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Von Ulrich se hizo pasar por un modesto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores al que le habían encargado la tarea de ocuparse de todas las gestiones prácticas necesarias para el viaje de los bolcheviques por Alemania. Lenin le había dirigido una mirada dura e inquisitiva, adivinando a todas luces que en realidad era algún tipo de agente de espionaje.

Viajaron hasta Schaffhausen, en la frontera, donde hicieron transbordo y subieron a un tren alemán. Todos hablaban algo de alemán, ya que habían vivido en la zona germanohablante de Suiza. El propio Lenin lo dominaba bastante. Era un lingüista destacado, según había descubierto Walter. Hablaba francés con fluidez, un inglés aceptable y leía a Aristóteles en griego antiguo. La idea que tenía Lenin de la relajación era sentarse un par de horas con un diccionario de un idioma extranjero.

En Gottmadingen volvieron a cambiar de tren y subieron a uno que tenía un vagón especialmente precintado para ellos, como si fueran portadores de una enfermedad infecciosa. Tres de sus cuatro puertas estaban atrancadas. La cuarta quedaba junto al compartimiento en que dormía Walter. Lo habían dispuesto así para tranquilizar a las preocupadísimas autoridades alemanas, pero no era necesario: los rusos no tenían deseo alguno de escapar, querían regresar a casa.

Lenin y su mujer, Nadia, disfrutaban de una estancia para ellos solos, pero los demás habían tenido que conformarse con un compartimiento para cada cuatro. «Bien por el igualitarismo», pensó Walter con cinismo.

A medida que el tren cruzaba Alemania de sur a norte, Walter empezó a sentir la fortaleza de carácter que se ocultaba bajo el anodino exterior de Lenin. Al bolchevique no le interesaban la comida, la bebida, la comodidad ni los bienes materiales. La política ocupaba todo su día. Siempre estaba discutiendo sobre política, escribiendo sobre política o pensando sobre política y haciendo anotaciones. Walter se fijó en que, en las discusiones, Lenin siempre parecía saber más que sus camaradas y haber reflexionado más y durante más tiempo que nadie… a menos que el tema de la discusión no tuviera nada que ver ni con Rusia ni con la política, en cuyo caso estaba bastante mal informado.

Era un auténtico aguafiestas. La primera noche, un joven con gafas, Karl Rádek, estaba contando chistes en el compartimiento contiguo.

– Detienen a un hombre por gritar: «¡Nicolás es un imbécil!», y él va y le dice al policía: «Me refería a otro Nicolás, agente, no a nuestro amadísimo zar». Y el policía le contesta: «¡Embustero! ¡Está claro que, si le has llamado imbécil, solo podías referirte al zar!».

Los compañeros de Rádek estaban desternillándose de risa, pero entonces Lenin salió de su compartimiento con cara de muy pocos amigos y les ordenó que bajaran la voz.

Al bolchevique no le gustaba el tabaco. Él lo había dejado, por insistencia de su madre, hacía treinta años. En deferencia a él, la gente fumaba en el aseo que había al final del vagón. Puesto que solo había un lavabo para treinta y dos personas, aquello ocasionaba colas y peleas. Lenin aplicó su notable intelecto a la resolución de ese problema. Cortó unos trocitos de papel y repartió a todo el mundo dos tipos de vales, unos cuantos para uso normal del lavabo y algunos menos para fumar. Así se redujo la cola y se terminaron las discusiones. Walter se quedó asombrado. El sistema funcionaba y todo el mundo parecía contento, pero no se había producido ningún debate, ningún intento de realizar una toma de decisiones colectiva. En ese grupo, Lenin era un dictador benévolo. Si alguna vez conseguía el verdadero poder, ¿dirigiría el Imperio ruso de la misma manera?

Pero ¿lograría hacerse con el poder? En caso contrario, Walter estaba perdiendo el tiempo.

Solo se le ocurría una forma de mejorar las posibilidades de Lenin, y se decidió a hacer lo posible por lograrlo.

En Berlín, bajó del tren diciéndoles a los rusos que volvería a reunirse con ellos para acompañarlos en la última etapa.

