Se recolocó la caja sobre el hombro. En ese instante atisbó decenas de cabezas asomando por el borde de la trinchera. Llevaban gorras; los soldados rusos no disponían de cascos. Lo miraban fijamente pero no lo apuntaban con las armas, de momento.
Pensó en la muerte con ánimo fatalista. Creía que ya podía morir feliz después de la gloriosa noche que había compartido con Maud en Estocolmo, pero, obviamente, prefería vivir. Quería formar un hogar con Maud y tener hijos. Y esperaba poder hacerlo en una Alemania próspera y democrática. Pero eso significaba ganar la guerra, lo que a su vez significaba arriesgar su vida, de modo que no tenía elección.
Pese a ello, sintió un nudo en el estómago al adentrarse en el radio de alcance de los fusiles. Para cualquiera de aquellos soldados, era muy fácil apuntarle con el arma y apretar el gatillo… A fin de cuentas, estaban allí para eso.
No llevaba fusil, y confiaba en que los otros reparasen en ello. Sí llevaba una pistola Luger 9 mm sujeta al cinturón, a la espalda, pero ellos no podían verla. Lo que sí podían ver era la caja que cargaba. Confiaba en que pareciera inofensiva.
Cada paso que daba le hacía sentirse agradecido por seguir vivo, pero era consciente de que también lo acercaba un poco más al peligro. «Podría pasar en cualquier momento», pensó filosóficamente. Se preguntó si un hombre oiría el disparo que lo mataba. Lo que más temía Walter era que lo hirieran y se fuera desangrando lentamente hasta morir, o sucumbir a una infección en algún hospital de campaña inmundo.
Empezó a distinguir las caras de los rusos, y en sus semblantes vio regocijo, asombro y alegre desconcierto. Ansioso, buscó con la mirada indicios de miedo: ese era el mayor peligro. Un soldado asustado podía disparar tan solo para aliviar la tensión.
Al fin le quedaban diez metros para llegar, después nueve, ocho… Alcanzó el borde de la trinchera.
– Hola, camaradas – dijo en ruso, y dejó la caja en el suelo.
Tendió una mano al soldado que tenía más cerca. Automáticamente, el hombre hizo lo propio y lo ayudó a bajar a la trinchera. Un reducido grupo se congregó a su alrededor.
– He venido a preguntaros algo – dijo.
Los rusos mejor educados chapurreaban el alemán, pero los soldados eran campesinos y pocos entendían ningún idioma aparte del suyo. De niño, Walter había aprendido ruso como parte de su formación, rígidamente impuesta por su padre, para labrarse una carrera en el ejército y el Ministerio de Asuntos Exteriores. No lo hablaba a menudo, pero creyó que recordaría lo suficiente para esa misión.
– Antes, un trago – añadió.
Bajó la caja a la trinchera, rasgó la parte superior, la abrió y sacó una botella de aguardiente. La descorchó, tomó un trago, se secó los labios y ofreció la botella al soldado que tenía al lado, un cabo espigado de unos dieciocho o diecinueve años. El joven sonrió, bebió y pasó la botella a sus compañeros.
Walter observó el entorno con disimulo. La trinchera era precaria, con las paredes inclinadas y sin puntales de madera. El suelo era irregular y carecía de pasaderas, de modo que incluso entonces, en verano, estaba enlodado. Ni siquiera seguía una línea recta… aunque probablemente fuera mejor así, ya que también carecía de los travesaños que ayudaban a contener la onda expansiva de las bombas. El olor era nauseabundo; obviamente, los hombres no siempre se molestaban en desplazarse a las letrinas. ¿Qué les pasaba a esos rusos? Todo cuanto hacían era chapucero y caótico, y para colmo lo dejaban a medias.
Mientras la botella pasaba de mano en mano, apareció un sargento.
– ¿Qué ocurre aquí, Fiódor Igoróvich? – preguntó, dirigiéndose al espigado cabo -. ¿Por qué estás hablando con un enculavacas alemán?
Fiódor era joven, pero lucía un mostacho poblado, largo y rizado. Por alguna razón, llevaba una gorra de marinero ladeada con aire desenfadado. Desprendía una confianza en sí mismo rayana en la arrogancia.
