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– Sí, camarada presidente. Con la venia – dijo -. En mi opinión, hay cinco cosas que debemos hacer. – Siempre era una buena idea ofrecer una enumeración, la gente creía que tenía que escuchar hasta el final -. Una: movilizar a los soldados de Petrogrado contra el motín del general Kornílov. ¿Cómo podemos conseguirlo? Propongo que el cabo Isaak Ivánovich elabore un listado con los principales cuarteles y los nombres de líderes revolucionarios de confianza en cada uno de ellos. Habiendo identificado a nuestros aliados, deberíamos enviar una carta con la instrucción de que se pongan a las órdenes de este comité y se preparen para repeler a los amotinados. Si Isaak se pone ahora con ello, podría proporcionarnos el listado y la carta en pocos minutos para que este comité los apruebe.

Grigori hizo una breve pausa para dejar que los presentes asintieran e, interpretando ese gesto como una aprobación, prosiguió.

– Gracias. Proceda, camarada Isaak. Segundo: debemos enviar un mensaje a Kronstadt. – La base naval de Kronstadt, una isla situada a veinte millas de la costa, era funestamente famosa por el trato brutal que dispensaba a los marineros, en especial a los reclutas más jóvenes. Seis meses antes, los marineros se habían rebelado contra sus verdugos, y habían torturado y asesinado a muchos de sus oficiales. El lugar se había transformado en un bastión radical -. Los marineros deben armarse, desplegarse en Petrogrado y ponerse a nuestras órdenes. – Grigori señaló a un delegado bolchevique que sabía próximo a los marineros -. Camarada Gleb, ¿asumirá esa tarea, con el beneplácito del comité?

Gleb asintió.

– Si se me permite, redactaré una carta para que nuestros presidentes la firmen, y después la llevaré a Kronstadt en persona.

– Hágalo, por favor.

Los miembros del comité parecían ya algo desconcertados. Las cosas avanzaban más deprisa de lo habitual. Solo los bolcheviques permanecían impertérritos.

– Tercero: debemos organizar a los obreros de las fábricas en unidades defensivas y armarlos. Podemos conseguir las armas en arsenales del ejército y fábricas de armamento. La mayoría de los obreros precisarán cierto adiestramiento en el uso de armas de fuego y disciplina militar. Recomiendo que esta tarea la lleven a cabo conjuntamente los sindicatos y la Guardia Roja. – La Guardia Roja estaba formada por soldados y obreros revolucionarios armados. No todos eran bolcheviques, pero por lo general obedecían órdenes de los comités bolcheviques -. Propongo que el camarada Konstantín, delegado de la fábrica Putílov, se encargue de esto. Él sabrá cuál es el sindicato mayoritario en cada una de las fábricas principales.

Grigori sabía que estaba convirtiendo a la población de Petrogrado en un ejército revolucionario, y los otros bolcheviques del comité también, pero ¿lo advertirían los demás? Al final de este proceso, asumiendo que la contrarrevolución fuera sofocada, a los moderados les resultaría muy difícil desmantelar la fuerza que habían creado y restaurar la autoridad del gobierno provisional. Si pensaban a tan largo plazo, podrían intentar moderar o cambiar radicalmente lo que Grigori estaba proponiendo. Pero por el momento estaban centrados en prevenir un golpe de Estado. Como era habitual, solo los bolcheviques tenían una estrategia.

– Sí, por supuesto, confeccionaré un listado – dijo Konstantín. Obviamente, favorecería a los líderes sindicalistas bolcheviques, aunque también era cierto que eran los que estaban siendo más eficientes.

– Cuatro – prosiguió Grigori -: el Sindicato de Ferroviarios debe hacer todo cuanto esté en sus manos para obstaculizar el avance del ejército de Kornílov. – Los bolcheviques habían luchado con ahínco por hacerse con el control de ese sindicato, y en esos momentos tenían al menos un partidario en cada cochera. Los sindicalistas bolcheviques siempre se ofrecían voluntarios como tesoreros, secretarios o presidentes -. Aunque algunas tropas ya se encuentran de camino por carretera, el grueso de los hombres y sus suministros tendrán que llegar en tren. El sindicato podría asegurarse de que sean retenidos o desviados de su ruta. Camarada Víktor, ¿puede confiarle el comité esta tarea?

