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– Conseguir eso no está en mi mano, pero puede que en el alto mando haya hombres que comprendan la necesidad de preservar las líneas de sangre de la nobleza.

Aquello era falso, y cuando Walter tenía la protesta en la punta de la lengua, el coche abandonó la carretera principal, cruzó una verja ricamente ornamentada y enfiló un largo camino de entrada que estaba flanqueado por árboles pelados y un césped cubierto de nieve. Al final de ese camino se alzaba una construcción enorme, la mayor que Walter había visto jamás en Alemania.

– ¿El castillo de Pless? – inquirió.

– En efecto.

– Es gigantesco.

– Trescientas salas.

Bajaron del coche y entraron en un vestíbulo tan grande como una estación de ferrocarril. Las paredes estaban decoradas con cabezas de jabalíes enmarcadas en seda roja, y una enorme escalera de mármol subía hacia las magníficas salas del primer piso. Walter había pasado la mitad de la vida en edificios formidables, pero aquel era excepcional.

Se les acercó un general, y Walter reconoció a Von Henscher, un compañero de su padre.

– Tenéis tiempo de lavaros y adecentaros si os dais prisa – les dijo con afable apremio -. Os esperan en el comedor de mandatarios dentro de cuarenta minutos. – Miró a Walter -. Este debe de ser tu hijo.

– Está en el servicio secreto – dijo Otto.

Walter le dirigió un enérgico saludo.

– Ya lo sé. Yo puse su nombre en la lista. – El general se dirigió a Walter -: Tengo entendido que conoces Estados Unidos.

– Pasé tres años en nuestra embajada de Washington, señor.

– Bien. Yo nunca he estado en América. Como tampoco tu padre, ni la mayoría de los que estamos aquí, de hecho… con la notable excepción de nuestro nuevo ministro de Exteriores.

Veinte años atrás, Arthur Zimmermann había regresado de China a Alemania pasando por Estados Unidos, cruzando en tren desde San Francisco hasta Nueva York, y sobre la base de esa experiencia se lo consideraba todo un experto en Norteamérica. Walter no hizo ningún comentario.

– Herr Zimmermann me ha pedido que os consulte una cosa a ambos – dijo Von Henscher. Walter se sintió halagado aunque perplejo. ¿Por qué querría conocer su opinión el nuevo ministro de Asuntos Exteriores? -. Pero ya habrá tiempo para eso más tarde. – Llamó a un lacayo vestido con una anticuada librea, que los acompañó hasta un dormitorio.

Media hora después estaban en el comedor, convertido en sala de reuniones para la ocasión. Al mirar en derredor, Walter se quedó atónito cuando vio que casi todos los hombres mínimamente relevantes de Alemania estaban presentes, inclusive el canciller, Theobald von Bethmann-Hollweg, con su cortísimo pelo casi blanco ya a la edad de sesenta años.

La mayoría de los altos cargos militares de Alemania estaban sentados a una larga mesa. Para hombres de menor graduación, Walter entre ellos, habían dispuesto unas hileras de duras sillas contra la pared. Un edecán repartió unas cuantas copias de un memorando de doscientas páginas. Walter miró el documento por encima del hombro de su padre. Vio gráficos del tonelaje que entraba y salía de los puertos británicos, tablas de índices de flete y espacio de carga, el valor calorífico de las comidas británicas, e incluso un cálculo de cuánta lana se necesitaba para tejer una falda de señora.

Esperaron dos horas y entonces llegó el káiser Guillermo, vestido con uniforme de general. Todos se pusieron en pie atropelladamente. Su Majestad estaba pálido y parecía malhumorado. Faltaban solo unos días para que cumpliera cincuenta y ocho años. Como siempre, llevaba su atrofiado brazo izquierdo inmóvil a un lado del cuerpo, intentando que no llamara la atención. A Walter le resultó difícil evocar esa emoción de jubilosa lealtad que con tanta facilidad lo embargaba cuando era pequeño. Ya no podía seguir fingiendo que el káiser era el padre de su pueblo. Se había hecho demasiado evidente que Guillermo II era un hombre que no tenía nada de extraordinario y que se había visto superado por los acontecimientos. Incompetente, desconcertado y tristemente desgraciado, era un argumento viviente en contra de la monarquía hereditaria.

