerte.

– Me gusta de verdad, Eth.

– Y a mí – dijo Ethel -. Mildred es una joya. ¿Vas a casarte con ella?

– Sí, si sobrevivo a la guerra.

– ¿No te importa la diferencia de edad?

– Tiene veinticuatro años. No es como si fuera vieja de verdad, como si tuviera treinta o así.

– ¿Y sus hijas?

Billy se encogió de hombros.

– Son buenas niñas, pero aunque no lo fueran las aguantaría por ella.

– La amas de verdad.

– No es difícil hacerlo.

– Ha montado un pequeño negocio, ya debes de haber visto todos esos sombreros en su dormitorio.

– Sí. Dice que le va bien.

– Muy bien. Trabaja con ahínco. ¿Está Tommy contigo?

– Vino en el mismo barco que yo, pero ha ido a Aberowen en tren.

Lloyd se despertó, vio a un extraño en la habitación y rompió a llorar. Ethel lo cogió en brazos y lo tranquilizó.

– Ven a la cocina – le dijo a Billy -. Haré el desayuno para los tres.

Billy se sentó y leyó el periódico mientras ella preparaba las gachas. Momentos después exclamó:

– ¡Joder!

– ¿Qué?

– Por lo que veo, el maldito Fitzherbert ya ha abierto la bocaza. – Miró de reojo a Lloyd, como si el crío pudiera haberse ofendido con la desdeñosa referencia a su padre.