Víktor, delegado del sindicato, asintió.

– Crearé un comité a tal efecto en el seno del sindicato para organizar el desbaratamiento del avance de los amotinados.

– Por último: deberíamos exhortar a otras ciudades a que creen comités como este – dijo Grigori -. La revolución debe ser defendida en todas partes. ¿Desea algún miembro de este comité sugerir con qué ciudades deberíamos ponernos en contacto?

Era una distracción deliberada, y surtió efecto. Alegrándose de tener algo que hacer, los miembros del comité citaron los nombres de ciudades que deberían organizar comités para la lucha. De este modo Grigori se aseguró de que no se detuvieran a analizar sus propuestas más importantes y estas prosperasen, y de que en ningún momento se plantearan las consecuencias a largo plazo de armar a los ciudadanos.

Isaak y Gleb redactaron los borradores de las cartas y el presidente los firmó sin mayor discusión. Konstantín elaboró una lista con los líderes de las fábricas y empezó a enviarles mensajes. Víktor se marchó para organizar a los ferroviarios.

El comité empezó a debatir la redacción de una carta a las ciudades vecinas. Grigori se escabulló. Ya tenía lo que quería. La defensa de Petrogrado, y de la revolución, estaba encaminada. Y los bolcheviques, al cargo de ella.

Lo que necesitaba entonces era información fidedigna sobre el paradero del ejército contrarrevolucionario. ¿Era cierto que había tropas aproximándose a los barrios del sur de Petrogrado? En tal caso, habría que encargarse de ellas deprisa y adelantarse al Comité para la Lucha.

Cruzó el puente y recorrió a pie el breve trecho que distaba entre el instituto Smolni y los cuarteles. Allí encontró a los soldados preparándose ya para combatir a los amotinados de Kornílov. Reunió a un conductor y a tres soldados revolucionarios de confianza, y, a bordo de un carro blindado, cruzaron la ciudad en dirección al sur.

Con la menguante luz de la tarde otoñal, zigzaguearon por el extrarradio en busca del ejército invasor. Tras un par de infructíferas horas, Grigori concluyó que era muy probable que los informes acerca de la progresión de Kornílov fueran exagerados. En cualquier caso, seguramente no iba a encontrar más que alguna avanzadilla. Aun así, era importante inspeccionarla y persistió en su búsqueda.

Finalmente toparon con una brigada de infantería acampada en una escuela.

Grigori sopesó la posibilidad de volver a los cuarteles y regresar con el 1er Regimiento de Artillería para atacar, pero se le ocurrió una solución mejor. Era arriesgada, pero si funcionaba ahorraría mucho derramamiento de sangre.

Iba a intentar ganar hablando.

Pasaron junto a un apático centinela, accedieron al patio de la escuela y Grigori se apeó del vehículo. Como precaución, desenfundó la bayoneta de pica calzada en el extremo del fusil y la colocó en posición de ataque. Luego se colgó el fusil al hombro. Se sentía vulnerable, pero se obligó a parecer relajado.

Varios soldados se acercaron a él.

– ¿Qué está haciendo aquí, sargento? – le preguntó un coronel.

Grigori no le hizo caso y se dirigió a un cabo.

– Necesito hablar con el líder de vuestro comité de soldados, camarada – dijo.

– En esta brigada no hay comités de soldados, camarada. Vuelva al carro y lárguese de aquí – espetó el coronel.

Pero el cabo habló con tono desafiante, aunque nervioso.

– Yo era el líder del comité de mi pelotón, sargento… antes de que se prohibieran los comités, claro.

La ira enturbió el semblante del coronel.

Grigori comprendió que aquello era la revolución en miniatura. ¿Quién se impondría, el coronel o el cabo?