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– Hay que confiar en él – dijo Gus con suavidad -. Durante tres años ha hecho campaña a favor de la paz. Lo que ocurre es que no lo han escuchado.

– Eso no significa que debamos entrar en combate.

– ¡Cariño, los alemanes están hundiendo barcos estadounidenses! – espetó Chuck con impaciencia.

– ¡Pues entonces que les digan a los barcos estadounidenses que se alejen de la zona de guerra!

Doris parecía enfadada, y Gus supuso que no era la primera vez que mantenían esa discusión. Sin duda, su ira se alimentaba del temor a que llamaran a filas a Chuck.

Gus opinaba que aquellos temas tenían demasiados matices como para caer en declaraciones apasionadas sobre lo que estaba bien y mal.

– Bueno, es una alternativa – dijo sin perder la compostura -, y el presidente la tuvo en cuenta. Pero eso implicaría aceptar que Alemania tiene el poder para decirnos a dónde pueden ir los barcos estadounidenses y a dónde no.

– ¡No podemos permitir que Alemania ni ningún otro país nos intimide de ese modo! – exclamó Gus, indignado.

Doris se mostraba inflexible.

– Si con ello se pueden salvar vidas, ¿por qué no?

– La mayoría de los norteamericanos comparte la opinión de Chuck.

– Eso no significa que esté bien.

– Wilson cree que un presidente debe hacer frente a la opinión pública como un velero al viento: debe aprovecharse de ella, pero nunca ir directamente en contra de ella.

– Entonces, ¿por qué tiene que haber reclutamiento obligatorio? Eso convierte a los hombres de nuestro país en esclavos.

Chuck volvió a meter baza.

– ¿No crees que todos deberíamos ser responsables por igual de la defensa de nuestro país?

– Tenemos un ejército profesional. Al menos esos hombres se enrolaron de forma voluntaria.

– Tenemos un ejército de ciento treinta mil hombres, una cifra insignificante en esta guerra. Necesitaremos al menos un millón.

– Para que mueran muchos hombres más – dijo Doris.

– Puedo asegurarte que en el banco estamos encantados. Hemos prestado mucho dinero a compañías estadounidenses que están pertrechando a los aliados. Si ganan los alemanes, y los británicos y los gabachos no pueden pagar sus deudas, nos veremos en problemas.

– No lo sabía – admitió Doris, pensativa.

Chuck le dio unas palmaditas en la mano.

– No te preocupes, cariño. No va a suceder. Los aliados ganarán, sobre todo si los Estados Unidos de América los ayudan.

– Hay otra razón para que entremos en combate – dijo Gus -. Cuando se acabe el conflicto bélico, Estados Unidos podrá tomar parte como igual en los acuerdos de posguerra. Tal vez no parezca algo muy importante, pero Wilson sueña con crear una Sociedad de las Naciones para solucionar futuros conflictos sin matarnos unos a otros. – Miró a Doris -. Imagino que estarás a favor de eso.

– Sin duda.

Chuck cambió de tema.

– ¿Qué te trae a casa, Gus? Aparte del deseo de explicarnos las decisiones del presidente a la gente de la calle.

Les habló de la huelga. Comentó el tema sin darle mucha importancia, ya que se trataba de una conversación en mitad de la cena, pero, en realidad, estaba preocupado. La Metalurgia Buffalo desempeñaba un papel vital en el esfuerzo bélico, y no sabía cómo lograr que los hombres regresaran a su puesto de trabajo. Wilson había puesto fin a una huelga nacional del ferrocarril poco antes de su reelección y parecía pensar que la intervención en los conflictos industriales era un elemento natural de la vida política. A Gus le parecía una gran responsabilidad.

– Sabes quién es el amo, ¿verdad? – preguntó Chuck.

– Vyalov. – Gus se había informado.

– ¿Y quién la dirige por él?

– No.

– Su nuevo yerno, Lev Peshkov.

– Oh – dijo Gus -. No lo sabía.

