Sin salir de la sombra de tarde que proyectaban los edificios, avanzó por la acera en dirección a la iglesia. Una callejuela la separaba del banco que tenía al lado. Esperó pacientemente varios minutos hasta que el tiroteo empezó otra vez, y entonces cruzó la callejuela a todo correr y pegó la espalda al muro este de la iglesia.
¿Lo habría visto correr el tirador? ¿Imaginaría lo que estaba tramando? No había forma de saberlo.
Sin despegarse de la pared, rodeó la iglesia hasta llegar a una puertecilla. No estaba cerrada con llave. Era domingo y todos los templos permanecían abiertos. Se coló dentro.
Era una iglesia rica, fastuosamente decorada con mármoles amarillos, verdes y rojos. En ese momento no se estaba celebrando ningún oficio, pero había unos veinte o treinta fieles de pie o sentados con la cabeza gacha, rezando en privado sus oraciones. Grigori paseó la mirada por el interior en busca de una puerta que pudiera llevar a una escalera. Se apresuró por el pasillo central, con miedo a que más personas fueran asesinadas a cada minuto que él se retrasara.
Un sacerdote joven y de espectacular apostura, con el cabello negro y la piel muy blanca, vio el fusil de Grigori y abrió la boca para pronunciar una protesta, pero él no le prestó atención y pasó de largo.
En el vestíbulo descubrió una pequeña puerta de madera encajada en la pared. La abrió y vio una escalera de caracol que subía a lo alto. Detrás de él, una voz dijo:
– Detente ahí, hijo mío. ¿Qué estás haciendo?
Se volvió y vio al joven sacerdote.
– ¿Esto lleva al tejado?
– Soy el padre Mijaíl. No puedes entrar con esa arma en la casa de Dios.
– Hay un francotirador en su tejado.
– ¡Es un agente de policía!
– ¿Lo sabía? – Grigori miró al sacerdote con incredulidad -. ¿Se da cuenta de que está matando a personas?
El sacerdote no contestó.
Grigori subió corriendo la escalera.
Un viento frío llegaba desde arriba. Era evidente que el padre Mijaíl estaba de parte de la policía. ¿Había alguna forma de que el sacerdote pudiera advertir al tirador? Ninguna, a menos que saliera corriendo a la calle y le hiciera señas… con lo que seguramente acabaría recibiendo un disparo.
Después de una larga ascensión casi a oscuras, Grigori vio otra puerta.
Cuando sus ojos quedaron a la altura del borde inferior del batiente, de modo que apenas sería un blanco visible, abrió unos centímetros con la mano izquierda, mientras con la derecha sostenía el fusil. La radiante luz del sol entró por la abertura. Abrió del todo.
No se veía a nadie.
Entornó los ojos para evitar que lo deslumbrara el sol y examinó el área que se veía por el pequeño rectángulo del vano. Estaba en el campanario. La puerta se abría hacia el sur. La avenida Nevski quedaba al norte de la iglesia. El francotirador se encontraba al otro lado; a menos que se hubiera desplazado para tenderle una emboscada.
Con cautela, Grigori subió un escalón, luego otro, y asomó la cabeza.
No sucedió nada.
Cruzó la puerta.
Bajo sus pies, el tejado descendía suavemente hacia un canalón que corría paralelo a un pretil decorativo. Unos tablones de enrejado de madera permitían a los obreros moverse por allí sin pisar las tejas. A su espalda, la torre se elevaba hasta lo alto del campanario.
Fusil en mano, la rodeó.
Al llegar a la primera esquina se encontró mirando al oeste, a lo largo de la avenida Nevski. En la clara luz de la tarde vio los Jardines de Alejandro y el Almirantazgo, al fondo. A media distancia, la avenida estaba concurrida, pero en aquel punto seguía vacía. El francotirador debía de estar trabajando aún.
Grigori aguzó el oído, pero no había tiros.
