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Varios de los soldados expresaron su acuerdo.

– Muy bien – dijo Sokolov.

– Toda unidad militar está subordinada al Sóviet de Diputados Obreros y Soldados y a sus comités – siguió dictando Grigori.

Por primera vez, el abogado alzó la mirada.

– Eso querría decir que el Sóviet controla el ejército.

– Sí – repuso Grigori -. Las órdenes de la comisión militar de la Duma se seguirán solo cuando no contradigan las decisiones del Sóviet.

Sokolov no apartaba la mirada de Grigori.

– Eso deja a la Duma tan impotente como siempre. Antes estaba sujeta a los caprichos del zar. Ahora, toda decisión requerirá la aprobación del Sóviet.

– Exacto – convino Grigori.

– De modo que es la cámara suprema.

– Escribe eso.

Sokolov lo escribió.

– Se prohíbe a los oficiales que sean maleducados con los demás rangos – dijo alguien.

– Está bien – dijo Sokolov.

– Y no deben dirigirse a nosotros llamándonos tyi, como si fuéramos animales o niños.

A Grigori esas cláusulas le parecían triviales.

– El documento necesita un título – intervino.

– ¿Qué propones? – preguntó el abogado.

– ¿Cómo has titulado órdenes anteriores promulgadas por el Sóviet?

– No existen órdenes anteriores – dijo Sokolov -. Esta es la primera.

– Pues que así sea – dijo Grigori -. Llamémosla «Orden Número Uno».

Grigori sintió una inmensa satisfacción al aprobar su primera norma legislativa como representante electo. En el transcurso de los dos días siguientes hubo muchas más, y él se vio profundamente inmerso en el laborioso trabajo de formar un gobierno revolucionario. Sin embargo, no dejaba de pensar en Katerina y Vladímir ni un solo momento, y el martes por la noche por fin tuvo ocasión de escaparse e ir a ver cómo se encontraban.

Un mal presentimiento pesaba en su corazón mientras caminaba hacia los barrios periféricos del sudoeste. Katerina le había prometido que no se acercaría a los altercados, pero las mujeres de Petrogrado creían que aquella revolución era tan suya como de los hombres. Al fin y al cabo, había estallado el Día Internacional de la Mujer. No era nada nuevo. La madre de Grigori había muerto en la revolución fallida de 1905. Si Katerina hubiera decidido ir al centro de la ciudad con Vladímir apoyado en la cadera para ver lo que sucedía, no habría sido la única madre en hacer lo mismo. Y muchas personas inocentes habían muerto: por un disparo de la policía, pisoteadas por la turba, atropelladas por soldados borrachos en coches requisados o abatidas por balas perdidas. Al entrar en la vieja casa, temió que uno de los inquilinos lo recibiera con cara solemne y lágrimas en los ojos, y que le dijera: «Ha sucedido algo terrible».

Subió la escalera, llamó a la puerta de Katerina y entró. La muchacha se levantó enseguida de la silla y se lanzó a sus brazos.

– ¡Estás vivo! – exclamó. Lo besó con ansia -. ¡Estaba preocupadísima! No sé qué haríamos sin ti.

– Siento no haber podido venir antes – dijo Grigori -. Pero es que soy delegado del Sóviet.

– ¡Delegado! – Katerina resplandecía de orgullo -. ¡Mi marido! – Lo abrazó.

Grigori se dio cuenta de que la había impresionado de verdad. Era algo que nunca había conseguido.

– Un delegado no es más que un representante de la gente que lo ha elegido – replicó con modestia.

– Pero siempre escogen a los más listos y los más dignos de confianza.

– Bueno, lo intentan.

La habitación estaba pobremente iluminada por una lámpara de aceite. Grigori dejó un paquete en la mesa. Con su nuevo estatus no le había sido difícil conseguir comida de la cocina de los barracones.

– Ahí dentro también tienes algunas cerillas y una manta – dijo.

– ¡Gracias!