El káiser miró alrededor y saludó con la cabeza a uno o dos validos especiales, Otto entre ellos; después se sentó y le dirigió un gesto a Henning von Holtzendorff, el barbicano jefe del Estado Mayor del Almirantazgo.

El almirante empezó a hablar, citando su propio memorando: la cantidad de submarinos que la Armada podía tener desplegados en alta mar en un momento dado, el tonelaje de flete requerido por los aliados para mantenerse con vida y la velocidad a la que podían reemplazar las embarcaciones que les hundieran.

– Calculo que podemos hundir seiscientas mil toneladas de transporte al mes – anunció.

La puesta en escena era impresionante; cada una de sus afirmaciones estaba respaldada por una cifra. Walter, sin embargo, se mostraba escéptico precisamente porque el almirante era demasiado exacto, hablaba con demasiada seguridad: una guerra, sin duda, no podía ser tan predecible.

Von Holtzendorff señaló un documento atado con cinta que había sobre la mesa y que debía de ser la orden imperial para lanzar la guerra submarina sin restricciones.

– Si Su Majestad aprueba hoy mi plan, garantizo que los aliados capitularán dentro de cinco meses exactamente. – Se sentó.

El káiser miró al canciller. «Ahora – pensó Walter – oiremos una valoración más realista.» Bethmann llevaba siete años en el cargo de canciller y, al contrario que el monarca, comprendía la complejidad de las relaciones internacionales.

Bethmann habló con pesimismo sobre la entrada estadounidense en la guerra y sobre los incontables recursos de que disponía Estados Unidos, tanto en efectivos como en provisiones y capital. A su favor citó las opiniones de todo alto cargo alemán con cierto conocimiento sobre Estados Unidos. Sin embargo, para decepción de Walter, parecía que estuviera cumpliendo con una mera formalidad. Debía de creer que el káiser ya había decidido. ¿Se había convocado aquella reunión únicamente para ratificar una decisión que estaba tomada de antemano? ¿Habían condenado ya a Alemania?

El káiser tenía muy poca capacidad de atención para cualquiera que no le agradara y, mientras su canciller peroraba, él no se estaba quieto, gruñía con impaciencia y ponía muecas de reprobación. Bethmann empezó a titubear.

– Si las autoridades militares consideran imprescindible la guerra de submarinos, no estoy en situación de contradecirlas. Por otra parte…

No llegó a decir lo que sucedía por otra parte. Von Holtzendorff se puso en pie bruscamente y lo interrumpió.

– ¡Les doy mi palabra de oficial de la Armada de que ningún estadounidense pondrá un pie en este continente! – exclamó.

Walter pensó que eso era absurdo. ¿Qué tenía que ver su palabra de oficial de la Armada con nada de todo aquello? Sin embargo, esa promesa caló mucho mejor que todas sus estadísticas. Al káiser se le iluminó la cara, y muchos de los demás hombres asintieron con aprobación.

Bethmann pareció rendirse. Su cuerpo se desplomó en la silla, la tensión abandonó su rostro y habló con voz derrotada:

– Si estamos llamados al éxito, debemos ir tras él – dijo.

El káiser hizo un gesto y Von Holtzendorff empujó el documento atado con cinta sobre la mesa.

«¡No – pensó Walter -, no podemos tomar una decisión tan fatídica sobre una base tan inadecuada!»

El káiser cogió una pluma y firmó: «Wilhelm I. R.».

Dejó la pluma y se puso en pie.

Toda la sala hizo lo mismo enseguida.

«Esto no puede ser el final», pensó Walter.

El káiser abandonó la estancia. La tensión desapareció y estalló un rumor de conversaciones. Bethmann permanecía sentado sin apartar la mirada de la mesa. Parecía un condenado a muerte. Estaba mascullando algo, y Walter se acercó para oírlo. Era una frase en latín: Finis Germaniae, el final de los alemanes.