Esa tarde, al anochecer, los rusos fueron a la estación para subir a otro tren, esta vez con destino a Finlandia. Walter se despedía allí del grupo, pero los acompañó hasta la estación. Antes de que el tren partiera, mantuvo una reunión a solas con Lenin.
Se sentaron en un compartimiento, bajo una tenue luz eléctrica que relucía en la calva del ruso. Walter estaba tenso. Aquello tenía que salirle bien. De nada serviría suplicarle ni rogarle a Lenin, estaba convencido. También era evidente que no había forma de intimidar a aquel hombre, así que solo la fría lógica lograría persuadirlo.
Von Ulrich había preparado bien su parlamento.
– El gobierno alemán los está ayudando a regresar a su país – dijo -. Usted sabe que no lo estamos haciendo por buena voluntad.
Lenin lo interrumpió en un alemán muy correcto.
– ¡Creen que seremos perjudiciales para Rusia! – bramó.
Walter no lo contradijo.
– Y, aun así, han aceptado nuestra ayuda.
– ¡Por el bien de la revolución! Ese es el único baremo de lo bueno y lo malo.
– Imaginaba que diría eso. – Walter había llevado consigo una pesada maleta, y en ese momento la dejó en el suelo del vagón de tren, produciendo un sonoro golpe -. En el falso fondo de esta maleta encontrará cien mil rublos en billetes y monedas.
– ¿Qué? – Lenin solía ser imperturbable, pero de pronto parecía sobresaltado -. ¿Para qué son?
– Son para usted.
El bolchevique se sintió ofendido.
– ¿Un soborno? – preguntó con indignación.
– De ninguna manera – contestó Walter -. No tenemos ninguna necesidad de sobornarlo. Sus objetivos son los mismos que los nuestros. Usted ha exhortado al derrocamiento del gobierno provisional y el final de la guerra.
– Entonces, ¿por qué?
– Para propaganda. Para colaborar en la difusión de su mensaje. Es el mismo mensaje que también nosotros quisiéramos transmitir. La paz entre Alemania y Rusia.
– ¡Para poder ganar su guerra capitalista-imperialista contra Francia!
– Tal como le he dicho, no los estamos ayudando por buena voluntad… y tampoco esperarían ustedes que lo hiciéramos. Se trata de pragmatismo político, nada más. Por el momento, sus intereses coinciden con los nuestros.
Lenin puso la misma cara que cuando Rádek había insistido en que se comprara ropa nueva: aborrecía la idea, pero no podía negar que tenía sentido.
– Les entregaremos más o menos la misma cantidad de dinero una vez al mes… siempre y cuando, desde luego, ustedes continúen haciendo campaña activamente por la paz – dijo Walter.
Se produjo un largo silencio.
– Dice usted que el éxito de la revolución es el único baremo de lo bueno y lo malo. En tal caso, debería aceptar el dinero – añadió después.
Fuera, en el andén, sonó un silbato.
Walter se levantó.
– Debo dejarlos ya. Adiós, y buena suerte.
Lenin se quedó mirando la maleta del suelo y no contestó.
El joven alemán salió del compartimiento y bajó del tren.
Se volvió y echó la mirada atrás, hacia la ventanilla del compartimiento de Lenin. Casi esperaba que se abriera y ver salir la maleta volando por ella.
Se oyó otro silbido y un pitido. Los vagones dieron una sacudida y se pusieron en marcha, y el tren salió de la estación echando vapor, lentamente, con Lenin, los demás exiliados rusos y el dinero a bordo.
Walter se sacó el pañuelo del bolsillo del pecho de su abrigo y se secó la frente. A pesar del frío, estaba sudando.
Fue andando desde la estación hasta el Grand Hotel a lo largo de los muelles. Estaba oscuro y soplaba un frío viento del este que venía del Báltico. Debería haber estado exultante: ¡acababa de sobornar a Lenin! Sin embargo, sentía una especie de anticlímax, además de estar más deprimido de lo que debiera a causa del silencio de Maud. Había una docena de razones posibles por las que no le había mandado una carta. No tenía por qué dar por sentado lo peor, pero él había estado peligrosamente cerca de acabar enamorándose de Monika, así que ¿por qué no habría de haberle sucedido a Maud algo parecido? No podía evitar sentir que debía de haberlo olvidado.