– Espero que te hayas quedado en casa todo lo que hayas podido. Todavía es peligroso andar por la calle. Algunos estamos organizando una revolución, pero hay otros que simplemente se han vuelto locos.

– Casi no he salido. Estaba esperando noticias tuyas.

– ¿Cómo está nuestro chiquillo? – Vladímir dormía en el rincón.

– Echa de menos a su papá.

Se refería a Grigori. No había sido deseo suyo que Vladímir lo llamara «papá», pero había aceptado el capricho de Katerina. No era muy probable que ninguno de ellos volviera a ver a Lev (hacía casi tres años que no tenían noticias suyas), así que el niño nunca sabría la verdad, y quizá fuera lo mejor.

– Siento que esté dormido. Le encanta verte – dijo Katerina.

– Hablaré con él por la mañana.

– ¿Puedes quedarte a pasar la noche? ¡Qué maravilla!

Grigori se sentó y Katerina se arrodilló ante él y le quitó las botas.

– Pareces cansado – le dijo.

– Lo estoy.

– Vamos a acostarnos. Ya es tarde.

Empezó a desabrocharle la guerrera y él se reclinó en la silla para dejarse hacer.

– El general Jabálov se está ocultando en el Almirantazgo – comentó -. Nos temíamos que pudiera recuperar el control de las estaciones de ferrocarril, pero ni siquiera lo ha intentado.

– ¿Por qué no?

Grigori se encogió de hombros.

– Por cobardía. El zar ordenó a Ivánov que marchara sobre Petrogrado e impusiera una dictadura militar, pero los hombres de Ivánov se amotinaron y la expedición fue cancelada.

Katerina frunció la frente.

– ¿Es que la antigua clase gobernante se ha rendido sin luchar?

– Eso es lo que parece. Es extraño, ¿verdad? Pero está claro que no va a haber una contrarrevolución.

Se metieron en la cama; Grigori en ropa interior, Katerina todavía con el vestido puesto. Nunca se había desnudado delante de él. A lo mejor sentía que tenía que ocultarle algo. Era una peculiaridad de ella que Grigori aceptaba, aunque no sin lamentarlo. La estrechó entre sus brazos y la besó. Cuando la penetró, le dijo: «Te quiero», y se sintió el hombre más feliz del mundo.

Después, medio dormida, Katerina preguntó:

– ¿Qué pasará ahora?

– Habrá una Asamblea Constituyente, elegida mediante lo que se denomina un sufragio cuatripartito: universal, directo, secreto e igualitario. Mientras tanto, la Duma está formando un gobierno provisional.

– ¿Quién será su dirigente?

– Lvov.

Katerina se incorporó.

– ¡Un príncipe! ¿Por qué?

– Quieren la confianza de todas las clases.

– ¡Al cuerno con todas las clases! – Cuando se indignaba se ponía aún más guapa, le salían los colores a la cara y le brillaban los ojos -. La revolución la hemos hecho los obreros y los soldados, ¿para qué necesitamos la confianza de nadie más?

Esa pregunta también había inquietado a Grigori, pero la respuesta lo había convencido.

– Necesitamos a los empresarios para que reabran las fábricas, a los mayoristas para que reanuden el abastecimiento de la ciudad, a los tenderos para que vuelvan a abrir sus puertas.

– ¿Y el zar qué va a hacer?

– La Duma está pidiendo su abdicación. Han enviado dos delegados a Pskov para comunicárselo.

Katerina puso unos ojos como platos.

– ¿La abdicación? ¿Del zar? Pero eso sería el final.

– Sí.

– ¿Es posible?

– No lo sé – dijo Grigori -. Lo descubriremos mañana.

El debate que se celebró el viernes en la Sala de Catalina del Palacio de Táurida fue poco metódico. Dos o tres mil hombres y unas cuantas mujeres abarrotaban la estancia, cuya atmósfera estaba cargada por el humo del tabaco y el olor a soldados faltos de higiene. Estaban esperando oír lo que haría el zar.