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– No – dijo en voz alta -. No dejaré que vuelvan a hacerlo. – Quitó el seguro de su fusil Mosin-Nagant para liberar el cerrojo y después lo afianzó contra su hombro.

La muchedumbre gritaba y corría en todas direcciones, pisoteando a los caídos. Los faraones habían perdido el control de la situación y arremetían a diestro y siniestro. La policía disparaba indiscriminadamente a la multitud.

Grigori apuntó con mucho cuidado a Pinski, intentando darle hacia la mitad del cuerpo. No tenía muy buena puntería, y el policía se encontraba a unos cincuenta metros, pero tenía posibilidades de acertar. Apretó el gatillo.

Pinski siguió gritando por su megáfono.

Grigori había fallado. Bajó la mira (el fusil saltaba un poco hacia arriba al disparar) y volvió a apretar el gatillo.

De nuevo falló.

La matanza seguía, la policía disparaba indiscriminadamente contra una muchedumbre de hombres y mujeres que huían.

El fusil de Grigori tenía cinco cartuchos en el cargador, y él solía dar en el blanco con alguno de los cinco. Disparó una tercera vez.

Pinski profirió un grito de dolor que fue amplificado por el megáfono. Su rodilla derecha pareció doblarse bajo su peso. Tiró el megáfono y cayó al suelo.

Los hombres de Grigori siguieron su ejemplo. Atacaron a la policía, algunos disparando y otros utilizando los fusiles como porras. Los había que tiraban a los faraones de sus caballos. Los manifestantes se armaron de valor y se unieron a ellos. Algunos de los que estaban en el hielo dieron media vuelta y regresaron.

La furia de la turba era espantosa. Durante más tiempo del que nadie podía recordar, los policías de Petrogrado se habían comportado como bestias desdeñosas, indisciplinadas y descontroladas, y de pronto el pueblo se estaba cobrando su venganza. Los agentes que habían caído al suelo recibían patadas y pisotones, los que seguían de pie eran abatidos, y los faraones veían caer sus caballos a disparos. La policía resistió solo unos momentos más; después, los que pudieron huyeron.

Grigori vio a Pinski intentando ponerse en pie. Volvió a apuntar, impaciente por acabar con aquel malnacido, pero un faraón se cruzó en su línea de fuego, subió a Pinski a pulso sobre el cuello de su caballo y se alejó al galope.

Grigori se quedó plantado, mirando cómo huía la policía.

Se dio cuenta de que se había buscado el problema más grave de toda su vida.

Su pelotón se había amotinado. Contraviniendo directamente las órdenes que tenían, habían atacado a la policía, no a los manifestantes. Y él los había dirigido al disparar al teniente Pinski, que había sobrevivido para contar la historia. No tenía forma de encubrir lo que acababa de suceder, ninguna excusa que pudiera ofrecer cambiaría en nada la situación, no había modo de escapar del castigo. Era culpable de traición. Podían formarle un consejo de guerra y ejecutarlo.

A pesar de todo, se sentía feliz.

Varia se abrió camino entre el gentío. Tenía sangre en la cara, pero sonreía.

– ¿Y ahora qué, sargento?

Grigori no pensaba resignarse a recibir su castigo. El zar estaba asesinando a su pueblo. Bueno, pues su pueblo contestaría disparando.

– A los barracones – dijo Grigori -. ¡Armaremos a la clase obrera! – Le arrebató a Varia la bandera roja -. ¡Seguidme!

Echó a andar de vuelta por la avenida Samsonievski con paso resuelto. Sus hombres lo siguieron, capitaneados por Isaak, y la multitud se les unió también. Grigori no estaba seguro de qué era lo que iba a hacer exactamente, pero no sentía la necesidad de tener ningún plan: marchaba a la cabeza del gentío con la sensación de que podía conseguir todo lo que se propusiera.

El centinela abrió las puertas de los barracones para los soldados, y después fue incapaz de cerrárselas a los manifestantes. Grigori, que se sentía invencible, encabezó la marcha por la plaza de armas hacia el arsenal. El teniente Kirílov salió del edificio del cuartel general, vio a toda aquella gente y, echando a correr, se enfrentó a ellos.

– ¡Soldados! – gritó -. ¡Alto! ¡Deteneos ahí mismo!

