– ¿Por qué no se lo revela al mundo el gobierno británico y ya está?
Fitz se dio cuenta de que Gus no lo estaba meditando lo suficiente.
– Por dos razones – dijo -. En primer lugar, no queremos que los alemanes sepan que leemos sus comunicaciones. En segundo, nos podrían acusar de haber falsificado esta interceptación.
Gus asintió con la cabeza.
– Discúlpame. Estoy demasiado furioso para pensar. Analicémoslo fríamente.
– Si es posible, nos gustaría que dijerais que el gobierno de Estados Unidos ha conseguido una copia del telegrama de manos de Western Union.
– Wilson no querrá valerse de una mentira.
– Pues consigue una copia de Western Union, y ya no será mentira.
Gus asintió.
– Eso debería ser factible. En cuanto al segundo problema, ¿quién podría hacer público el telegrama sin despertar sospechas de falsificación?
– El presidente en persona, supongo.
– Es una posibilidad.
– Pero ¿tienes una idea mejor?
– Sí – dijo Gus en un tono reflexivo -. Creo que sí.
Ethel y Bernie se casaron en Calvary Gospel Hall. Ninguno de los dos tenía una opinión demasiado firme sobre la religión, y a ambos les gustaba el pastor de allí.
Ethel no había vuelto a ponerse en contacto con Fitz desde el día del discurso de Lloyd George. La oposición pública de Fitz a la paz le había hecho recordar duramente la verdadera naturaleza del conde. Defendía todo lo que ella odiaba: la tradición, el conservadurismo, la explotación de la clase trabajadora, el rendimiento del capital. No podía ser la amante de un hombre así, y se avergonzaba de haberse sentido tentada siquiera por esa casita en Chelsea. Se había dado cuenta de que su verdadera alma gemela era Bernie.
Ethel se había puesto el vestido rosa de seda y el sombrero de flores que Walter von Ulrich le había comprado para la boda de Maud Fitzherbert. Como damas de honor tuvo a dos jóvenes amigas, Mildred y Maud. Los padres de Ethel llegaron en tren desde Aberowen. Por desgracia, Billy estaba en Francia y no consiguió que le dieran permiso. El pequeño Lloyd llevaba un traje de paje que Mildred le había cosido especialmente para la ocasión, color azul cielo, con botones de latón y un gorrito.
Bernie sorprendió a Ethel presentándole a una familia de la que nadie sabía nada. Su anciana madre no hablaba más que yídish y se pasó todo el oficio mascullando para sí. Vivía con el próspero hermano mayor de Bernie, Theo, quien – como descubrió Mildred, coqueteando con él – poseía una fábrica de bicicletas en Birmingham.
Después sirvieron té y pastel en el vestíbulo. No hubo bebidas alcohólicas, lo cual satisfizo a los padres de Ethel, y los fumadores tuvieron que salir fuera. Su madre le dio un beso a la recién casada.
– De todas formas, me alegro de verte sentando cabeza por fin – le dijo.
Ethel pensó que ese «de todas formas» contenía una fuerte carga. Significaba: «Enhorabuena, aunque seas una mujer perdida y tengas un hijo ilegítimo a cuyo padre nadie conoce, y aunque te estés casando con un judío, además de vivir en Londres, que viene a ser lo mismo que Sodoma y Gomorra». Pero Ethel aceptó la bendición con reservas de su madre y prometió no decirle nunca esas cosas a su hijo.
Sus padres habían comprado billetes baratos de ida y vuelta en el mismo día, así que se marcharon para no perder el tren. Cuando la mayoría de los invitados se fueron, los que quedaron se dirigieron al Dog and Duck a tomar unas pintas.
Ethel y Bernie volvieron a casa cuando llegó la hora de acostar a Lloyd. Esa mañana, Bernie había metido su escasa ropa y sus numerosos libros en una carretilla y los había transportado desde su habitación alquilada a casa de Ethel.
Para poder disfrutar de una noche a solas, acostaron a Lloyd en el piso de arriba con las hijas de Mildred, algo que el pequeño consideró como un regalo especial. Después, Ethel y Bernie se tomaron un chocolate en la cocina antes de irse a la cama.