– Tome un trago, sargento Gávrik.
El sargento también bebió de la botella, pero sin la despreocupación de sus hombres. Dirigió a Walter una mirada recelosa.
– ¿Qué cojones estás haciendo aquí?
Walter tenía preparada la respuesta.
– De parte de los obreros, los soldados y los campesinos alemanes, vengo a preguntar por qué combatís contra nosotros.
Tras un instante de silencio atónito, Fiódor dijo:
– ¿Por qué combatís vosotros contra nosotros?
Walter también había preparado una respuesta para eso.
– No tenemos elección. Nuestro país sigue estando gobernado por el káiser, aún no hemos hecho una revolución. Pero vosotros sí. El zar se ha ido, y Rusia ahora está gobernada por su pueblo. Por eso he venido a preguntaros a vosotros, el pueblo: ¿por qué combatís contra nosotros?
Fiódor miró a Gávrik y exclamó:
– ¡Eso es lo que nos preguntamos nosotros a todas horas!
Gávrik se encogió de hombros. Walter supuso que era un tradicionalista y que, como tal, se reservaba prudentemente sus opiniones.
Varios hombres más se acercaron por la trinchera y se unieron a ellos. Walter abrió otra botella. Miró a aquellos hombres delgados, harapientos y sucios que empezaban ya a achisparse.
– ¿Qué quieren los rusos?
Varios hombres contestaron:
– Tierra.
– Paz.
– Libertad.
– ¡Más alcohol!
Walter sacó otra botella de la caja. Lo que en verdad necesitaban, pensó, era jabón, comida en abundancia y botas nuevas.
– Yo quiero irme a mi pueblo. Están repartiendo la tierra del príncipe y tengo que asegurarme de que mi familia reciba una porción justa – dijo Fiódor.
– ¿Apoyáis a algún partido político? – preguntó Walter.
– ¡A los bolcheviques! – contestó un soldado, y los demás lo aclamaron.
Walter estaba satisfecho.
– ¿Estáis afiliados al partido?
Todos negaron con la cabeza.
– Yo antes apoyaba a los socialistas revolucionarios, pero nos han defraudado – intervino Fiódor -. Kérenski ha vuelto a instaurar la flagelación.
– Y ha ordenado una ofensiva en verano – añadió Walter. Frente a él veía una pila de cajas de munición, pero no hizo referencia a ellas por temor a desviar la atención de los rusos hacia la obvia posibilidad de que fuera un espía -. Lo hemos visto desde los aviones – añadió.
– ¿Por qué necesitamos atacar? ¡Podríamos firmar la paz ahora mismo! – le reprochó Fiódor a Gávrik.
Se oyó un murmullo de acuerdo.
– Entonces, ¿qué haréis si os dan la orden de avanzar? – preguntó Walter.
– Habrá que reunir al comité de soldados para debatirlo – contestó Fiódor.
– No digas sandeces – intervino Gávrik -. A los comités de soldados ya no se les permite debatir órdenes.
Se oyó un rumor de descontento, y en uno de los extremos del grupo alguien masculló:
– Eso ya lo veremos, camarada sargento.
La congregación siguió creciendo. Tal vez los rusos tenían la capacidad de oler el alcohol a distancia. Walter ofreció dos botellas más. A modo de explicación a los recién llegados, dijo:
– El pueblo alemán desea la paz tanto como vosotros. Si no nos atacáis, nosotros no os atacaremos.
– ¡Brindo por eso! – exclamó uno de los que acababan de unirse a ellos, y se oyeron algunos vítores.
Walter temía que el bullicio atrajera la atención de algún oficial, y se preguntaba cómo podía conseguir que los rusos bajaran la voz pese al aguardiente… pero ya era demasiado tarde. Una voz contundente y autoritaria bramó:
– ¿Qué está pasando ahí? ¿Qué os traéis entre manos? – La muchedumbre se abrió para dejar pasar a un hombre corpulento ataviado con uniforme de comandante, que miró a Walter y le preguntó -: ¿Quién demonios eres tú?