La estación de Finlandia se encontraba en el distrito de Viborg, cerca de las fábricas textiles y los barracones del 1er Regimiento de Artillería. Una muchedumbre había tomado la plaza. Grigori no esperaba ningún acto de traición, pero le había dicho a Isaak que desplegara un par de pelotones y varios carros blindados para que montaran guardia, solo por si acaso. En el tejado del edificio había un reflector, y alguien estaba enfocando con él a la masa de personas que esperaban en la oscuridad.
Dentro, la estación estaba abarrotada de obreros y soldados, todos ellos enarbolando banderas y estandartes rojos. Una banda militar tocaba música. Cuando faltaban veinte minutos para las doce, dos unidades de marineros formaron en el andén como guardia de honor. La delegación del Sóviet aguardaba en la grandiosa sala de espera que antiguamente había estado reservada para el zar y la familia real, pero Grigori salió al andén con la muchedumbre.
Rondaba la medianoche cuando Konstantín señaló a donde la vía se perdía de vista, y Grigori, siguiendo la dirección de su dedo, vio las lejanas luces de un tren. Un murmullo de expectación se levantó de entre los que esperaban. La locomotora entró en la estación expulsando vapor y tosiendo humo, y se detuvo con un silbido. Llevaba el número 293 pintado al frente.
Tras una pausa, un hombre bajo y fornido, vestido con un abrigo de lana cruzado y un sombrero de fieltro, bajó del tren. Grigori pensó que no podía tratarse de Lenin; ¿cómo iba a vestir las prendas de la clase dirigente? Una joven se adelantó y le entregó un ramo, que él aceptó frunciendo el entrecejo con descortesía. Sí que era Lenin.
Detrás de él bajó Lev Kámenev, a quien el Comité Central Bolchevique había enviado para reunirse con el cabecilla ya en la frontera, por si había algún problema; aunque, de hecho, nadie había puesto ninguna pega al regreso de Lenin. Kámenev le indicó entonces con un gesto que debían dirigirse a la sala de espera real.
Sin embargo, Lenin le volvió la espalda con bastante brusquedad y se dirigió a los marineros:
– ¡Camaradas! – exclamó -. ¡Os han engañado! Vosotros habéis hecho la revolución… ¡y los traidores del gobierno provisional os han robado sus frutos!
Kámenev se quedó blanco. Casi todas las personas de izquierdas habían adoptado la política de respaldar al gobierno provisional, al menos por el momento.
Grigori, no obstante, estaba encantado. Él no creía en la democracia burguesa. En 1905, el Parlamento tolerado por el zar había sido una farsa y había quedado despojado de todo poder en cuanto los disturbios terminaron y todo el mundo volvió a trabajar. Este otro gobierno provisional iba camino de correr la misma suerte.
Y, de repente, alguien tenía las agallas de decirlo.
Grigori y Konstantín siguieron a Lenin y a Kámenev a la sala de recepción. La muchedumbre intentó apretarse para entrar tras ellos, pero en la estancia pronto no cupo ni un alfiler. El presidente del Sóviet de Petrogrado, Nikolái Chjeidze, con sus grandes entradas y su cara de rata, dio un paso al frente. Le estrechó la mano a Lenin y dijo:
– En nombre del Sóviet de Petrogrado y de la revolución, celebramos tu llegada a Rusia. Pero…
Grigori miró a Konstantín y enarcó las cejas. Ese «pero» parecía inapropiado, tan al principio de un discurso de bienvenida. El delgado Konstantín se encogió de hombros.
– Pero creemos que el principal cometido de la democracia revolucionaria consiste ahora en defender nuestra revolución contra todo ataque… – Chjeidze hizo una pausa y luego, con énfasis, añadió -: ya sea procedente del interior o del exterior.
– Esto no es una bienvenida, es una advertencia – murmuró Konstantín.
– Creemos que, para conseguirlo, no es la desunión, sino la unidad, lo que necesitamos por parte de todos los revolucionarios. Esperamos que, de acuerdo con nosotros, tú también persigas nuestros mismos objetivos.
Se produjo un educado aplauso entre algunos hombres de la delegación.