Siguió desplazándose sigilosamente alrededor de la torre hasta que pudo mirar por la siguiente esquina. Entonces vio todo el lado norte del tejado. Estaba convencido de que encontraría al francotirador allí, echado boca abajo, disparando entre los balaustres; pero no había nadie. Más allá del pretil veía la amplia calle de abajo y a la gente acurrucada en portales y tratando de pasar inadvertidos en las esquinas, esperando a ver qué sucedía.
Un momento después, el fusil del francotirador restalló otra vez. Un grito que procedía de la avenida le dijo a Grigori que el hombre había dado en el blanco.
El disparo procedía de por encima de su cabeza.
Miró hacia arriba. El campanario estaba perforado por ventanas sin cristales y flanqueado por unas torrecillas abiertas, dispuestas diagonalmente en las esquinas. El tirador estaba escondido en algún sitio de allí arriba, disparando desde una de las numerosas aberturas que tenía a su disposición. Por suerte, Grigori no se había separado lo más mínimo de la pared, donde el hombre no tenía forma de verlo.
Volvió a entrar. En el confinado espacio del hueco de la escalera, su fusil resultaba grande y torpe. Lo dejó y desenfundó uno de sus revólveres. Por su peso, se dio cuenta de que estaba vacío. Renegó: cargar el Nagant M1895 era un proceso lento. Sacó una caja de cartuchos del bolsillo del capote de su uniforme e insertó siete, uno a uno, en la incómoda trampilla de carga del tambor. Después armó el martillo.
Dejando atrás el fusil, subió la escalera de caracol intentando no hacer ruido al pisar. Se movía a un ritmo lento y constante, no quería forzarse demasiado para que su respiración no se hiciera audible. Llevaba el arma en la mano derecha, apuntando hacia lo alto de la escalera.
Un momento después olió a humo.
El francotirador se estaba fumando un cigarrillo, pero el acre olor del tabaco ardiendo podía recorrer una larga distancia, y Grigori no podía estar seguro de a cuánto estaba el hombre.
Por delante y por encima de él veía reflejos de la luz del sol. Se arrastró hacia arriba, preparado para abrir fuego. La luz entraba por una ventana sin cristal. El francotirador no estaba allí.
Grigori siguió subiendo y volvió a ver luz. El olor del humo se hizo más intenso. ¿Eran imaginaciones suyas o sentía la presencia del tirador un poco más adelante en la curva de la escalera? Y, en tal caso, ¿lo habría percibido el hombre a él?
Oyó una brusca inspiración y se sobresaltó tanto que estuvo a punto de apretar el gatillo. Entonces se dio cuenta de que era el ruido que hacía el tirador al dar una calada. Un momento después oyó el sonido más suave, más satisfecho, de la espiración del fumador.
Titubeó. No sabía hacia dónde estaba mirando el francotirador ni hacia dónde apuntaba su arma. Quería oír un disparo del fusil otra vez, ya que eso le confirmaría que la atención del hombre estaba puesta en la calle.
Esperar podía significar otra muerte, otro Yákov u otra Varia sangrando sobre los fríos adoquines. Por otra parte, si Grigori fallaba, ¿cuántas personas más serían abatidas esa tarde?
Se obligó a tener paciencia. Era como encontrarse en el campo de batalla. No se apresuraba uno a salvar a un camarada herido, sacrificando así su vida. Solo se arriesgaba algo cuando los motivos eran aplastantes.
Oyó otra calada, seguida de una larga exhalación, y un momento después una colilla de cigarrillo aplastada cayó escalera abajo, rebotando en la pared y aterrizando a sus pies. Se oyó el ruido de alguien que cambiaba de postura en un espacio reducido. Entonces Grigori percibió unos tenues murmullos cuyas palabras sonaban sobre todo a imprecaciones:
– Cerdos… revolucionarios… judíos apestosos… fulanas infecciosas… retrasados… – El francotirador se estaba preparando para matar otra vez.
Si Grigori lograba detenerlo, salvaría al menos una vida.