– Por favor, toma mi mano – dijo ella.
Le agarró la mano izquierda con ambas manos. Estaba preciosa y, pese al tema de la conversación, sintió cómo afloraba en él el deseo. Notó los anillos que ella llevaba: el anillo de compromiso de diamantes y una alianza de matrimonio de oro. Sintió el deseo de meterse su mano en la boca y mordisquearle el pulgar.
– Quiero que me lleves a Rusia – anunció Bea.
Se quedó tan sorprendido que le soltó la mano.
– ¿Cómo?
– No te niegues todavía… piénsalo – dijo ella -. Dirás que es peligroso, ya lo sé. De todas formas, en la actualidad, hay cientos de ingleses en Rusia: diplomáticos en la embajada, hombres de negocios, oficiales del ejército y soldados en nuestras misiones militares en el país, periodistas y otros.
– ¿Y Boy?
– Detesto tener que dejarlo, pero la niñera Jones es excelente, Hermia está totalmente volcada en él y Maud puede tomar decisiones difíciles en momentos de crisis.
– Pero necesitaremos visados…
– Podrías llamar a las puertas necesarias. Por el amor de Dios, si acabas de cenar al menos con un miembro del gabinete.
Bea tenía razón.
– El Foreign Office seguramente me pedirá que escriba un informe del viaje, sobre todo porque viajaremos por la zona rural, que es una ruta que nuestros diplomáticos rara vez se arriesgan a seguir.
Ella volvió a agarrarlo de la mano.
– Mi único pariente vivo está gravemente herido y puede morir. Tengo que verlo. Por favor, Fitz. Te lo suplico.
La verdad era que Fitz no tenía tantas reticencias como ella se imaginaba. Su percepción sobre el peligro había quedado alterada en el frente. Al fin y al cabo, la mayoría de las personas sobrevivían a una cortina de fuego. Un viaje a Rusia, pese a ser peligroso, no era nada en comparación con aquello. De todas formas, tenía sus dudas.
– Entiendo lo que me pides – dijo -. Deja que haga algunas averiguaciones.
Bea lo tomó como su consentimiento.
– ¡Oh, gracias! – exclamó.
– No me lo agradezcas todavía. Deja que averigüe si es realmente viable.
– Está bien – repuso ella, pero Fitz se dio cuenta de que daba por sentada la respuesta.
Fitz se levantó.
– Voy a prepararme para ir a la cama – dijo, y se dirigió hacia la puerta.
– Cuando te pongas el pijama… vuelve, por favor. Quiero que me abraces.
Fitz sonrió.
– Por supuesto – convino.
El día en que el Parlamento debatió el voto para la mujer, Ethel organizó una concentración cerca del palacio de Westminster.
Ahora trabajaba para el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección, que se había mostrado muy interesado en contratar a una activista tan conocida. Su función principal era conseguir la adhesión de mujeres al sindicato en las fábricas del East End donde se explotaba a las trabajadoras, aunque la organización creía en la lucha por sus miembros no solo en el lugar de trabajo sino también en el plano de la política nacional.
Ethel estaba triste por haber finalizado su relación con Maud. Quizá siempre hubiera existido algo artificial en esa amistad entre la hermana del conde y su antigua ama de llaves, pero Ethel creía que llegarían a superar esa división de clases. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, Maud creía – sin ser siquiera consciente de ello – que ella había nacido para mandar y Ethel para obedecer.
Ethel esperaba que la votación del Parlamento se produjera antes de que finalizara la concentración, para poder anunciar así el resultado, pero el debate se prolongó hasta tarde, y el grupo debía dispersarse a las diez. Ethel y Bernie fueron a un pub de Whitehall del que eran asiduos los diputados del Partido Laborista y esperaron las noticias.
Eran ya más de las once y el pub estaba cerrando cuando dos diputados entraron a todo correr. Uno de ellos vio a Ethel.
