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Gus sabía que la verdad era peor que los rumores: había habido motines en cincuenta y cuatro divisiones francesas, y veinte mil hombres habían desertado.

– Supongo que por eso han cambiado su táctica, de ofensiva a defensiva – dijo, en tono neutro.

– Por lo visto, los oficiales franceses no tratan bien a sus hombres. – A Doris le encantaba dar malas noticias sobre la guerra porque eso la reafirmaba en su oposición -. Y la ofensiva Nivelle ha sido un desastre.

– La llegada de nuestras tropas les dará un nuevo impulso. – Ya habían embarcado los primeros soldados norteamericanos rumbo a Francia.

– Pero hasta ahora solo hemos enviado una cantidad simbólica de hombres. Espero que eso signifique que no vamos a desempeñar un papel importante en la contienda – replicó Doris.

– No, no significa eso. Tenemos que reclutar, entrenar y armar al menos a un millón de hombres, y eso no lo podemos hacer de la noche a la mañana, pero el año que viene los enviaremos en centenares de miles.

Doris miró por encima del hombro de Gus y exclamó:

– Dios santo, aquí viene uno de nuestros nuevos reclutas.

Gus se volvió y vio a la familia Vyalov: Josef y Lena con Olga, Lev y una niña pequeña. Lev llevaba el uniforme del ejército. Estaba muy elegante, pero tenía ensombrecido el atractivo rostro.

Gus se sentía incómodo, pero su padre, haciendo gala de su personaje público como senador, estrechó cordialmente la mano de Josef y dijo algo que le hizo reír. Su madre se dirigió cortésmente a Lena y le dedicó arrumacos a la niña. Gus se dio cuenta de que sus padres ya habían previsto aquel encuentro y habían decidido actuar como si él y Olga nunca hubiesen estado prometidos.

Miró a Olga y la saludó educadamente con la cabeza. Ella se ruborizó.

Lev se mostró tan desenvuelto como de costumbre.

– ¿Y qué, Gus, está contento contigo el presidente por haber solventado lo de la huelga?

Los demás oyeron la pregunta y se quedaron en silencio, atentos a la respuesta de Gus.

– Está contento con vosotros por mostraros razonables – dijo Gus con delicadeza -. Veo que te has alistado en el ejército.

– Me he presentado voluntario – repuso Lev -. Estoy acudiendo a las sesiones de entrenamiento.

– ¿Y qué te parece?

De pronto, Gus advirtió que Lev y él habían congregado a su alrededor a un buen número de asistentes: los Vyalov, los Dewar y los Dixon. Desde que se había roto el compromiso, nadie había vuelto a ver a aquellos dos hombres juntos en público. Todo el mundo sentía curiosidad.

– Me acostumbraré al ejército – dijo Lev -. ¿Y tú?

– ¿Y yo, qué?

– ¿Vas a presentarte voluntario? Al fin y al cabo, habéis sido tú y tu presidente quienes nos habéis metido en esta guerra.

Gus no dijo nada, pero se sintió avergonzado; Lev tenía razón.

– Siempre puedes esperar a ver si te llaman a filas – añadió Lev, hurgando en la herida -. Nunca se sabe, a lo mejor tienes suerte. Además, si vuelves a Washington, supongo que el presidente puede hacer que te declaren exento. – Se echó a reír.

Gus negó con la cabeza.

– No – dijo -. Lo he estado pensando y tienes razón: formo parte del gobierno que convocó el reclutamiento obligatorio. No podría eludirlo.

Vio a su padre asentir con la cabeza, como si ya esperase aquello, pero su madre protestó:

– Pero Gus, ¡tú trabajas para el presidente! ¿De qué otro modo podrías contribuir mejor al éxito de nuestra intervención en la guerra?

– Supongo que quedaría como un cobarde – dijo Lev.

– Exactamente – dijo Gus -. Así que no volveré a Washington. Esa parte de mi vida ha terminado por el momento.

– ¡Gus, no! – oyó decir a su madre.

