Vyalov le mostró la fábrica. Lev habría preferido no llevar su esmoquin. Sin embargo, el lugar no era como la fábrica Putílov por dentro. Estaba mucho más limpio. No había niños corriendo. Aparte de los hornos, todo funcionaba con electricidad. Allí donde los rusos tenían que recurrir a doce hombres para tirar de una cuerda y levantar la caldera de una locomotora, ahí era una grúa eléctrica la que levantaba la enorme hélice de un barco.
Vyalov señaló a un hombre calvo que llevaba camisa de cuello y corbata bajo el mono de trabajo.
– Ese es tu enemigo – dijo -. Brian Hall, secretario de la filial local del sindicato.
Lev miró fijamente a Hall. El hombre estaba ajustando una troqueladora, apretando una tuerca con una llave inglesa larga. Tenía un aire agresivo y, cuando alzó los ojos y vio a Lev y Vyalov, les lanzó una mirada desafiante, como si estuviera a punto de preguntarles si habían ido a buscar problemas.
Vyalov alzó la voz para hacerse oír a pesar del estruendo de la trituradora.
– Ven aquí, Hall.
El hombre se tomó su tiempo: dejó la llave inglesa en la caja de herramientas y se limpió las manos con un trapo antes de acercarse a Vyalov.
– Este es tu nuevo jefe, Lev Peshkov.
– ¿Qué tal? – le dijo Hall a Lev, y se volvió hacia Vyalov -. Esta mañana Peter Fisher se ha hecho un corte muy feo en la cara por culpa de una esquirla de acero. Hemos tenido que llevarlo al hospital.
– Siento lo que ha sucedido – dijo Vyalov -. La metalurgia es una industria peligrosa, pero no obligamos a nadie a trabajar aquí.
– No le dio en el ojo de milagro – replicó Hall, indignado -. Deberíamos llevar gafas protectoras.
– Desde que estoy aquí nadie ha perdido un ojo.
Hall se enfureció rápidamente.
– ¿Tenemos que esperar a que alguien se quede ciego para comprar gafas?
– ¿Cómo voy a saber, si no, que las necesitáis?
– Un hombre a quien nunca han robado no deja de poner por ello un cerrojo en la puerta de su casa.
– Pero lo paga de su bolsillo.
Hall asintió como si no hubiera esperado una respuesta mejor y, con un aire de resignada sabiduría, regresó a su máquina.
– Siempre andan pidiendo cosas – le explicó Vyalov a Lev.
Lev dedujo que su suegro quería que tuviera mano dura. Pues bien, sabía cómo hacerlo. Era el modo en que se dirigían todas las fábricas de Petrogrado.
Salieron de la fábrica y tomaron Delaware Avenue. Lev supuso que volvían a casa a cenar. A Vyalov jamás se le pasaría por la cabeza preguntarle si le parecía bien. Era un hombre que tomaba decisiones por todo el mundo.
Al llegar a casa Lev se quitó los zapatos, que estaban sucios debido a la visita a la fundición, se puso un par de zapatillas bordadas que Olga le había regalado en Navidad y se fue a la habitación del bebé, donde encontró a Lena, la madre de Olga, con Daisy.
– ¡Mira, Daisy, tu padre está aquí!
La hija de Lev tenía ya catorce meses y empezaba a dar sus primeros pasos. Cruzó la habitación tambaleándose para dirigirse a su padre, sonriendo, se cayó y se puso a llorar. Lev la tomó en brazos y le dio un beso. Jamás había mostrado el menor interés por los bebés o los niños, pero Daisy le había robado el corazón. Cuando se ponía tozuda y no quería irse a la cama, y nadie era capaz de calmarla, Lev la acunaba, le murmuraba palabras cariñosas y le cantaba fragmentos de canciones populares rusas, hasta que se le cerraban los ojos, su pequeño cuerpo se relajaba y caía dormida en los brazos de su padre.
– ¡Se parece a su padre y es tan guapa como él! – dijo Lena.
Lev creía que su hija simplemente parecía un bebé, pero no contradijo a su suegra. Lena lo adoraba. Coqueteaba con él, lo manoseaba y lo besaba cuando se le presentaba la menor oportunidad. Estaba enamorada de él, aunque, sin duda, la mujer creía que no mostraba nada más que afecto familiar.