– ¡Hemos ganado! – gritó el hombre -. Quiero decir, habéis ganado. Las mujeres.
Ethel no podía creerlo.
– ¿Han aprobado la ley?
– Por una inmensa mayoría: ¡387 a favor y 57 en contra!
– ¡Hemos ganado! – Ethel besó a Bernie -. ¡Hemos ganado!
– Bien hecho – dijo él -. Disfruta de tu victoria. Te lo mereces.
No podrían haber bebido para celebrarlo. Las nuevas normativas de guerra prohibían servir alcohol en los pubs a partir de una hora determinada. Se suponía que era para mejorar la productividad de la clase trabajadora. Ethel y Bernie salieron a Whitehall para tomar el autobús de regreso a casa.
Mientras esperaban en la parada, Ethel estaba eufórica.
– No puedo asimilarlo. Después de todos estos años… ¡el voto para la mujer!
Un viandante la escuchó; era un hombre alto, vestido de etiqueta, que caminaba con un bastón.
Ethel reconoció a Fitz.
– No esté tan segura – le dijo -. Conseguiremos derrotarlas en la Cámara de los Lores.
Capítulo 27
Junio-septiembre de 1917
Walter von Ulrich salió trepando de la trinchera y, jugándose la vida, echó a andar por tierra de nadie.
En los cráteres abiertos por los obuses empezaban a brotar hierba y flores silvestres. Era una tarde templada de verano en una región que en el pasado había pertenecido a Polonia, después a Rusia y que en ese momento estaba parcialmente ocupada por tropas alemanas. Walter llevaba un abrigo de paisano sobre el uniforme de cabo. Se había embadurnado de tierra la cara y las manos para resultar más verosímil. Llevaba una gorra blanca, a modo de bandera de tregua, y una caja de cartón al hombro.
Se recordó que no había motivo para tener miedo.
Las posiciones rusas apenas eran visibles a la tenue luz del crepúsculo. Habían pasado semanas sin que se oyera un disparo, y Walter creyó que su aproximación sería considerada con más curiosidad que recelo.
Si se equivocaba, estaba muerto.
Los rusos preparaban una ofensiva. Los aviones y las patrullas de reconocimiento alemanes habían informado que en las primeras líneas del frente se estaban desplegando nuevos contingentes y descargando camiones de munición. Lo habían confirmado rusos famélicos que habían cruzado las líneas y se habían rendido con la esperanza de que sus captores alemanes les dieran algo de comer.
Las pruebas de una ofensiva inminente supusieron una gran decepción para Walter. Confiaba en que el nuevo gobierno ruso fuera incapaz de seguir luchando. En Petrogrado, Lenin y los bolcheviques clamaban categóricamente por la paz, y editaban un sinfín de periódicos y panfletos… sufragados con dinero alemán.
El pueblo ruso no quería la guerra. El anuncio de Pável Miliukov, el ministro de Asuntos Exteriores, de que Rusia seguía aspirando a una «victoria decisiva» había llevado de nuevo a las calles a obreros y soldados ultrajados. El joven e histriónico ministro de la Guerra y de la Armada, Kérenski, responsable de la nueva ofensiva prevista, había reinstaurado la flagelación en el ejército y restituido la autoridad de los oficiales. Pero ¿regresarían al combate los soldados rusos? Eso era lo que los alemanes necesitaban saber, y averiguarlo era el motivo por el que Walter estaba poniendo en peligro su vida.
Las señales eran ambiguas. En algunas secciones del frente, los soldados habían izado banderas blancas y declarado el armisticio de forma unilateral. En otras parecía reinar la calma y la disciplina; era una de ellas la que Walter había decidido visitar.
Al fin había conseguido alejarse de Berlín. Probablemente Monika von der Helbard les habría dicho ya abiertamente a sus padres que no habría boda. En cualquier caso, Walter volvía a estar en el frente, recabando información para los servicios secretos.