Estaba tenso y receloso. Su disfraz era precario. Cualquiera que hablara con él advertiría en pocos minutos que no era ruso. El castigo por lo que estaba haciendo era la muerte.
Al principio se sintió asustado, pero el miedo acabó por disiparse y al segundo día ya lo había reemplazado el tedio. No tenía nada en que ocupar sus pensamientos. No podía leer, por descontado; de hecho, debía tener cuidado de no consultar los horarios colgados en las estaciones ni mirar sino fugazmente los anuncios, pues la mayoría de los campesinos eran analfabetos. En los lentos trenes en los que viajaba por los bosques infinitos de Rusia entre traqueteos y sacudidas, empezó a fantasear con los detalles del piso en el que Maud y él vivirían después de la guerra. Tendría una decoración moderna, con madera clara y colores neutros, como la casa de los Von der Helbard, en lugar del aspecto lóbrego y pesado del hogar de sus padres. Todo sería fácil de limpiar y mantener, especialmente la cocina y el lavadero, para reducir el servicio al mínimo. Tendrían un piano muy bueno, un Steinway de cola, ya que a ambos les gustaba tocar. Comprarían uno o dos cuadros modernos y vistosos, tal vez de expresionistas austríacos, para escandalizar a la generación previa y establecerse como una pareja progresista. Su dormitorio sería diáfano y espacioso, y yacerían desnudos en una cama blanda, besándose, charlando y haciendo el amor.
De este modo viajó hasta Petrogrado.
Según el plan, urdido por medio de un socialista revolucionario de la embajada sueca, un bolchevique esperaría en la estación de Varsovia de Petrogrado todos los días entre las seis y las siete de la tarde para recoger el dinero de manos de Walter. Este llegó al mediodía y tuvo oportunidad de dar una vuelta por la ciudad para evaluar la capacidad de lucha del pueblo ruso.
Le conmocionó lo que vio.
En cuanto salió de la estación, lo asaltaron mujeres y hombres, adultos y menores, ofreciéndole sexo. Cruzó un puente sobre un canal y caminó unos tres kilómetros al norte, en dirección al centro de la ciudad. La mayor parte de los comercios estaban cerrados, muchos entablados, otros simplemente abandonados, con los vidrios de los escaparates rotos y esparcidos a la entrada. Vio muchos borrachos y dos peleas a puñetazos. De cuando en cuando, un automóvil o un carruaje tirado por caballos pasaba a toda prisa, ahuyentando a los transeúntes y con sus pasajeros ocultos tras unas cortinas cerradas. Casi todo el mundo estaba demacrado, harapiento y descalzo. La situación era bastante peor que en Berlín.
Vio a muchos soldados, solos y en grupos; la mayoría daba muestras de poca disciplina: se salían de la fila mientras marchaban con el uniforme desabotonado, charlaban con civiles; aparentemente hacían lo que les placía. Walter vio confirmada la impresión que se había llevado cuando visitó la primera línea rusa: aquellos hombres no estaban en disposición de combatir.
Pensó que era una buena noticia.
Nadie se le acercó y la policía no le prestó atención. No era sino otra figura andrajosa más buscándose la vida en una ciudad que se desmoronaba.
Más animado, volvió a la estación a las seis y vio de inmediato a su contacto, un sargento con un pañuelo rojo atado al cañón del fusil. Antes de identificarse, Walter escrutó al hombre. Era un individuo imponente, no alto pero sí corpulento y de espaldas anchas. Le faltaba la oreja derecha, un incisivo y el dedo anular de la mano izquierda. Esperaba con la paciencia de un soldado veterano, pero tenía una mirada azul y perspicaz que no pasaba nada por alto. Aunque Walter trataba de observarlo de incógnito, el soldado lo vio, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, dio media vuelta y se alejó. Tal como se había acordado, Walter lo siguió. Ambos se dirigieron a una sala llena de mesas y sillas, y se sentaron.
– ¿Sargento Grigori Peshkov? – preguntó Walter.