En el otro lado de la habitación había una chica rusa llamada Polina. Era la niñera, pero no trabajaba demasiado: Olga y Lena pasaban gran parte del tiempo cuidando de Daisy. Lev le dio el bebé a Polina. Cuando se la entregó, la niñera lo miró a los ojos. Era la típica belleza rusa, rubia y con los pómulos altos. Por un instante, Lev se preguntó si podría tener una aventura con ella sin que lo descubrieran. La chica tenía un pequeño dormitorio. ¿Podría entrar en él sin que nadie lo viera? Quizá valía la pena correr el riesgo: la mirada que le había lanzado estaba preñada de ansia.
Olga entró y lo hizo sentirse culpable.
– ¡Qué sorpresa! – exclamó cuando lo vio -. Creía que no volverías hasta las tres de la madrugada.
– Tu padre me ha asignado otra tarea – dijo agriamente -. Ahora dirijo la fundición.
– Pero ¿por qué? Creía que estabas haciendo un buen trabajo en el club.
– No lo sé – mintió Lev.
– Quizá es por el llamamiento a filas – dijo Olga. El presidente Wilson había declarado la guerra contra Alemania y estaba a punto de decretar el reclutamiento obligatorio -. La fundición será clasificada como una industria de guerra esencial. Papá quiere mantenerte fuera del ejército.
Lev sabía por los periódicos que las juntas locales de reclutamiento serían las encargadas de llevar a cabo el proceso. Vyalov estaba seguro de que tenía al menos un amigo en la junta que sería capaz de solucionar cualquier cuestión que le planteara. Así era como funcionaba esa ciudad. Sin embargo, Lev no sacó a Olga de su equívoco. Necesitaba una tapadera que no implicara a Marga, y Olga había inventado una.
– Claro – dijo -. Supongo que debe de haber sido por eso.
– Papá – balbuceó entonces Daisy.
– ¡Qué niña tan lista! – exclamó Polina.
– Estoy segura de que harás un buen trabajo al mando de la fundición – lo animó Olga.
Lev le lanzó su mejor sonrisa tímida americana.
– Lo haré tan bien como sepa – dijo.
Gus Dewar tenía la sensación de que la misión europea que le había encomendado el presidente había sido un fracaso. «¿Un fracaso? – preguntó Woodrow Wilson -. ¡Claro que no! Lograste que los alemanes presentaran una oferta de paz. No es culpa tuya que los británicos y los franceses les dijeran que se fueran al diablo. Puedes acompañar a un caballo hasta el agua, pero no puedes obligarlo a beber.» Aun así, lo cierto era que Gus ni tan siquiera había logrado un acercamiento entre ambas partes para que iniciaran unas negociaciones preliminares.
De modo que estaba ansioso por tener éxito en la nueva tarea que Wilson le había encargado.
– La Metalurgia Buffalo ha cerrado por huelga – dijo el presidente -. Tenemos barcos, aviones y vehículos militares parados en las cadenas de producción esperando las hélices y los ventiladores que fabrican. Tú eres de Buffalo, ve allí y haz que regresen al trabajo.
En la primera noche en su ciudad, Gus fue a cenar a casa de Chuck Dixon, su rival en el pasado en la lucha por el corazón de Olga Vyalov. Chuck y su reciente esposa, Doris, tenían una mansión victoriana en Elmwood Avenue, calle que discurría paralela a Delaware Avenue; él tomaba el tren de Belt Line todas las mañanas para ir a trabajar al banco de su padre.
Doris era una chica guapa que se parecía un poco a Olga, y mientras Gus observaba a los recién casados se preguntó hasta qué punto le gustaría aquella vida hogareña. En el pasado había soñado con despertarse cada mañana junto a Olga, pero aquello había sido dos años atrás, y como los efectos de la fascinación se habían desvanecido, creía que prefería su apartamento de soltero de la calle Dieciséis de Washington.
Cuando se sentaron para comer el filete con puré de patatas, Doris preguntó:
– ¿Qué ha sucedido con la promesa del presidente Wilson de mantenernos al margen de la guerra?