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La primavera llegó a Petrogrado el jueves 8 de marzo, pero el Imperio ruso seguía aferrándose obstinadamente al calendario juliano, de manera que para ellos era el 23 de febrero. El resto de Europa llevaba ya trescientos años utilizando el calendario moderno.

El aumento de las temperaturas coincidió con el Día Internacional de la Mujer, y las trabajadoras de las fábricas textiles se declararon en huelga y marcharon desde los suburbios industriales hacia el centro de la ciudad para protestar por las colas del pan, la guerra y el zar. El racionamiento del pan había sido algo anunciado, pero parecía haber empeorado más aún la escasez.

El 1er Regimiento de Artillería, igual que todas las unidades militares que había en la ciudad, estaba allí destacado para ayudar a la policía y a la caballería cosaca a mantener el orden. ¿Qué sucedería si los soldados recibían órdenes de disparar contra las manifestantes?, se preguntó Grigori. ¿Obedecerían, o volverían los fusiles contra sus oficiales? En 1905 habían obedecido las órdenes y habían disparado a los obreros. Sin embargo, desde entonces el pueblo ruso había padecido una década de tiranía, represión, guerra y hambre.

Con todo, no se produjo ningún altercado y, esa noche, Grigori y su sección regresaron a los barracones sin haber disparado un solo tiro.

El viernes, más trabajadores se declararon en huelga.

El zar estaba en el cuartel general del ejército en Mogilev, a unos seiscientos cuarenta kilómetros de allí. Al mando de la ciudad se encontraba el comandante del Distrito Militar de Petrogrado, el general Jabálov, quien decidió mantener a los manifestantes alejados del centro destacando a los soldados en los puentes. La sección de Grigori estaba apostada cerca de los barracones, protegiendo el puente Liteini, que cruzaba el río Neva hacia la avenida Liteini. Pero el agua todavía estaba congelada y hielo era firme, así que los manifestantes frustraron el empeño del ejército marchando sencillamente sobre el río… para gran alegría de los soldados que los contemplaban, la mayoría de los cuales, igual que Grigori, simpatizaban con ellos.

Ningún partido político había organizado la huelga. Los bolcheviques, así como los demás partidos revolucionarios de izquierdas, se encontraron siguiendo a la clase trabajadora, en lugar de liderándola.

Una vez más, la sección de Grigori no tuvo que entrar en acción, pero no sucedió lo mismo en todas partes. Cuando volvió a los barracones el sábado por la noche, se enteró de que la policía había atacado a los manifestantes delante de la estación del ferrocarril, al final de la avenida Nevski. Sorprendentemente, los cosacos habían defendido a los trabajadores contra la policía. Los hombres hablaban ya de los «camaradas cosacos». Grigori se mostraba escéptico. Los cosacos nunca habían sido leales de verdad a nadie más que a sí mismos, pensó; solo les apasionaba luchar.

El domingo, Grigori se despertó a las cinco de la madrugada, mucho antes de las primeras luces del alba. Durante el desayuno corrió el rumor de que el zar había dado órdenes al general Jabálov de que pusiera fin a las huelgas y las manifestaciones valiéndose de toda la fuerza que fuese necesaria. Grigori pensó que esa era una frase muy agorera: «toda la fuerza que fuese necesaria».

Después de desayunar, los sargentos recibieron sus órdenes. Cada pelotón tenía que proteger un punto diferente de la ciudad: no solo los puentes, sino también los cruces, las estaciones de ferrocarril y las oficinas de correos. Los piquetes estarían comunicados mediante teléfonos de campo. La capital del país tenía que salvaguardarse como si fuera una ciudad enemiga capturada. Y lo peor de todo: el regimiento tenía que apostar ametralladoras en los puntos conflictivos más probables.

Cuando Grigori transmitió las órdenes a sus hombres, quedaron horrorizados.

– ¿De verdad piensa el zar ordenar al ejército que ametralle a su propio pueblo? – preguntó Isaak.

– Si lo hace, ¿le obedecerán los soldados? – preguntó Grigori a su vez.