– No tarde – le dijo uno -. Partiremos otra vez dentro de una hora.

– Me daré prisa – repuso él.

El tren partiría cuando Walter lo dijera, pero eso los rusos no lo sabían.

El vagón se encontraba en un apartadero de la estación de Potsdamer Platz, y le llevó solo unos minutos llegar a pie desde allí al Ministerio de Asuntos Exteriores, en el número 76 de Wilhelmstrasse, en el corazón del viejo Berlín. El espacioso despacho de su padre tenía un pesado escritorio de caoba, un retrato del káiser y una vitrina con puertas de cristal que contenía su colección de cerámica, donde se encontraba el frutero de loza blanca del siglo XVIII que había comprado en su último viaje a Londres. Tal como había esperado Walter, Otto estaba sentado a su escritorio.

– No hay duda sobre las convicciones de Lenin – le explicó a su padre mientras tomaban un café -. Dice que han acabado con el símbolo de la opresión, el zar, sin transformar la sociedad rusa. Los obreros no han logrado hacerse con el poder: la clase media sigue dirigiéndolo todo. Además de eso, Lenin odia personalmente a Kérenski por alguna razón.

– Pero ¿conseguirá derrocar al gobierno provisional?

Walter extendió las manos en un gesto de impotencia.

– Es sumamente inteligente y resuelto; un líder nato. Nunca hace nada que no sea trabajar, pero los bolcheviques son solo un pequeño partido político de entre la docena o más que pugnan por el poder, y no hay forma de saber quién llegará a lo alto.

– De modo que todo este esfuerzo puede haber sido en balde.

– A menos que hagamos algo por ayudar a los bolcheviques a imponerse.

– ¿Como qué?

Walter inspiró hondo.

– Darles dinero.

– ¿Qué? – Otto estaba indignado -. ¿Que el gobierno de Alemania les dé dinero a unos revolucionarios socialistas?

– Recomiendo cien mil rublos, para empezar – prosiguió Walter con frialdad -. Preferiblemente en monedas de oro de diez rublos, si puede usted conseguirlas.

– El káiser nunca accedería a eso.

– ¿Acaso tiene que saberlo? Zimmermann podría aprobar la medida valiéndose de su autoridad personal.

– Jamás haría algo así.

– ¿Está seguro?

Otto miró a Walter en silencio durante largo rato, pensando.

– Se lo preguntaré – dijo al cabo.

Después de tres días en el tren, los rusos salieron de Alemania. En Sassnitz, en la costa, compraron billetes para cruzar el Báltico hasta el extremo meridional de Suecia en el ferry Queen Victoria. Walter los acompañó. La travesía fue dura y todo el mundo acabó mareado, excepto Lenin, Rádek y Zinóviev, que estaban en cubierta, enfrascados en una violenta discusión política, y no parecían darse cuenta de lo gruesa que estaba la mar.

Cogieron un tren nocturno hacia Estocolmo, donde el borgmästare, el alcalde, que era socialista, les ofreció un desayuno de bienvenida. Allí, Walter se registró en el Grand Hotel con la esperanza de encontrar una carta de Maud aguardándole. No había nada.

Sintió tal decepción que estuvo tentado de arrojarse a las frías aguas de la bahía. Esa había sido la única oportunidad de comunicarse con su esposa en casi tres años, y algo había salido mal. ¿Habría recibido ella su carta?

Aciagas fantasías lo atormentaban. ¿Lo amaría Maud todavía? ¿Se habría olvidado de él? ¿Acaso había un nuevo hombre en su vida? Walter estaba en la más completa ignorancia.

Rádek y los elegantes socialistas suecos se llevaron a Lenin, bastante en contra de su voluntad, a la sección de vestimenta masculina de los almacenes PUB. Las botas de montaña con suela de tacos que llevaba el ruso desaparecieron. Salió de allí con un abrigo de cuello de terciopelo y un sombrero nuevo. Rádek comentó que, al menos, por fin iba vestido como alguien que podía dirigir a su pueblo.