En Berlín, Otto von Ulrich descorchó una mágnum de champán Perrier-Jouët de 1892.
Los Von Ulrich habían invitado a los Von der Helbard a comer. El padre de Monika, Konrad, era Graf, o conde, y su madre era, por tanto, Gräfin, o condesa. Gräfin Eva von der Helbard era una mujer formidable, con una melena cana recogida en un complicado peinado alto. Antes de comer, se llevó a Walter aparte y le explicó que Monika era una virtuosa violinista y que había sido la primera de su clase en todas las materias. De soslayo, Walter vio que su padre estaba hablando con Monika, y supuso que le estaba ofreciendo un informe académico sobre él.
Estaba furioso con sus padres por verlos insistir tanto en endilgarle a la muchacha, y el hecho de que se sintiera fuertemente atraído por ella no hacía más que empeorar las cosas. Era inteligente además de bella. Siempre llevaba el cabello muy bien peinado, pero él no podía evitar imaginar que le quitaba las horquillas por la noche y se lo alborotaba para liberar sus rizos. Últimamente, a veces le resultaba difícil recordar el rostro de Maud.
Otto alzó entonces su copa.
– ¡Adiós al zar! – exclamó.
– Me sorprende usted, padre – dijo Walter, molesto -. ¿De verdad está celebrando el derrocamiento de una monarquía legítima a manos de una turba de obreros de fábrica y soldados amotinados?
A Otto se le congestionó el rostro. La hermana de Walter, Greta, le dio unas palmaditas a su padre en el brazo para tranquilizarlo.
– No haga caso – dijo -. Walter solo dice esas cosas para importunarlo.
– Llegué a conocer al zar Nicolás cuando estuve en nuestra embajada de Petrogrado – terció Konrad.
– ¿Y qué impresión se llevó, señor? – preguntó Walter.
Monika respondió por su padre.
– Papá solía decir que, si el zar hubiese nacido con otra condición social, podría haber llegado a ser, no sin cierto esfuerzo, un cartero competente – dijo, dirigiéndole a Walter una sonrisa de complicidad.
– Esa es la tragedia de la monarquía hereditaria. – Walter se volvió hacia su padre -. Pero, sin duda, desaprobará usted la democracia de Rusia.
– ¿Democracia? – repitió Otto con desdeñosa burla -. Ya veremos. Todo lo que sabemos es que el nuevo primer ministro es un aristócrata liberal.
– ¿Crees que el príncipe Lvov intentará alcanzar la paz con nosotros? – le preguntó Monika a Walter.
Era la pregunta del momento.
– Eso espero – contestó él, intentando no mirarle los pechos -. Si todas nuestras tropas del frente oriental pudieran trasladarse a Francia, superaríamos a los aliados.
Ella levantó su copa y miró a Walter a los ojos por encima del borde.
– Bebamos, entonces, por ello – dijo.
En una trinchera fría y húmeda del nordeste de Francia, el pelotón de Billy bebía ginebra.
La botella la había sacado Robin Mortimer, el oficial retirado del servicio.
– Había reservado esto – dijo.
– Vaya, me dejas patitieso – dijo Billy, usando una de las expresiones de Mildred. Mortimer era un tacaño y nunca se le había visto invitar a nadie a tomar un trago.
Sirvió el licor en los platos de campaña.
– Por la maldita revolución – dijo, y todos bebieron.
Después volvieron a tender los platos para que Mortimer se los llenara otra vez.
Billy estaba de muy buen humor, ya lo había estado antes de beber la ginebra. Los rusos habían demostrado que todavía era posible derrocar a los tiranos.
Estaban cantando «La roja bandera» cuando el conde Fitzherbert rodeó la barrera de protección cojeando y chapoteando en el fango. Lo habían ascendido a coronel y se había vuelto más arrogante que nunca.
– ¡Silencio, hombres! – gritó.
Los cánticos se fueron apagando.
– ¡Estamos celebrando el derrocamiento del zar de Rusia! – dijo Billy.
– Era un monarca legítimo, y quienes lo han depuesto no son más que criminales. Basta de canciones – replicó Fitz, furioso.