Grigori asintió.
– Sé quién eres. Siéntate.
Walter miró a su alrededor. En un rincón siseaba un samovar, y una mujer con chal vendía pescado ahumado y escabechado. A las mesas había sentadas quince o veinte personas. Nadie prestó demasiada atención a un soldado y a un campesino que obviamente confiaba en vender su saco de cebollas. Un joven ataviado con una guerrera azul de obrero de fábrica los siguió y entró en la sala. Walter intercambió una mirada fugaz con él y miró cómo se sentaba, encendía un cigarrillo y abría un ejemplar del Pravda.
– ¿Podría comer algo? Estoy hambriento, pero es posible que un campesino no pueda permitirse los precios de este lugar – dijo Walter.
Grigori pidió una ración de pan negro y arenques, y dos vasos de té azucarado. Walter devoró la comida. Después de observarlo unos minutos, Grigori se echó a reír.
– No puedo creer que hayas pasado por un campesino – comentó -. Yo habría sabido al instante que eres un burgués.
– ¿Por qué?
– Llevas las manos sucias, pero comes con delicadeza y te limpias la boca con un trapo como si fuera una servilleta de hilo. Un campesino auténtico engulle la comida y sorbe ruidosamente el té antes de tragarla.
A Walter le irritó aquella condescendencia. «A fin de cuentas, he sobrevivido tres días en un maldito tren – pensó -. Ya quisiera verte a ti haciendo lo mismo en Alemania.» Era el momento de recordar a Peshkov que tenía que ganarse el dinero.
– Cuéntame cómo les va a los bolcheviques.
– Peligrosamente bien – contestó Grigori -. Miles de rusos se han afiliado al partido en los últimos meses. León Trotski ha anunciado al fin su apoyo. Deberías oírlo. Casi todas las noches abarrota el Cirque Moderne. – Walter advirtió que Grigori idolatraba a Trotski, aunque los alemanes sabían que su oratoria era hechizadora. Era una buena adquisición para los bolcheviques -. En febrero teníamos diez mil miembros; hoy tenemos doscientos mil – concluyó, ufano.
– Eso está bien. Pero ¿podéis cambiar las cosas? – preguntó Walter.
– Tenemos muchas posibilidades de ganar las elecciones a la Asamblea Constituyente.
– ¿Cuándo se celebrarán?
– Se han aplazado mucho…
– ¿Por qué?
Grigori suspiró.
– Primero el gobierno provisional convocó un consejo de representantes que, al cabo de dos meses, finalmente accedió a la creación de un segundo consejo con sesenta miembros para redactar la ley electoral…
– ¿Por qué? ¿Por qué un proceso tan complicado?
Grigori parecía airado.
– Dicen que quieren que las elecciones sean absolutamente incontestables, pero la verdadera razón es que los partidos conservadores están dando largas, porque saben que pueden perder.
Solo era un sargento, pensó Walter, pero su análisis parecía elaborado.
– Entonces, ¿cuándo se celebrarán las elecciones?
– En septiembre.
– ¿Y por qué crees que los bolcheviques ganaréis?
– Aún somos el único grupo firmemente comprometido con la paz. Y todos lo saben… gracias a los periódicos y los panfletos que hemos hecho circular.
– ¿Por qué has dicho que os va «peligrosamente bien»?
– Porque eso nos convierte en el principal objetivo del gobierno. Se ha expedido una orden de detención contra Lenin. Ha tenido que esconderse. Pero seguirá dirigiendo el partido.
Walter también creyó esto. Si Lenin había podido mantener el control de su partido desde su exilio en Zurich, sin duda podría hacerlo desde algún lugar secreto dentro de Rusia.
El alemán había efectuado la entrega y recabado la información que precisaba. Había cumplido su misión. Le inundó una sensación de alivio. Lo único que tenía que hacer ya era volver a casa.
Empujó con un pie hacia Grigori el saco que contenía los diez mil rublos. Apuró el té y se puso en pie.