Lenin esperó antes de contestar. Observó los rostros que tenía alrededor y miró a la magnífica decoración del techo. Después, con un gesto que pareció un insulto deliberado, le volvió la espalda a Chjeidze y habló para el público:
– ¡Camaradas, soldados, marineros y obreros! – vociferó, excluyendo abiertamente a los parlamentarios de clase media -. Os saludo como la vanguardia del Ejército Proletario del Mundo. Hoy, o tal vez mañana, puede que todo el imperialismo europeo se derrumbe. La revolución que vosotros habéis logrado ha iniciado una nueva época. ¡Larga vida a la Revolución Socialista Mundial!
Lo aclamaron. Grigori estaba algo espantado. La revolución solo había salido adelante en Petrogrado… y su resultado todavía era bastante dudoso. ¿Cómo podían pensar en una revolución mundial? Sin embargo, la idea lo entusiasmó de todas formas. Lenin tenía razón: toda la gente debería volverse en contra de los dirigentes que habían enviado a tantos hombres a morir en esa guerra mundial que carecía de sentido.
Lenin echó a andar alejándose de la delegación y salió a la plaza.
Un rugido se levantó en la muchedumbre que esperaba allí. Las tropas de Isaak subieron a Lenin al techo reforzado de un carro blindado. El reflector lo enfocaba. Se quitó el sombrero.
Su voz era un bramido monótono, pero sus palabras desprendían electricidad.
– ¡El gobierno provisional ha traicionado la revolución! – gritó.
Todos lo vitorearon. Grigori no salía de su asombro: no se había dado cuenta de la cantidad de gente que pensaba igual que él.
– Esta guerra es una guerra imperialista y depredadora. No queremos formar parte de esta vergonzosa carnicería humana imperialista. ¡Con el derrocamiento del capital podemos alcanzar una paz democrática!
Esa frase arrancó un rugido aún mayor.
– ¡No queremos las mentiras ni los fraudes de un Parlamento burgués! La única forma de gobierno posible es un Sóviet de Diputados Obreros. Debemos tomar todos los bancos y someterlos al control del Sóviet. Toda la propiedad privada debe ser confiscada. ¡Y todos los oficiales del ejército deben ser electos!
Eso era exactamente lo que pensaba Grigori, y vitoreó y alzó su mano igual que todos los demás de aquel gentío.
– ¡Larga vida a la revolución!
La muchedumbre enloqueció.
Lenin bajó como pudo de lo alto del vehículo y entró en el carro blindado, que arrancó y avanzó al paso. La multitud lo rodeó y lo siguió, agitando banderas rojas. La banda militar se unió al desfile, tocando una marcha.
– ¡Este es el hombre que quiero! – exclamó Grigori.
– ¡Y yo! – repuso Konstantín.
Y siguieron el desfile.
Capítulo 25
Mayo y junio de 1917
El Monte Carlo, el club nocturno de Buffalo, tenía un aspecto horrible a plena luz del día, pero aun así a Lev Peshkov le gustaba. La carpintería estaba rayada, la pintura desconchada, la tapicería manchada, y había colillas de cigarrillo por toda la moqueta; sin embargo, Lev lo consideraba el paraíso. Cuando entró le dio un beso a la chica del guardarropa, un puro al portero, y le dijo al camarero que tuviera cuidado al levantar una caja.
El trabajo de gerente de club nocturno era ideal para él. Su principal responsabilidad era cerciorarse de que nadie robaba. Puesto que él mismo era ladrón, sabía cómo hacerlo. Por lo demás, tan solo debía asegurarse de que hubiera suficiente bebida en la barra y un grupo decente en el escenario. Aparte de su sueldo, tenía cigarrillos gratis y todo el alcohol que pudiera beber sin caerse al suelo. Siempre llevaba un traje de noche formal, que lo hacía sentirse como un príncipe. Josef Vyalov le permitía dirigir el negocio sin meter baza. Mientras hubiera beneficios, su suegro no mostraba un gran interés por el club, tan solo aparecía de vez en cuando con sus compinches para ver la actuación.