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Fitz se encontró con Gus Dewar en un pub del sur de Londres llamado The Ring.

Le sorprendió saber que Dewar era un amante del boxeo. De adolescente había entrenado con regularidad en un cuadrilátero de los muelles de Buffalo y, en sus viajes por toda Europa, allá por 1914, había asistido a combates de boxeo en todas las capitales. Fitz, con malicia, pensó que llevaba su afición muy discretamente: el boxeo no era un tema de conversación demasiado popular en las residencias de Mayfair a la hora del té.

No obstante, en The Ring estaban representadas todas las clases sociales. Caballeros vestidos de etiqueta se mezclaban con estibadores de abrigos desgarrados. Corredores ilegales aceptaban apuestas en todos los rincones mientras los camareros trajinaban bandejas llenas de pintas. El ambiente estaba cargado por el humo de los puros, las pipas y los cigarrillos. No había asientos y tampoco mujeres.

Encontró a Gus enfrascado en una conversación con un londinense de nariz rota. Discutían sobre el boxeador estadounidense Jack Johnson, el primer campeón del mundo de los pesos pesados negro, cuyo matrimonio con una blanca había provocado que los pastores cristianos exhortaran a su linchamiento. El londinense había instigado a Gus mostrándose de acuerdo con el clero.

Fitz abrigaba la secreta esperanza de que el norteamericano acabara enamorándose de Maud. Harían buena pareja. Los dos eran intelectuales, los dos eran liberales, los dos se lo tomaban todo tremendamente en serio y siempre estaban leyendo libros. Los Dewar provenían de lo que los americanos llamaban «dinero de familia», lo más parecido que tenían a una aristocracia.

Además, tanto Gus como Maud estaban a favor de la paz. Fitz no lograba hacerse una idea de por qué Maud siempre había demostrado tan extraño apasionamiento por el fin de la contienda. Gus, por su parte, reverenciaba a su jefe, Woodrow Wilson, que en un discurso pronunciado hacía un mes había hecho un llamamiento por la «paz sin victoria», una frase que había enfurecido a Fitz y a la mayoría de los altos cargos británicos y franceses.

Sin embargo, la compatibilidad que veía el conde entre Gus y Maud no había llegado a ninguna parte. Fitz amaba a su hermana, pero se preguntaba qué era lo que le sucedía. ¿Acaso quería acabar siendo una solterona?

Cuando logró separar a Gus del hombre de la nariz rota, el conde sacó a colación el tema de México.

– La situación es desastrosa – dijo Gus -. Wilson ha retirado al general Pershing y sus tropas con la intención de satisfacer al presidente Carranza, pero no ha funcionado: Carranza no quiere ni oír hablar de patrullas fronterizas. ¿Por qué lo preguntas?

– Te lo contaré más tarde – respondió Fitz -. Ya empieza el siguiente combate.

Mientras veían a un púgil llamado Benny el Judío machacarle los sesos a Albert Collins el Calvo, Fitz decidió no tocar el tema de la propuesta de paz alemana. Sabía que el estadounidense estaba muy afligido por el fracaso de la iniciativa de Wilson. Gus no dejaba de preguntarse si no podría haber conducido mejor la situación, o haber hecho algo más para respaldar el plan de su presidente. Fitz creía que ese plan había estado condenado al fracaso desde un principio porque, en realidad, ninguno de los dos bandos deseaba la paz.

En el tercer asalto, Albert el Calvo cayó y ya no volvió a levantarse.

– Me has llamado justo a tiempo – dijo Gus -. Estoy a punto de regresar a casa.

– Debes de tener muchas ganas.

– Eso si logro llegar. A lo mejor me hunde algún submarino por el camino.

Los alemanes habían reanudado la guerra submarina sin restricciones el 1 de febrero, exactamente como había predicho el mensaje interceptado de Zimmermann. Esa decisión había encolerizado a los estadounidenses, pero no tanto como había esperado Fitz.

– La reacción del presidente Wilson al anuncio de la guerra submarina fue sorprendentemente comedida – dijo.