Decidió que esa noche se emborracharía.
En recepción le entregaron una nota mecanografiada: «Por favor, pase por la suite 201, donde tienen un mensaje para usted». Supuso que sería algún funcionario de Asuntos Exteriores. Tal vez habían cambiado de opinión acerca de su apoyo a Lenin. En tal caso, llegaban tarde.
Subió por la escalera y llamó a la puerta de la 201.
– ¿Sí? – dijo desde dentro, en alemán, una voz amortiguada.
– Walter von Ulrich.
– Adelante, está abierto.
Entró y cerró la puerta. La suite estaba iluminada por la luz de unas velas.
– ¿Tienen aquí un mensaje para mí? – preguntó Walter, esforzándose por ver en la penumbra.
Una figura se levantó de una silla. Era una mujer y estaba de espaldas, pero en ella vio algo que le hizo dar un vuelco a su corazón. La mujer volvió el rostro hacia él.
Era Maud.
Walter se quedó boquiabierto. Estaba paralizado.
– Hola, Walter.
Pero entonces Maud perdió el control sobre sí misma y se lanzó a los brazos de él.
El familiar aroma de su esposa abrumó su sentido del olfato, y entonces Walter empezó a besarle el pelo y acariciarle la espalda. No podía hablar, por miedo a echarse a llorar. Estrechó el cuerpo de Maud contra el suyo, apenas capaz de creer que de verdad fuera ella, que de verdad la estuviera abrazando y acariciando, algo que tan dolorosamente había ansiado durante casi tres años. La joven alzó la mirada hacia él con los ojos anegados de lágrimas, y él contempló su rostro y se embebió de él. Era la misma pero diferente: estaba más delgada y tenía unas tenuísimas arrugas bajo los ojos, donde antes no las había, pero, aun así, su mirada era penetrante e inteligente como siempre.
– Fijó la vista en mi rostro recorriéndolo con atención, como si hubiese de retratarlo – le dijo Maud en inglés.
Él sonrió.
– No somos Hamlet y Ofelia, así que, por favor, no te metas en un convento.
– Dios mío, cómo te he echado de menos.
– Y yo a ti. Esperaba recibir una carta… pero ¡esto! ¿Cómo te las has ingeniado?
– Dije en la oficina de pasaportes que me proponía entrevistarme con algunos políticos escandinavos para tratar el tema del voto para la mujer. Después coincidí con el ministro del Interior en una fiesta y le susurré algo al oído.
– ¿Cómo has llegado hasta aquí?
– Todavía hay vapores de pasajeros.
– Pero es demasiado peligroso. Nuestros submarinos lo están hundiendo todo.
– Ya lo sé. Me he arriesgado. Estaba desesperada. – Se echó a llorar.
– Ven, siéntate. – Rodeándole todavía la cintura con un brazo, la acompañó al sofá que había al otro lado de la habitación.
– No – dijo ella cuando estaban a punto de sentarse -. Hemos esperado demasiado tiempo, desde antes de la guerra. – Le cogió la mano y se lo llevó hacia el dormitorio por una puerta interior. En la chimenea chisporroteaban varios troncos -. No perdamos más tiempo.
Ven a la cama.
Grigori y Konstantín formaban parte de la delegación del Sóviet de Petrogrado que acudió a la estación de Finlandia ya entrada la noche del lunes 16 de abril para darle la bienvenida al país a Lenin.
La mayoría de los delegados nunca habían visto al gran hombre, que, salvo algunos meses, había pasado los últimos diecisiete años en el exilio. Grigori tenía once años cuando Lenin se fue. No obstante, lo conocía por su reputación, igual que lo conocían, por lo visto, los miles de personas que se habían dado cita en la estación para recibirlo. ¿Por qué tantos?, se preguntó Grigori. A lo mejor ellos, igual que él, se sentían descontentos con el gobierno provisional, desconfiaban de los ministros de clase media y estaban furiosos al ver que no habían puesto fin a la guerra.