La sesión se veía constantemente interrumpida por anuncios. A menudo no eran ni mucho menos urgentes: un soldado se levantaba para decir que su batallón había formado un comité y había arrestado al coronel, por ejemplo. A veces ni siquiera eran anuncios, sino discursos que exhortaban a la defensa de la revolución.
Sin embargo, Grigori supo que algo había cambiado cuando un sargento de pelo cano, con la cara colorada y sin aliento, subió de un salto al estrado con una hoja de papel en la mano y pidió silencio.
Despacio y en voz bien alta, declaró:
– El zar ha firmado un documento…
Los vítores estallaron ya tras esas palabras.
El sargento alzó la voz:
– … en el que abdica la corona…
Los vítores se convirtieron en un bramido. Grigori estaba exultante. ¿De verdad había sucedido? ¿Se había hecho realidad el sueño?
El sargento levantó una mano para acallar el griterío. Todavía no había terminado.
– … y, a causa de la mala salud de su hijo Alejandro, de diecisiete años, ha nombrado como sucesor al gran duque Miguel, el hermano pequeño del zar.
El bramido se convirtió en un abucheo de protesta.
– ¡No! – gritó Grigori, y su voz se perdió entre miles más.
Cuando, varios minutos después, los gritos empezaron a decaer, un estruendo aún mayor llegó desde fuera. La muchedumbre del patio debía de haberse enterado de la misma noticia, y la recibían con igual indignación.
– El gobierno provisional no debe aceptarlo – le dijo Grigori a Konstantín.
– Estoy de acuerdo – repuso este -. Vayamos a decírselo.
Salieron del Sóviet y cruzaron el palacio. Los ministros del recién formado gobierno se reunían en la misma sala que había ocupado el antiguo Comité Provisional; de hecho, era preocupante hasta qué punto se trataba de los mismos hombres. Ya estaban hablando sobre la declaración del zar.
Pável Miliukov estaba en pie. El moderado de monóculo argüía que la monarquía debía preservarse como símbolo de legitimidad.
– Sandeces – masculló Grigori.
La monarquía simbolizaba la ineptitud, la crueldad y la derrota, no la legitimidad. Por suerte, también otros lo sentían así. Kérenski, que se había convertido en ministro de Justicia, propuso ordenar al gran duque Miguel que rechazara la corona, y, para alivio de Grigori, la mayoría estuvo de acuerdo.
El propio Kérenski y el príncipe Lvov recibieron instrucciones de ir a reunirse con Miguel de inmediato. Miliukov miró fijamente a través de su monóculo y exclamó:
– ¡Yo iré con ellos, en representación de la opinión de la minoría!
Grigori supuso que esa absurda propuesta sería aplastada, pero los demás ministros asintieron con debilidad. En ese momento, Grigori se levantó.
– Y yo acompañaré a los ministros como observador del Sóviet de Petrogrado – dijo, sin reflexionarlo mucho.
– Muy bien, muy bien – accedió Kérenski con cansancio.
Salieron del palacio por una puerta lateral y subieron a dos limusinas Renault que ya los estaban esperando. El antiguo presidente de la Duma, el orondo Mijaíl Rodzianko, también iba con ellos. Grigori no acababa de creerse que eso le estuviera sucediendo a él. Formaba parte de una delegación que iba a ordenar a un príncipe heredero que se negara a ser coronado zar. Menos de una semana antes, había bajado dócilmente de una mesa porque el teniente Kirílov se lo había ordenado. El mundo cambiaba tan deprisa que era difícil seguirle el paso.
Grigori nunca había estado dentro de la residencia de un acaudalado aristócrata, y fue como entrar en un mundo de ensueño. La enorme casa estaba repleta de riquezas. Allá adonde mirara había jarrones espléndidos, sofisticados relojes, candelabros de plata y adornos con engarces de piedras preciosas. Si hubiera arramblado con un cuenco de oro y hubiese salido corriendo por la puerta principal, podría haberlo vendido por dinero suficiente para comprarse una casa; solo que en esos momentos nadie querría comprar un cuenco de oro, la gente solo quería pan.
