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Recogió una rama del suelo y se la lanzó a Pierre. El perro saltó a por ella y se la trajo de vuelta con orgullo. Walter se agachó para darle unas palmaditas en la cabeza y, al erguirse de nuevo, Monika estaba muy cerca de él.

– Me gustas, Walter – dijo, mirándolo muy fijamente con sus ojos color ámbar -. Tengo la sensación de que nunca nos quedamos sin tema de conversación.

Él sentía lo mismo, y también sabía que, si intentaba besarla en ese momento, ella se lo permitiría.

Se apartó.

– También tú me gustas a mí – aseguró -. Y me gusta tu perro. – Se echó a reír para hacer notar que hablaba desenfadadamente.

Aun así, vio que sus palabras habían herido a Monika, que se mordió el labio y se volvió de espaldas. Acababa de rozar el límite del atrevimiento que una muchacha de buena educación no podía rebasar, y él la había rechazado.

Siguieron paseando. Tras un largo silencio, Monika dijo:

– Me pregunto qué secreto guardas.

«Dios mío – pensó él -. Qué lista es.»

– No guardo ningún secreto – mintió -. ¿Y tú?

– Ninguno que valga la pena contar. – Levantó una mano y se la pasó a él por el hombro, como quitándole algo -. Una abeja – dijo.

– Es todavía muy pronto para que haya abejas.

– A lo mejor es que este año el verano se va a adelantar.

– No hace tanto calor.

Ella fingió sentir un escalofrío.

– Tienes razón, hace fresco. ¿Querrías ir a buscarme un chal? Si vas a la cocina y se lo pides a la doncella, te dará uno.

– Desde luego.

No hacía frío, pero un caballero nunca se negaba a atender una petición así, por muy antojadiza que fuera. Era evidente que Monika quería estar unos momentos a solas.

Walter caminó de vuelta a la casa. Estaba obligado a rechazar las insinuaciones de ella, pero le dolía herirla. Era cierto que hacían muy buena pareja (sus madres tenían mucha razón en eso) y estaba claro que Monika no lograba comprender por qué Walter no hacía más que apartarse de ella.

Entró en la casa y bajó al sótano por la escalera trasera. Allí encontró a una anciana criada vestida de negro y con cofia de encaje que fue a buscarle un chal.

Walter esperó en el vestíbulo. Aquella casa tenía una moderna decoración Jugendstil, que había puesto fin a las florituras rococó que tanto adoraban los padres de él y que se decantaba por las salas bien iluminadas y de colores suaves. El vestíbulo con columnas era todo él de un frío mármol gris, y con alfombras color champiñón.

Walter tenía la sensación de que Maud estaba a un millón de kilómetros, en otro planeta. Y así era, en cierto modo, puesto que el mundo de antes de la guerra no volvería jamás. Hacía casi tres años que no veía a su mujer ni recibía noticias suyas, y existía la posibilidad de que nunca volvieran a estar juntos. Aunque su recuerdo no se había desvanecido (jamás olvidaría la pasión que habían compartido ambos), le angustiaba darse cuenta de que sí le resultaba muy difícil rememorar los delicados detalles de los momentos que habían pasado juntos: qué vestido había llevado puesto ella, dónde habían estado cuando se habían besado o se habían dado la mano, qué habían comido o bebido o comentado cuando coincidían en aquellas interminables veladas londinenses, que eran todas iguales. A veces se le cruzaba por la cabeza que la guerra los había divorciado, por así decir. Sin embargo, enseguida desterraba ese pensamiento: era vergonzosamente desleal.

La criada le entregó un chal de cachemir amarillo. Walter volvió con Monika y la encontró sentada en el tocón de un árbol, con Pierre a sus pies. Le dio el chal y ella se lo echó sobre los hombros. Ese color le sentaba bien, hacía que sus ojos relucieran y su piel brillara.

La chica tenía una extraña expresión en el rostro, y entonces le entregó a Walter su cartera.