Ethel tenía un camisón nuevo. Bernie se puso un pijama limpio. Cuando se metió en la cama junto a ella, los nervios le hicieron empezar a sudar. Ethel le acarició la mejilla.
– Aunque ya conozco la vida, no tengo mucha experiencia – dijo -. Solo mi primer marido, y no fueron más que unas semanas antes de que se fuera. – No le había contado a Bernie lo de Fitz, y nunca lo haría. Solo Billy y el abogado Albert Solman sabían la verdad.
– Ya sabes más que yo – dijo Bernie, pero ella sintió que su marido empezaba a relajarse -. Solo unos cuantos desatinos.
– ¿Cómo se llamaban?
– Ay, no quieras saberlo.
Ethel sonrió.
– Claro que quiero. ¿Cuántas mujeres? ¿Seis? ¿Diez? ¿Veinte?
– Madre mía, no. Tres. La primera fue Rachel Wright, en el colegio. Después me dijo que tendríamos que casarnos, y yo la creí. Estaba preocupadísimo.
Ethel soltó una risita.
– ¿Qué pasó?
– A la semana siguiente lo hizo con Micky Armstrong, y quedé libre.
– ¿Disfrutaste al estar con ella?
– Supongo que sí. Solo tenía dieciséis años, sobre todo quería poder decir que ya lo había hecho.
Ella le dio un beso con ternura y luego preguntó:
– ¿Quién fue la siguiente?
– Carol McAllister. Era una vecina. Le pagué un chelín. Fue un tanto breve… Creo que ella sabía lo que tenía que hacer y decir para acabar cuanto antes. Lo que más le gustó fue cuando le di el dinero.
Ethel arrugó la frente en un gesto de reproche; después recordó la casa de Chelsea y comprendió que ella se había planteado hacer lo mismo que Carol McAllister. Sintiéndose algo incómoda, inquirió:
– ¿Quién fue la otra?
– Una mujer mayor. Era mi casera. Se metió en mi cama una noche que su marido no estaba en casa.
– ¿Y con ella te gustó?
– Mucho. Fue una época muy feliz para mí.
– ¿Qué salió mal?
– Su marido empezó a sospechar y tuve que marcharme.
– ¿Y después?
– Después te conocí a ti y perdí el interés por las demás mujeres.
Empezaron a besarse. Él enseguida le subió la falda del camisón y se colocó encima de ella. Fue cariñoso, le preocupaba hacerle daño, pero la penetró con facilidad. Ella sintió un arrebato de afecto por él, por su bondad, su inteligencia y la devoción que tenía por ella y por su hijo. Lo rodeó con sus brazos y estrechó el cuerpo de él contra su pecho. Bernie no tardó en llegar al clímax. Después, satisfechos, los dos se quedaron tumbados boca arriba y se durmieron.
Gus Dewar se fijó en que las faldas de las mujeres habían cambiado. Ya dejaban ver los tobillos. Hacía diez años, conseguir atisbar un tobillo era excitante; ahora era ramplón. A lo mejor las mujeres cubrían su desnudez para resultar más seductoras, no menos.
Rosa Hellman lucía un abrigo granate bastante moderno que caía en tablas desde el canesú de la espalda. Llevaba ribetes de pieles negras, lo cual debía de agradecerse bastante en el febrero de Washington, supuso él. Su sombrero gris era pequeño y redondo, y tenía una cinta roja y una pluma. No parecía muy práctico, pero ¿desde cuándo se diseñaban los sombreros de las estadounidenses siguiendo criterios de practicidad?
– Es todo un honor para mí que me hayas invitado – dijo Rosa. Gus no estaba muy seguro de que no se estuviera burlando de él -. Acabas de regresar de Europa, ¿verdad?
Habían ido a almorzar al comedor del hotel Willard, dos manzanas al este de la Casa Blanca. Gus la había invitado por un motivo muy concreto.
– Tengo una historia para ti – le dijo en cuanto hubieron pedido.
– ¡Ay, qué bien! Déjame adivinar. ¿El presidente va a divorciarse de Edith y se casará con Mary Peck?