– Ya he hablado con el general Clarence, de la División de Buffalo – anunció -: voy a alistarme en el ejército.

Su madre se echó a llorar.

Capítulo 26

Mediados de junio de 1917

Ethel jamás había pensado en los derechos de las mujeres hasta que se encontró en la biblioteca de Ty Gwyn, soltera y embarazada, mientras el abogado Solman, hombre tan repugnante, le exponía su situación real. Iba a pasar los mejores años de su vida luchando por alimentar y criar al hijo de Fitz, pero el padre del bebé no tenía obligación de ayudarla en ningún sentido. Esa injusticia había hecho que sintiera deseos de asesinar a Solman.

Su ira se había acrecentado aún más al buscar trabajo en Londres. Solo podría acceder a un empleo si había sido rechazado previamente por un hombre y, en ese caso, le ofrecerían la mitad del salario de aquel o incluso menos.

Sin embargo, su feminismo más airado se había fortalecido como el acero durante los años que había vivido junto a las mujeres curtidas, trabajadoras y más que pobres del East End londinense. Los hombres solían contar el cuento de la distribución de tareas en la familia: ellos salían a ganarse el pan y las mujeres se ocupaban de la casa y de los niños. La realidad era muy distinta. La mayoría de las mujeres que conocía Ethel trabajaba doce horas diarias y además cuidaba de la casa y de los niños. Pese a estar mal alimentadas, explotadas en el trabajo, a pesar de vivir en chabolas y vestir harapos, les quedaba ánimo para cantar canciones, reír y amar a sus hijos. En opinión de Ethel, una sola de esas mujeres tenía más derecho al voto que diez hombres juntos.

Había defendido la causa durante tanto tiempo que sintió algo muy raro cuando el voto femenino se convirtió en una posibilidad real a mediados de 1917. De pequeña había preguntado: «¿Cómo será el cielo?», y jamás había recibido una respuesta satisfactoria.

El Parlamento accedió a debatir la cuestión a mediados de junio.

– Es el resultado de dos compromisos – dijo Ethel, emocionada, a Bernie mientras leía la noticia en The Times -: la Conferencia Parlamentaria, que Asquith creó para esquivar el problema, estaba desesperada por evitar que se armase demasiado revuelo.

Bernie estaba dando a Lloyd el desayuno: tostadas mojadas en té con azúcar.

– Supongo que el gobierno teme que las mujeres vuelvan a encadenarse a las vías del tren.

Ethel asintió en silencio.

– Y si los políticos se dedican a solucionar un lío como ese, el pueblo empezará a decir que no se concentran en ganar la guerra. Así que el comité ha recomendado otorgar el voto solo a las mujeres mayores de treinta años que sean propietarias de una casa o esposas de propietarios. Lo que significa que soy demasiado joven.

– Ese es el primer compromiso – dijo Bernie -. ¿Y el segundo?

– Según Maud, el gabinete estaba dividido. – El gabinete de guerra estaba formado por cuatro hombres más el primer ministro, Lloyd George -. Curzon está en nuestra contra, por supuesto. – El conde Curzon, líder de la Cámara de los Lores, se enorgullecía de su misoginia. Era presidente de la Liga para la Oposición al Sufragio Femenino -. Y también Milner. Pero Henderson nos apoya. – Arthur Henderson era el presidente del Partido Laborista, cuyos diputados apoyaban a las mujeres, aunque muchos hombres laboristas no lo hicieran -. Bonar Law está de nuestro lado, aunque no demuestra demasiado interés.

– Dos a favor, dos en contra, y Lloyd George, como siempre, queriendo contentar a todo el mundo.

– El compromiso es que existirá el voto libre. – Eso significaba que el gobierno no ordenaría a sus partidarios que votaran en uno u otro sentido.

– De esa forma, ocurra lo que ocurra, no será culpa del gobierno – observó Bernie.

– Nadie ha dicho que Lloyd George no fuera ocurrente.

– Pero os ha dado una oportunidad.

– Eso es todo, una oportunidad. Todavía nos queda hacer bastante trabajo de campaña – repuso Ethel.