– Debe de habérsete caído de la americana – dijo.

– Vaya, gracias. – Él volvió a guardarla en el bolsillo interior de su americana, que todavía llevaba echada sobre un hombro.

– Volvamos dentro – añadió Monika.

– Como desees.

El ánimo de la muchacha había cambiado. A lo mejor sencillamente había decidido darse por vencida. Aparte de eso, ¿qué más podía haber sucedido?

A Walter se le pasó por la cabeza una idea espantosa. ¿De verdad se le había caído la cartera de la americana? ¿O se la había hurtado ella, con mano de carterista, cuando le había apartado del hombro aquella improbable abeja?

– Monika – dijo. Se detuvo y se volvió hacia ella -. ¿Has curioseado en mi cartera?

– Has dicho que no tenías secretos – contestó la joven, que se puso muy colorada.

Debía de haber visto el recorte de periódico que llevaba encima: «Lady Maud Fitzherbert siempre va vestida a la última moda».

– Eso ha sido muy descortés por tu parte – le espetó Walter enfadado.

Estaba furioso sobre todo consigo mismo. No debería conservar esa foto incriminatoria.

Si Monika era capaz de adivinar su significado, también otros podrían hacerlo y, entonces, caería en desgracia y lo expulsarían del ejército. Puede que lo acusaran de alta traición y lo encarcelaran, o que lo ejecutaran incluso.

Había sido un necio. Sin embargo, sabía que jamás se desharía de esa fotografía. Era todo lo que tenía de Maud.

Monika le puso una mano en el brazo.

– Nunca había hecho nada semejante en toda mi vida, y me avergüenzo de ello. Pero debes comprender lo desesperada que me encontraba. Ay, Walter, me sería tan fácil enamorarme de ti… Y veo que también tú podrías amarme… Lo veo, en tus ojos y por la forma en que sonríes cuando me ves. ¡Pero no me decías nada! – Se le saltaban las lágrimas -. Me estaba volviendo loca.

– Lo siento mucho. – Ya no podía sentirse indignado. Monika había sobrepasado las fronteras del decoro y le había abierto su corazón. Se sentía muy triste por ella, triste por los dos.

– Tenía que comprender por qué no haces más que apartarte de mí. Ahora lo veo, desde luego. Es muy guapa. Incluso se parece un poco a mí. – Se secó las lágrimas -. Ella te encontró antes que yo, nada más. – Se quedó mirándolo con esos penetrantes ojos ámbar -. Supongo que estáis prometidos.

Walter no podía mentirle a alguien que estaba siendo tan sincero con él. No sabía qué decir.

Ella adivinó el motivo de su titubeo.

– ¡Ay, Dios mío! – exclamó -. Estáis casados, ¿verdad?

Aquello era un desastre.

– Si se llegara a saber, me vería en serios apuros.

– Ya lo sé.

– ¿Puedo confiar en ti para que guardes mi secreto?

– ¿Cómo puedes preguntarlo? – replicó ella -. Eres el mejor hombre que he conocido jamás. No haría nada que pudiera perjudicarte. No diré una sola palabra.

– Gracias. Sé que mantendrás tu promesa.

Monika apartó la mirada e intentó contener las lágrimas.

– Vayamos dentro.

Ya en el vestíbulo, le dijo:

– Ve tú delante. Tengo que lavarme la cara.

– Está bien.

– Espero… – Su voz se deshizo en un sollozo -. Espero que sepa lo afortunada que es – murmuró. Después dio media vuelta y entró en una sala auxiliar.

Walter se puso la americana y se serenó antes de subir la escalera de mármol. La sala de estar estaba decorada en ese mismo estilo sobrio, con madera rubia y unas cortinas de un turquesa pálido. Decidió que los padres de Monika tenían mejor gusto que los suyos.

Su madre lo miró y al instante supo que algo iba mal.

– ¿Dónde está Monika? – preguntó con brusquedad.