Subió un escalón.
El hombre seguía mascullando:
– Ganado… eslavos… ladrones y criminales… – La voz le resultaba vagamente familiar, y Grigori se preguntó si sería alguien a quien ya conocía.
Otro escalón, y entonces vio los pies del hombre, calzados en unas botas de cuero negras, nuevas y relucientes, con la insignia de la policía. Eran unos pies pequeños: el tirador era un hombre minúsculo. Estaba apoyado en una rodilla, la posición más estable para disparar. Grigori vio entonces que se había apostado en el interior de una de las torrecillas de las esquinas, de modo que podía apuntar hacia tres direcciones diferentes.
«Un escalón más – pensó Grigori – y podré matarlo de un tiro.»
Subió otro escalón, pero los nervios le hicieron trastabillar. Tropezó, se cayó y perdió el arma. Al caer, resonó en la piedra.
El francotirador, sobresaltado, profirió una maldición en voz alta y se volvió a mirar.
Sorprendido, Grigori reconoció al compañero de Pinski, Ilia Kozlov.
Grigori quiso recuperar su revólver, pero no lo consiguió. Cayó más aún escalera abajo, con una lentitud agonizante, de escalón en escalón, hasta que se detuvo donde no podría alcanzarlo.
Kozlov hizo amago de volverse, pero no podía hacerlo muy deprisa, arrodillado como estaba.
Grigori recuperó el equilibrio y subió otro escalón.
Kozlov intentó dar media vuelta con su fusil. Era el Mosin-Nagant reglamentario, pero con una mira telescópica añadida. Medía más de un metro, aun sin la bayoneta, y el hombre no logró recolocarlo lo bastante deprisa. Moviéndose con rapidez, Grigori se acercó tanto que el cañón del fusil le golpeó en el hombro izquierdo. Kozlov apretó el gatillo en vano, y la bala rebotó en la curvada pared interior del hueco de la escalera.
Kozlov se puso en pie de un salto, con una agilidad sorprendente. Tenía la cabeza pequeña, una cara mezquina, y una parte de la mente de Grigori le dijo que se había hecho francotirador para vengarse de todos esos niños más altos, y niñas también, que siempre lo habían empujado.
Grigori asió el fusil con ambas manos, y los dos hombres lucharon por hacerse con él, cara a cara en el estrecho espacio de la pequeña torrecilla, junto a la ventana sin cristal. Grigori oyó unos gritos exaltados y se dio cuenta de que la gente de la calle debía de estar viéndolos.
Él era más grande y más fuerte, y sabía que conseguiría hacerse con el arma. Kozlov también lo comprendió y de pronto soltó el fusil. Grigori se tambaleó hacia atrás. Veloz como el rayo, el policía sacó su corta porra de madera, arremetió contra el soldado y le golpeó en la cabeza. Por un momento, Grigori vio las estrellas. También vio, como entre niebla, que Kozlov volvía a alzar la porra. Levantó el fusil y la porra se estrelló contra el cañón. Antes de que el policía pudiera atacar de nuevo, Grigori soltó el arma, agarró a Kozlov con ambas manos por la parte delantera del abrigo y lo levantó.
El hombre era pequeño y pesaba poco. Grigori lo alzó del suelo un momento. Después, con todas sus fuerzas, lo arrojó por la ventana.
Kozlov pareció caer por el aire muy despacio. La luz del sol hacía resaltar las vueltas verdes de su uniforme mientras sobrepasaba el pretil del tejado de la iglesia. Un largo grito de puro terror resonó en el silencio. Después se estrelló contra el suelo con un golpe sordo que se oyó incluso desde el campanario, y el grito quedó bruscamente interrumpido.
Tras un momento de silencio, estallaron los vítores.
Grigori se dio cuenta de que la gente lo aclamaba a él. Habían visto el uniforme de la policía en el suelo y el uniforme del ejército en la torrecilla, y habían comprendido lo que acababa de suceder. Mientras miraba hacia abajo, la gente salía de los portales y de las esquinas y se quedaba de pie en la calle, dirigiendo la vista hacia arriba, hacia él, gritando y aplaudiendo. Era un héroe.