Grigori desoyó sus órdenes.

Kirílov se quedó inmóvil y desenfundó su revólver.

– ¡Alto! – dijo -. ¡Alto o disparo!

Dos o tres hombres del pelotón de Grigori levantaron sus fusiles y dispararon a Kirílov. Varias balas impactaron en él, que cayó al suelo, sangrando.

Grigori siguió andando.

El arsenal estaba protegido por dos centinelas. Ninguno de los dos intentó detenerlo. Los dos últimos cartuchos de su cargador le sirvieron para volar el cerrojo de las pesadas puertas de madera. La muchedumbre irrumpió en el arsenal, empujándose y dándose codazos para llegar a las armas. Algunos de los hombres de Grigori se hicieron con el mando de la situación, abrieron las cajas de madera de los fusiles y los revólveres y las fueron pasando junto con cajas de munición.

«Ya está – pensó Grigori -. Esto es una revolución.» Estaba pletórico y aterrorizado al mismo tiempo.

Se armó con dos de los revólveres Nagant que recibían los oficiales, recargó su fusil y se llenó los bolsillos de munición. No estaba muy seguro de qué era lo que pretendía hacer, pero ahora que era un criminal, necesitaba armas.

El resto de los soldados de los barracones se unieron al saqueo del arsenal, y pronto todo el mundo fue armado hasta los dientes.

Enarbolando la bandera roja de Varia, Grigori condujo a la multitud fuera de los barracones. Las manifestaciones siempre se dirigían al centro de la ciudad. Con Isaak, Yákov y Varia, marchó cruzando el puente hacia la avenida Liteini, en dirección al acomodado corazón de Petrogrado. Se sentía como si volara, o como si soñara; como si hubiera dado un enorme trago de vodka. Llevaba años hablando de desafiar a la autoridad del régimen, pero ese día lo estaba haciendo realidad, y eso le hacía sentirse un hombre nuevo, una criatura diferente, un ave del cielo. Recordó entonces las palabras del anciano que le había hablado después de que mataran a su madre. «Que tengas una larga vida – había dicho el hombre mientras Grigori se alejaba de la plaza del Palacio de Invierno con el cadáver de su madre en brazos -. Lo bastante larga para vengarte del zar, que tiene las manos manchadas de sangre por todos los crímenes que ha cometido hoy.» «Puede que tu deseo se haga realidad, anciano», pensó, exultante.

El 1º de Artillería no era el único regimiento que se había amotinado esa mañana. Cuando Grigori llegó al otro lado del puente, su euforia fue mayor aún al ver que las calles estaban llenas de soldados con el gorro vuelto hacia atrás o el capote desabrochado, desafiando alegremente el reglamento. La mayoría lucían brazaletes rojos o cintas rojas en la solapa para distinguirse como revolucionarios. Coches requisados rugían al pasar, conducidos sin rumbo, con cañones de fusiles y bayonetas que asomaban por las ventanillas y chicas que reían en el regazo de los soldados que iban en el interior. Los piquetes y los controles del día anterior habían desaparecido. El pueblo había tomado las calles.

Grigori vio una bodega con el escaparate hecho añicos y la puerta echada abajo. Un soldado y una chica salieron de dentro con botellas en ambas manos, pisoteando los cristales rotos. Justo al lado, el propietario de una cafetería había sacado una mesa con platos de pescado ahumado y lonchas de embutidos, y estaba de pie junto a las viandas, luciendo una cinta roja en la solapa, sonriendo con nerviosismo e invitando a los soldados a que se sirvieran. Grigori se dio cuenta de que estaba intentando asegurarse de que nadie irrumpiera en su local y lo saqueara, como había sucedido con la bodega.

El ambiente festivo se intensificaba más aún a medida que se acercaban al centro. Había muchos que ya estaban bastante borrachos, aunque solo era mediodía. Las muchachas parecían contentas de besar a todo el que llevara un brazalete rojo, y Grigori vio a un soldado acariciando abiertamente los grandes pechos de una mujer madura sonriente. Algunas chicas se habían vestido con uniformes de soldado y caminaban con paso arrogante por las calles, con sus gorros y esas botas que les venían grandes, sintiéndose a todas luces liberadas.