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Kirílov repitió las órdenes y después desapareció. Grigori pensó que el teniente estaba asustado. No cabía duda de que temía que lo considerasen responsable de lo que sucediera, tanto si sus órdenes eran acatadas como si se contravenían.

Grigori no tenía intención de obedecer. Permitiría que los cabecillas de la marcha entablaran conversación con él mientras sus seguidores cruzaban el hielo, exactamente como había sucedido el viernes.

Sin embargo, a primera hora de la mañana un destacamento de la policía se unió a su pelotón. Grigori vio con horror que estaban comandados por su antiguo enemigo Mijaíl Pinski. Ese hombre no parecía estar sufriendo la escasez de pan: su cara redonda mostraba un aspecto más rollizo que nunca, y el uniforme de policía le quedaba estrecho y le tiraba en la barriga. Llevaba un megáfono. A ese adlátere suyo con cara de rata, Kozlov, no se lo veía por ninguna parte.

– Te conozco – le dijo Pinski a Grigori -. Tú trabajabas en la fábrica Putílov.

– Hasta que hiciste que me llamaran a filas – replicó él.

– Tu hermano es un asesino, pero se escapó a América.

– Eso es lo que tú dices.

– Nadie va a cruzar el río por aquí hoy.

– Ya veremos.

– Espero una cooperación total por parte de tus hombres, ¿entendido?

– ¿No tienes miedo? – preguntó Grigori.

– ¿De la chusma? No seas idiota.

– No, me refería al futuro. Imagina que los revolucionarios se salen con la suya. ¿Qué crees que harán contigo? Te has pasado la vida intimidando a los débiles, dando palizas a la gente, acosando a mujeres y aceptando sobornos. ¿No te da miedo que llegue el día de la represalia?

Pinski señaló a Grigori con un dedo enguantado.

– Pienso denunciarte por ser un maldito subversivo – dijo, y se alejó.

Grigori se encogió de hombros. A la policía ya no le resultaba tan fácil como antes detener a todo el que le apetecía. Isaak y otros podrían amotinarse si encarcelaban a Grigori, y los agentes de policía lo sabían.

El día empezó tranquilo, pero Grigori se dio cuenta de que había pocos trabajadores en las calles. Muchas fábricas habían cerrado porque no podían conseguir combustible para sus motores de vapor y sus hornos. Otras empresas estaban en huelga, sus empleados exigían más dinero para pagar unos precios inflados, o calefacción para los talleres gélidos, o barandillas de seguridad alrededor de la maquinaria peligrosa. Parecía que casi nadie fuese a ir a trabajar ese día. El sol, sin embargo, había salido con alegría y la gente no pensaba quedarse en casa. Claro que no; a media mañana Grigori vio a un gran gentío que avanzaba por la avenida Samsonievski: hombres y mujeres vestidos con característicos harapos de obreros industriales.

Grigori contaba con treinta hombres y dos cabos. Los había apostado en cuatro líneas de a ocho cortando la calle, bloqueando el extremo del puente. Pinski tenía más o menos la misma cantidad de hombres, la mitad a pie y la mitad a caballo, y él los dispuso a ambos lados de la calzada.

Grigori observaba con inquietud la marcha que se aproximaba. No podía predecir lo que sucedería. De haber estado solo, podría haber evitado la carnicería ofreciendo una resistencia puramente simbólica y luego dejando pasar a los manifestantes. Pero no sabía qué haría Pinski.

El gentío se acercaba. Había cientos de personas… no, miles. Eran hombres y mujeres vestidos con casacas azules y sobretodos rasgados, típicos de los trabajadores de las fábricas. La mayoría llevaban brazaletes o cintas rojas. Sus pancartas decían «Abajo el zar» y «Pan, paz y tierra». Grigori llegó a la conclusión de que aquello ya no era una mera protesta: se había convertido en un movimiento político.

A medida que los cabecillas se acercaban, sintió cómo el nerviosismo atenazaba a sus hombres, que aguardaban firmes.

Se adelantó para ir al encuentro de los manifestantes. A su cabeza, para sorpresa suya, iba Varia, la madre de Konstantín. Llevaba el pelo cano recogido con un pañuelo rojo y enarbolaba una bandera, roja también, atada a una gran vara.