No se sentía cómodo con ello. Había matado a muchos hombres en la guerra y ya no sufría aprensión, pero de todas formas le resultaba difícil celebrar una muerte más, por mucho que Kozlov hubiese merecido morir. Se quedó allí unos instantes, dejando que lo aplaudieran, aunque se sentía a disgusto. Después volvió a esconderse dentro y bajó la escalera de caracol.
Recogió su revólver y su fusil al bajar. Cuando salió a la iglesia, el padre Mijaíl lo estaba esperando con cara de miedo. Grigori lo apuntó con el revólver.
– Debería dispararle – dijo -. Ese francotirador al que ha permitido subir a su tejado ha matado a dos amigos míos y por lo menos a tres personas más, y usted es un demonio asesino por dejar que lo hiciera.
El sacerdote se sobresaltó tanto al oír que lo llamaban demonio que se quedó sin palabras, pero Grigori no encontró valor para disparar a un civil desarmado, así que masculló algo con repugnancia y salió a la calle.
Los hombres de su pelotón lo estaban esperando y rugieron con entusiasmo cuando apareció a la luz del sol. No pudo evitar que lo subieran a hombros y se lo llevaran en procesión.
Desde ese elevado punto de vista, vio que el ambiente de la calle había cambiado. La gente estaba más borracha, y en cada manzana había una o dos personas inconscientes tiradas en algún portal. Se asombró al ver a hombres y mujeres que iban mucho más allá de un simple beso en los callejones. Todo el mundo iba armado: estaba claro que la turba había saqueado otros arsenales, y puede que también fábricas de armamento. En todos los cruces había coches estrellados, algunos con ambulancias y médicos atendiendo a los heridos. Tanto niños como adultos recorrían las calles, y los más pequeños se lo estaban pasando especialmente bien, robando comida, fumando cigarrillos y jugando en los automóviles abandonados.
Grigori vio una tienda de pieles saqueada con una eficiencia que parecía profesional, y reconoció a Trofim, un antiguo socio de Lev, sacando abrigos de la tienda a brazadas y cargándolos en una carretilla mientras otro compinche de Lev, el policía corrupto Fiódor, vestido ese día con un sobretodo de campesino para ocultar su uniforme, supervisaba su trabajo. Los criminales de la ciudad veían la revolución como una oportunidad de negocio.
Al cabo de un rato, los hombres de Grigori lo dejaron en el suelo. La luz de la tarde se iba desvaneciendo, en la calle se habían encendido muchas hogueras. La gente se reunía a su alrededor a beber y cantar canciones.
Grigori se sintió abatido al ver a un niño de unos diez años quitándole la pistola a un soldado que había quedado inconsciente. Era una Luger P08 de cañón largo semiautomática, un arma con las que pertrechaban a las unidades de artillería del ejército alemán: aquel soldado debía de habérsela robado a un prisionero en el frente. El niño la sostuvo con ambas manos, sonriendo, y apuntó con ella al hombre que estaba en el suelo. Cuando Grigori se movió para quitarle la pistola, el niño apretó el gatillo y una bala se hundió en el pecho del soldado borracho. El pequeño gritó, pero, espantado como estaba, mantuvo el gatillo apretado, de manera que la pistola semiautomática siguió disparando. El retroceso del arma hizo que el chico levantara los brazos y que las balas se dispersaran. Le dio a una anciana y a otro soldado, hasta que el cargador de ocho disparos quedó vacío. Entonces bajó el arma.
Antes de que Grigori pudiera reaccionar a ese horror, oyó otro grito y giró en redondo. En el portal de una sombrerería cerrada, una pareja estaba realizando el acto sexual. La mujer tenía la espalda contra la pared y la falda levantada hasta la cintura, las piernas muy separadas y los pies, calzados en botas, plantados con firmeza en el suelo. El hombre, que vestía un uniforme de cabo, estaba entre las piernas de ella, las rodillas dobladas, los pantalones desabrochados, embistiéndola. El pelotón de Grigori se había reunido a su alrededor para animarlos.