– ¿Está aquí? – le preguntó.
– Sí. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Grigori sintió un alivio inmenso. No era demasiado tarde. Entró en el apartamento.
– Van a detenerlo.
Anna cerró de un portazo.
– ¡Volodia! – gritó, empleando la variante familiar del nombre de pila de Lenin -. ¡Ven! ¡Deprisa!
Lenin apareció, vestido como de costumbre con un traje oscuro y raído con cuello y corbata. Grigori le refirió la situación rápidamente.
– Me marcharé de inmediato – dijo Lenin.
– ¿No quieres llevarte una maleta con algunas cosas…? – le preguntó Anna.
– Es demasiado arriesgado. Ya me lo enviarás más adelante. Te informaré de dónde estoy. – Miró a Grigori -. Gracias por avisarme, Grigori Serguéievich. ¿Tienes coche?
– Sí.
Sin decir nada más, Lenin salió al rellano.
Grigori lo siguió hasta la calle y se apresuró a abrir la puerta del coche.
– También han expedido órdenes de detención para Zinóviev y Kámenev – dijo Grigori mientras Lenin subía al vehículo.
– Vuelve al apartamento y llámalos – le indicó Lenin -. Mark tiene teléfono y sabe dónde están.
Cerró la portezuela del coche, se inclinó hacia delante y le dijo a Isaak algo que Grigori no alcanzó a oír. Isaak arrancó el motor y se alejaron.
Así era Lenin. Bramaba órdenes a todo el mundo, y los demás las obedecían porque siempre eran lógicas.
Grigori saboreó el placer de haberse quitado un gran peso de encima. Miró a ambos lados de la calle. Del edificio que había enfrente salió un grupo de hombres. Algunos llevaban traje; otros, uniformes de oficiales del ejército. Grigori se sorprendió al reconocer entre ellos a Mijaíl Pinski. Teóricamente, la policía secreta había sido desmantelada, pero al parecer los hombres como Pinski seguían trabajando en el seno del ejército.
«Esos hombres deben de venir a por Lenin… y no lo han encontrado solo porque se han equivocado de edificio.»
Grigori regresó corriendo al apartamento. La puerta de los Yelizárov seguía abierta. Justo al otro lado estaban Anna, su esposo, Mark, el hijo adoptivo de ambos, Gora, y la criada de la familia, una muchacha de campo llamada Aniuska, todos con aspecto conmocionado. Grigori entró y cerró la puerta.
– Se ha marchado – dijo -, pero la policía está fuera. Tengo que llamar enseguida a Zinóviev y a Kámenev.
– El teléfono está sobre la mesita – le indicó Mark.
Grigori vaciló.
– ¿Cómo funciona? – Nunca había utilizado un teléfono.
– Oh, lo siento – se disculpó Mark; rápidamente cogió el aparato, y se llevó una pieza a la oreja y otra a la boca -. También es bastante nuevo para nosotros, pero lo usamos tanto que ya damos por hecho que todo el mundo lo hace. – Pulsó con impaciencia la horquilla que coronaba la base del aparato -. ¿Sí?, por favor, operadora – dijo, y dictó un número.
Se oyeron unos golpes rotundos en la puerta.
Grigori se llevó un dedo a los labios, indicando a los demás que guardaran silencio.
Anna condujo a Aniuska y al niño al fondo de la vivienda.
Mark hablaba precipitadamente por el teléfono. Grigori se apostó junto a la puerta del apartamento.
– ¡Abrid o tiraremos la puerta abajo! ¡Traemos una orden de detención!
Grigori contestó a voces:
– ¡Un momento! ¡Me estoy vistiendo!
La policía iba a menudo al tipo de edificios en los que él había vivido siempre, y conocía todos los pretextos para hacerla esperar.
Mark volvió a pulsar la horquilla y pidió que le pusieran con otro número.
– ¿Quién es? ¿Quién llama a la puerta? – gritó Grigori.
– ¡Policía! ¡Abran de inmediato!
– Ya voy… Tengo que encerrar al perro en la cocina.