– Ha roto las relaciones diplomáticas con Alemania. Eso no es comedimiento – replicó Gus.

– Pero no ha declarado la guerra.

Fitz había quedado desolado. Él se había opuesto con todas sus fuerzas a las conversaciones de paz, pero Maud, Ethel y sus amigos pacifistas tenían razón al decir que no había esperanza de lograr una victoria en el futuro inmediato… sin un poco de ayuda extra de alguien más. Fitz había estado convencido de que la guerra submarina sin restricciones haría entrar a los americanos en juego, pero de momento no había sido así.

– Con franqueza, creo que al presidente Wilson lo ha enfurecido la decisión de los submarinos y que ahora sí estaría dispuesto a declarar la guerra. Ya ha intentado todo lo demás, por el amor de Dios. Sin embargo, consiguió ser reelegido por ser el hombre que nos ha mantenido fuera del conflicto. La única forma de poder darle la vuelta a eso sería que se viera arrastrado a la guerra por una marea de entusiasmo público – comentó Gus.

– En ese caso – dijo Fitz -, creo que tengo algo que podría ayudarlo.

Gus enarcó una ceja.

– Desde que me hirieron, he estado trabajando en una unidad que descodifica mensajes radiotelegráficos alemanes. – Fitz sacó de su bolsillo una hoja de papel cubierta por su propia caligrafía -. Tu gobierno recibirá esto oficialmente en los próximos días. Te lo estoy enseñando ahora porque necesitamos consejo sobre cómo llevar el asunto. – Le dio el papel.

El espía británico de Ciudad de México se había hecho con el mensaje retransmitido en código antiguo, y la hoja que Fitz le entregó a Gus contenía el descifrado completo del mensaje interceptado de Zimmermann. En su totalidad, decía:

De Washington a México, 19 de enero de 1917.

Hemos previsto comenzar la guerra submarina sin restricciones el 1 de febrero. A pesar de ello, intentaremos por todos los medios conseguir que Estados Unidos siga manteniéndose neutral. En caso de no conseguirlo, ofrecemos a México una propuesta de alianza en los siguientes términos:

Juntos en la guerra.

Juntos en la paz.

Por nuestra parte, una generosa ayuda económica y nuestro compromiso con México para que reconquiste los territorios perdidos de Texas, Nuevo México y Arizona. Los detalles del acuerdo son cosa suya.

Informe al presidente Carranza de todo lo anterior con el máximo secreto en cuanto el estallido de la guerra con Estados Unidos sea seguro, y sugiérale también que él, por iniciativa propia, debería invitar a Japón a adherirse inmediatamente al acuerdo y, al mismo tiempo, mediar entre los japoneses y nosotros.

Por favor, llame la atención del presidente sobre el hecho de que el uso implacable de nuestros submarinos ofrece ahora la perspectiva de obligar a Inglaterra a aceptar la paz dentro de unos meses.

Gus leyó unas cuantas líneas bajo la tenue luz del cuadrilátero, acercándose mucho el papel a los ojos.

– ¿Una alianza? ¡Dios mío! – exclamó.

Fitz miró en derredor. Había empezado un nuevo combate y el estruendo del público era demasiado fuerte para que los hombres que tenían cerca pudieran oír nada de lo que decían.

Gus siguió leyendo.

– ¿Reconquistar Texas? – preguntó con incredulidad. Y luego, enfadado, añadió -: ¿Cómo que invitar a Japón? – Alzó la mirada del papel -. ¡Esto es un escándalo!

Esa era precisamente la reacción que había esperado Fitz, así que tuvo que contener su euforia.

– Un escándalo, tú lo has dicho – repuso con forzada solemnidad.

– ¡Los alemanes están ofreciéndose a pagar a México para que invada Estados Unidos!

– Sí.

– ¡Y le están pidiendo a México que intente implicar también a Japón!

– Sí.

– ¡Espera a que esto se sepa!

– De eso quería hablar contigo. Nos gustaría asegurarnos de que salga a la luz de una forma que le sea favorable a tu presidente.