Su creciente alteración iba acompañada por un miedo equiparable. Se sentía alentado por las huelgas, ya que sabía que el pueblo ruso tenía que desafiar a sus gobernantes. De no ser así, la guerra se alargaría, la gente moriría de hambre y no habría ninguna esperanza de que Vladímir pudiera conseguir una vida mejor que la de Grigori y Katerina. Fue esta convicción lo que hizo que se uniera al Partido. Por otro lado, abrigaba la secreta esperanza de que, si los soldados sencillamente se negaban a obedecer las órdenes, la revolución podría estallar sin un gran derramamiento de sangre. No obstante, cuando su propio regimiento recibió instrucciones de apostar ametralladoras en las esquinas de las calles de Petrogrado, empezó a sentir que esa esperanza había sido una necedad.

¿Era posible siquiera que el pueblo ruso lograra escapar de la tiranía de los zares? A veces no le parecía más que una fantasía. Sin embargo, otras naciones habían vivido su revolución y habían derrocado a sus opresores. Incluso los ingleses habían matado una vez a su rey.

Petrogrado era como una olla de agua puesta al fuego, pensó Grigori: de ella salían algunos remolinos de vapor y unas cuantas burbujas de violencia, la superficie cabrilleaba a causa del intenso calor, pero el agua parecía titubear y, como decía la sabiduría popular, la olla observada no arrancaba nunca a hervir.

Enviaron a su pelotón al Palacio de Táurida, la inmensa residencia estival de Catalina II en la ciudad, reconvertida en sede del Parlamento títere de Rusia, la Duma. La mañana fue tranquila: incluso a los muertos de hambre les gustaba dormir hasta tarde los domingos. Sin embargo, el tiempo seguía soleado y al mediodía empezó a llegar gente desde los barrios de la periferia, a pie y en tranvía. Algunos se reunieron en el amplio jardín del palacio. No todos ellos eran trabajadores de las fábricas, comprobó Grigori. Había hombres y mujeres de clase media, estudiantes y unos cuantos empresarios de aspecto próspero. Algunos habían llevado también a sus hijos. ¿Se estaba formando una manifestación política, o solo habían salido a pasear por el parque? Grigori supuso que ni ellos mismos lo sabían.

En la entrada del palacio vio a un joven bien vestido, cuyo apuesto rostro le resultó conocido de haberlo visto en las fotografías de los periódicos, y reconoció entonces al diputado trudovique Aleksandr Fiódorovich Kérenski. Los trudoviques eran una facción moderada disidente de los Socialistas Revolucionarios. Grigori le preguntó qué estaba sucediendo dentro.

– Hoy el zar ha disuelto formalmente la Duma – le explicó Kérenski.

Grigori sacudió la cabeza con disgusto.

– Una reacción muy típica – dijo -. Reprimir a los que protestan, en lugar de ocuparse de sus quejas.

Kérenski le lanzó una mirada severa. Tal vez no había esperado semejante análisis por parte de un soldado.

– Ciertamente – repuso -. De todas formas, los diputados no estamos acatando el edicto del zar.

– ¿Qué sucederá?

– La mayoría de la gente cree que las manifestaciones se irán apagando en cuanto las autoridades consigan restablecer el suministro de pan – dijo Kérenski, y entró.

Grigori se preguntó qué hacía creer a los moderados que eso iba a suceder. Si las autoridades fueran capaces de restablecer el suministro de pan, ¿no lo habrían hecho ya, en lugar de racionarlo? Sin embargo, los moderados siempre parecían fiarse más de las esperanzas que de los hechos.

A primera hora de la tarde, Grigori se sorprendió al ver los rostros sonrientes de Katerina y Vladímir. Siempre pasaba el domingo con ellos, pero había supuesto que ese día no los vería. Para gran alivio de Grigori, el niño tenía muy buen aspecto y se lo veía feliz. Era evidente que se había recuperado de la infección. Hacía una temperatura lo suficientemente buena para que Katerina llevara el abrigo abierto, dejando ver su voluptuosa figura. Él deseó poder acariciarla. Ella le sonrió, y le hizo pensar en cómo le besaría la cara cuando estuvieran tumbados en la cama, y Grigori sintió una punzada de anhelo que le resultó casi insoportable. Detestaba perderse esos abrazos del domingo por la tarde.