– ¡Dense prisa!
Grigori oyó que Mark decía:
– Dile que se esconda. La policía está llamando a mi puerta ahora mismo. – Colgó el auricular y le hizo un gesto afirmativo a Grigori.
Grigori abrió la puerta y se retiró unos pasos.
Pinski entró en el apartamento.
– ¿Dónde está Lenin? – preguntó.
Varios oficiales del ejército entraron tras él.
– Aquí no hay nadie con ese nombre – contestó Grigori.
Pinski lo escrutó.
– ¿Qué estás haciendo tú aquí? – le espetó -. Siempre supe que eras un alborotador.
Mark se acercó a ellos y dijo, con voz templada:
– Muéstreme la orden de detención, por favor.
Pinski le tendió el documento a regañadientes.
Mark lo estudió unos instantes y luego dijo:
– ¿Alta traición? ¡Eso es ridículo!
– Lenin es un agente alemán – repuso Pinski, y dirigió una mirada ceñuda a Mark -. Tú eres su cuñado, ¿no es así?
Mark le devolvió el documento.
– El hombre al que buscan no está aquí – declaró.
Pinski supo que decía la verdad y se enfureció.
– ¿Y por qué diablos no está? – preguntó -. ¡Vive aquí!
– Lenin no está aquí – repitió Mark.
El rostro de Pinski se encendió.
– ¿Alguien lo ha avisado? – Agarró a Grigori por las solapas de la guerrera -. ¿Qué haces tú aquí?
– Soy delegado del Sóviet de Petrogrado, representante del 1er Regimiento de Artillería, y a menos que quieras que el regimiento haga una visita a tus cuarteles, será mejor que quites tus manazas de mi uniforme.
Pinski lo soltó.
– De todos modos, echaremos un vistazo – dijo.
Junto a la mesilla del teléfono había una librería. Pinski sacó de las estanterías media docena de libros y los tiró al suelo. Indicó con gestos a los oficiales que se desplegaran por el interior del piso. – Destrozadlo – ordenó.
Walter fue hasta un pueblo situado en el territorio arrebatado a los rusos y le dio una moneda de oro a un atónito y fascinado campesino a cambio de su ropa: un abrigo de piel de carnero mugriento, un blusón de hilo, unos pantalones holgados y bastos, y unos zapatos de una especie de esparto hecho con corteza de haya. Afortunadamente, no tenía necesidad de comprarle también la ropa interior, ya que el hombre no llevaba.
Walter se cortó el pelo con unas tijeras de cocina y dejó de afeitarse.
En una pequeña ciudad en la que había un mercado compró un saco de cebollas. En el fondo del saco, debajo de las cebollas, escondió una bolsa de cuero que contenía diez mil rublos en monedas y billetes.
Una noche se embadurnó las manos y la cara con tierra y después, ataviado con la ropa del campesino y con el saco al hombro, echó a andar por tierra de nadie, cruzó de incógnito las líneas rusas y se encaminó hacia la estación de tren más próxima, donde compró un billete de tercera clase.
Adoptó una actitud agresiva y gruñía a todo el que le hablara, como temeroso de que quisieran robarle las cebollas, lo cual seguramente era su intención. Llevaba un cuchillo grande, herrumbroso pero afilado, sujeto al cinturón y a la vista, y un revólver Mosin-Nagant, que le había confiscado a un oficial ruso prisionero, oculto bajo el apestoso abrigo. En dos ocasiones, cuando sendos agentes de la policía se dirigieron a él, esbozó una sonrisa bobalicona y les ofreció una cebolla, un soborno tan desdeñable que en ambas ocasiones los agentes rezongaron asqueados y se alejaron. Si alguno de ellos hubiera insistido en inspeccionar el contenido del saco, Walter habría estado dispuesto a matarlo, pero no había sido necesario. Compraba billetes de tren para trayectos cortos, de tres o cuatro paradas a lo sumo, ya que un campesino no se desplazaría centenares de kilómetros para vender sus cebollas.