El desprecio de Billy por el conde aumentó un poco más.
– Era un tirano que asesinó a miles de sus súbditos. Hoy, todos los hombres civilizados tienen un motivo de alegría.
Fitz lo miró más detenidamente. Ya no llevaba el parche, pero el párpado izquierdo le había quedado caído, aunque no parecía que le afectara a la visión.
– Sargento Williams… Tendría que haberlo adivinado. Te conozco… a ti y a tu familia.
«Y que lo digas», pensó Billy.
– Tu hermana es una agitadora pacifista.
– Igual que la suya, señor – contestó Billy, y Robin Mortimer rió a carcajadas, aunque calló enseguida.
– Como digas una sola palabra insolente más, quedarás arrestado – le dijo Fitz a Billy.
– Lo siento, señor – dijo Billy.
– Y ahora, calmaos. Todos. Y se acabaron las canciones. – Fitz se alejó.
– Larga vida a la revolución – dijo Billy en voz baja.
Fitz fingió no oírlo.
En Londres, la princesa Bea gritó:
– ¡No!
– Intenta tranquilizarte – dijo Maud, que acababa de darle la noticia.
– ¡No pueden! – gritó Bea -. ¡No pueden obligar a abdicar a nuestro amado zar! ¡Es el padre de su pueblo!
– Puede que sea lo mejor…
– ¡No te creo! ¡Es una horrenda mentira!
Se abrió la puerta y Grout asomó la cabeza con aspecto preocupado.
Bea agarró un jarrón japonés que contenía un arreglo de hierbas secas y lo lanzó al otro lado de la estancia. Se hizo añicos al estrellarse contra la pared.
Maud le dio unas palmaditas en el hombro a su cuñada.
– Ya está, ya está – dijo.
No estaba muy segura de qué más podía hacer. Ella se sentía encantada con el derrocamiento del zar, pero aun así se compadecía de Bea, a quien acababan de destruirle toda una forma de vida.
Grout le hizo señas con un dedo a una criada, y la chica entró. El mayordomo le señaló el jarrón roto y la doncella empezó a recoger los añicos.
Los enseres del té estaban ya dispuestos en una mesita: tazas, platitos, teteras, jarritas de leche y nata, azucareros. Bea lo lanzó todo al suelo violentamente.
– ¡Esos revolucionarios van a matar a todo el mundo!
El mayordomo se arrodilló y se puso a recoger el estropicio.
– No te exaltes – le pidió Maud.
Bea se echó a llorar.
– ¡La pobre zarina! ¡Y sus hijos! ¿Qué será de ellos?
– A lo mejor deberías echarte un rato. Vamos, te acompañaré a tu dormitorio. – Cogió a Bea del codo, y la princesa dejó que se la llevara de allí.
– Es el fin de todo – dijo entre sollozos.
– No te preocupes – repuso Maud -. A lo mejor es un nuevo comienzo.
Ethel y Bernie estaban en Aberowen. Era una especie de luna de miel. A Ethel le estaba gustando mostrarle a Bernie los lugares de su infancia: la bocamina, el templo, el colegio. Incluso se lo llevó a visitar Ty Gwyn – Fitz y Bea no estaban en la casa -, aunque no le enseñó la Suite Gardenia.
Dormían en casa de la familia Griffiths, que habían vuelto a ofrecerle a Ethel la habitación de Tommy, con lo que evitaban molestar al abuelo. Estaban en la cocina de la señora Griffiths cuando su marido, Len, socialista ateo y revolucionario, irrumpió agitando un periódico en la mano.
– ¡El zar ha abdicado! – exclamó.
Todos lo aclamaron y aplaudieron. Llevaban una semana oyendo hablar de los disturbios de Petrogrado, y Ethel se había preguntado en qué terminarían.
– ¿Quién se ha hecho con el poder? – preguntó Bernie.
– Un gobierno provisional encabezado por el príncipe Lvov – contestó Len.
– Entonces no es tan gran triunfo para el socialismo – dijo Bernie.