Lev estaba furioso a causa de la huelga. El sindicato intentaba aprovecharse de su inexperiencia. Creía que Brian Hall y los demás trabajadores lo consideraban un hombre débil, pero estaba decidido a demostrarles que se equivocaban.

Había intentado ser razonable.

– El señor V necesita recuperar parte del dinero que perdió en la época de vacas flacas – le había dicho a Hall.

– ¡Y los hombres tienen que recuperar parte del dinero que perdieron cuando les bajaron el sueldo! – replicó Hall.

– No es lo mismo.

– No, no lo es – admitió Hall -. Usted es rico y ellos, pobres. Es más duro para ellos. – El hombre era tan agudo que lo sacaba de quicio.

Lev estaba desesperado por volver a recuperar la confianza de su suegro. Era peligroso dejar que un hombre como Josef Vyalov estuviera disgustado con uno durante mucho tiempo. El problema era que el encanto era la única baza de Lev, y este no surtía efecto alguno en Vyalov.

Sin embargo, su suegro le había dado su apoyo en el asunto de la fundición.

– A veces hay que dejar que vayan a la huelga – le había dicho -. No conviene ceder. Hay que aguantar. Entran en razón cuando empiezan a tener hambre. – Pero Lev sabía que Vyalov podía cambiar de opinión rápidamente.

No obstante, Lev tenía su propio plan para precipitar el fin de la huelga: iba a utilizar el poder de los medios de comunicación.

Lev era socio del Club Náutico de Buffalo, gracias a su suegro, que había logrado que lo aceptaran. La mayoría de los hombres de negocios más prominentes de la ciudad también eran socios, incluido Peter Hoyle, director del Buffalo Evening Advertiser. Una tarde, Lev abordó a Hoyle en la sede del club, situado en Porter Avenue.

El Advertiser era un periódico conservador que siempre exigía estabilidad y culpaba a los extranjeros, a los negros y a los socialistas alborotadores de todos los males. Hoyle, un tipo imponente que lucía un bigote negro, era amigo de Vyalov.

– Hola, joven Peshkov – dijo, con voz fuerte y áspera, como si estuviera acostumbrado a gritar para hacerse oír por encima del ruido de una rotativa -. He oído que el presidente ha enviado a la ciudad al hijo de Cam Dewar para que solucione vuestra huelga.

– Eso creo, pero aún no he tenido noticias suyas.

– Lo conozco. Es un chico ingenuo. No tienes de qué preocuparte.

Lev se mostró de acuerdo. Le había robado un dólar a Gus Dewar en Petrogrado en 1914, y el año anterior le había robado a su prometida con la misma facilidad.

– Quería hablar con usted sobre la huelga – repuso, sentándose en el sillón de cuero que había frente a Hoyle.

– El Advertiser ya ha condenado a los huelguistas como socialistas y revolucionarios antiamericanos – dijo Hoyle -. ¿Qué más podemos hacer?

– Llámenlos agentes infiltrados – respondió Lev -. Han interrumpido la producción de los vehículos que nuestros chicos van a necesitar cuando lleguen a Europa, ¡pero los trabajadores de la fábrica están exentos del reclutamiento!

– Es una forma de verlo. – Hoyle frunció el entrecejo -. Pero aún no sabemos cómo se va a organizar el reclutamiento.

– Seguro que excluirá a las industrias bélicas.

– Eso es cierto.

– Y, a pesar de todo, siguen pidiendo más dinero. Mucha gente aceptaría un sueldo menor por un trabajo que le permitiera librarse de ser llamada a filas.

Hoyle sacó una libreta del bolsillo de la chaqueta y empezó a escribir.

– Aceptar un sueldo más bajo por un trabajo que los eximiera del reclutamiento – murmuró.

– Quizá quiera preguntar: ¿y ellos en qué bando están?

– Suena a titular.

Lev se sorprendió y se dio por satisfecho. Había sido fácil.

Hoyle levantó la mirada de la libreta.