– Hola, Grigori Serguéievich – dijo la mujer con afabilidad -. ¿Vas a dispararme?

– No, no voy a hacerlo – respondió él -. Pero no puedo hablar por la policía.

Aunque Varia se detuvo, los demás siguieron la marcha, empujados desde atrás por miles de personas más. Grigori oyó que Pinski ordenaba avanzar a su caballería. La policía montada, los llamados «faraones», era la sección más odiada del cuerpo. Iban armados con látigos y porras.

– Lo único que queremos es ganarnos la vida y dar de comer a nuestras familias. ¿No es eso lo que quieres tú también, Grigori? – preguntó Varia.

Los manifestantes no se enfrentaron a los soldados ni intentaron atravesar su formación para cruzar el puente. En lugar de eso, se estaban dispersando por los terraplenes que había a lado y lado. Los faraones de Pinski hacían avanzar nerviosamente a sus caballos por el camino de sirga intentando cerrar el paso hacia el hielo, pero no eran suficientes para formar una barrera continua. Sin embargo, ningún manifestante quería ser el primero en echar a correr hacia el río, y se produjo un momento de indecisión.

El teniente Pinski se llevó el megáfono a la boca.

– ¡Háganse atrás! – gritó. El instrumento no era más que una pieza de hojalata en forma de cono, y solo conseguía amplificar un poco su voz -. No les está permitido entrar en el centro de la ciudad. Vuelvan a sus lugares de trabajo de manera ordenada. Es una orden de la policía. ¡Atrás!

Nadie se hizo atrás (la mayor parte de la gente ni siquiera pudo oírlo), pero los manifestantes empezaron a abuchearlo y a silbar. Desde el grueso de la muchedumbre, alguien lanzó una piedra que le dio a un caballo en la grupa. El animal se sobresaltó. El jinete, pillado por sorpresa, casi cayó al suelo. Furioso, volvió a enderezarse, tiró de las riendas y aguijó al caballo con su látigo. La muchedumbre se rió, lo cual enfureció más aún al policía montado, que aun así logró dominar a su caballo.

Un valiente manifestante aprovechó el momento de diversión, esquivó a uno de los faraones del terraplén y echó a correr por el hielo. Muchos otros, a ambos lados del puente, siguieron su ejemplo. Los faraones sacaron entonces los látigos y las porras, y empezaron a hacer avanzar y retroceder a sus caballos mientras arremetían contra la multitud. Varios manifestantes cayeron al suelo, pero algunos consiguieron pasar y otros se envalentonaron y decidieron intentarlo también. Al cabo de unos segundos, treinta personas o más corrían sobre el río helado.

Para Grigori era un desenlace feliz. Podría decir que había intentado hacer cumplir la prohibición, y que, de hecho, había impedido que la gente cruzara por el puente, pero que la cantidad de manifestantes era demasiado grande y había resultado imposible impedir que la gente cruzara el hielo.

Pinski no lo veía así.

Volvió su megáfono hacia los policías armados y gritó:

– ¡Apunten!

– ¡No! – exclamó Grigori, pero ya era demasiado tarde.

Los agentes adoptaron la posición de disparo, apoyados en una rodilla, y alzaron los fusiles. Los manifestantes que estaban al frente de la aglomeración intentaron retroceder, pero los miles que tenían detrás los empujaban hacia delante. Algunos corrieron en busca del río, haciendo frente a los faraones.

– ¡Fuego! – gritó Pinski.

Se oyó el estruendo de los disparos, como si fueran fuegos de artificio, seguidos de gritos de pánico y chillidos de dolor a medida que los manifestantes caían muertos y heridos.

Grigori sintió que retrocedía doce años. Vio la plaza de delante del Palacio de Invierno, a cientos de hombres y mujeres rezando de rodillas, a los soldados con sus fusiles y a su madre tirada en el suelo mientras su sangre se esparcía sobre la nieve. Mentalmente, oyó al Lev de once años gritar: «¡Está muerta! ¡Mamá está muerta, mi madre está muerta!».