Al príncipe Gueorgui Lvov, un hombre de cabello plateado con una enorme barba muy poblada, estaba claro que la decoración no le impresionaba lo más mínimo, como tampoco lo intimidaba la solemnidad de su cometido; todos los demás, sin embargo, sí parecían nerviosos. Esperaron en el salón, bajo la severa mirada de ancestrales retratos, arrastrando los pies sobre las espesas alfombras.
Por fin apareció el gran duque. Era un hombre de treinta y ocho años que estaba quedándose prematuramente calvo y lucía un pequeño mostacho. Para sorpresa de Grigori, se lo veía más nervioso que a la delegación. Parecía tímido y desconcertado, a pesar de que mantenía la cabeza erguida con altivez. Al final reunió suficiente valor para hablar.
– ¿Qué tienen que decirme?
– Hemos venido a pedirle que no acepte la corona – contestó Lvov.
– Oh, válgame… – dijo Miguel, que no parecía saber qué hacer a continuación.
Kérenski mantuvo la presencia de ánimo. Habló con voz clara y firme.
– El pueblo de Petrogrado ha reaccionado con indignación a la decisión de Su Majestad el zar – dijo -. Un enorme contingente de soldados ya está marchando hacia el Palacio de Táurida. Se producirá un violento levantamiento, seguido de una guerra civil, a menos que anunciemos de inmediato que se ha negado usted a asumir el gobierno como zar.
– Ay, Dios mío… – dijo Miguel con debilidad.
Grigori vio que el gran duque no era un hombre muy brillante. «¿De qué me sorprendo?», pensó. Si esa gente fuera inteligente, no estarían a punto de perder el trono de Rusia.
– Alteza real, yo represento a la opinión minoritaria del gobierno provisional. A nuestro parecer, la monarquía es el único símbolo de autoridad legítima – dijo Miliukov, siempre con su monóculo.
Miguel parecía más desconcertado aún. Lo último que necesitaba era tener que decidir, comprendió Grigori; eso solo empeoraba las cosas.
– ¿Les importaría que hablase un momento en privado con Rodzianko? No, no se vayan todos, nosotros nos retiraremos a una sala contigua – dijo el gran duque.
Cuando el antiguo presidente y el titubeante zar recién designado salieron, los demás se pusieron a hablar en voz baja. Nadie le dijo nada a Grigori. Era el único hombre de clase obrera de la sala y sentía que les daba un poco de miedo, sospechando (y con acierto) que los bolsillos de su uniforme de sargento estaban repletos de armas y munición.
Rodzianko reapareció.
– Me ha preguntado si podríamos garantizar su seguridad personal en caso de que se convirtiera en zar – dijo. Grigori sintió repugnancia, aunque no sorpresa, al ver que al gran duque le preocupaba más su persona que su país -. Le he dicho que no – terminó Rodzianko.
– ¿Y…? – preguntó Kérenski.
– Se reunirá con nosotros dentro de un momento.
Se produjo una pausa que pareció interminable y, después, Miguel volvió a entrar. Todos guardaron silencio. Durante un largo momento, nadie dijo nada.
Al cabo, fue Miguel quien tomó la palabra:
– He decidido rechazar la corona.
Grigori sintió que se le detenía el corazón. «Ocho días – pensó -. Hace ocho días que las mujeres de Viborg marcharon por el puente Liteini. Y hoy el reinado de los Romanov ha llegado a su fin.»
Recordó las palabras de su madre el día en que muriera: «No descansaré hasta que Rusia sea una república». «Descansa ahora, madre», pensó él.
Kérenski le estrechaba la mano al gran duque mientras le decía algo grandilocuente, pero Grigori no lo estaba escuchando.
«Lo hemos conseguido – pensó -. Hemos organizado una revolución.»
«Hemos derrocado al zar.»