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Otros soldados se acercaron para escuchar.

– Entonces, dime – instó Grigori al cabo -, ¿por qué atacáis a la revolución?

– No, no – contestó el cabo -. Estamos aquí para defenderla.

– Alguien te ha mentido. – Grigori se dio la vuelta y alzó la voz para dirigirse a los presentes -: El primer ministro, el camarada Kérenski, ha destituido al general Kornílov, pero Kornílov se niega a marcharse, y por eso os ha enviado a Petrogrado para que ataquéis la ciudad.

Se oyó un murmullo reprobatorio.

El coronel parecía incómodo: Grigori estaba en lo cierto.

– ¡Basta de mentiras! – bramó -. ¡Márchese de aquí, sargento, o tendré que dispararle!

– No toque su arma, coronel – repuso Grigori -. Sus hombres tienen derecho a saber la verdad. – Miró a la creciente muchedumbre -. ¿No es así?

– ¡Sí! – exclamaron varios.

– No me gusta lo que ha hecho Kérenski – prosiguió Grigori -. Ha restituido la pena de muerte y la flagelación. Pero es nuestro líder en la revolución. Mientras que vuestro general Kornílov quiere destruirla.

– ¡Mentiras! – vociferó el coronel, airado -. ¿No lo entendéis? Este sargento es un bolchevique. ¡Todo el mundo sabe que los bolcheviques están a sueldo de los alemanes!

El cabo intervino:

– ¿Cómo vamos a saber a quién debemos creer? Usted dice una cosa, sargento, pero el coronel dice otra.

– No nos creáis a ninguno de los dos – dijo Grigori -. Id y averiguadlo vosotros mismos. – Alzó la voz para asegurarse de que todos lo oyeran -: No tenéis por qué esconderos en esta escuela. Id a la fábrica más cercana y preguntad a cualquier obrero. Hablad con los soldados que veáis por la calle. Pronto sabréis la verdad.

El cabo asintió.

– Buena idea.

– No haréis tal cosa – replicó el coronel, furioso -. Os estoy ordenando a todos que no salgáis del recinto de la escuela.

Eso era un gran error, pensó Grigori, y espetó:

– Vuestro coronel no quiere que preguntéis y os informéis. ¿No demuestra eso que os está mintiendo?

El coronel se llevó una mano al revólver y dijo:

– ¡Esas son palabras de amotinado, sargento!

Los hombres miraron fijamente al coronel y a Grigori. Era un momento crítico, y la muerte estaba más cerca de Grigori de lo que lo había estado nunca.

De pronto, Grigori cayó en la cuenta de que estaba en desventaja. Se había centrado tanto en sus argumentos que había olvidado prever qué haría después. Portaba el fusil al hombro, pero con el seguro puesto. Le llevaría varios segundos descolgárselo, desengranar la incómoda presilla que bloqueaba el seguro y colocar el arma en posición de ataque. El coronel podía desenfundar y disparar su revólver mucho más deprisa. Grigori sintió un acceso de miedo, y tuvo que reprimir el impulso de dar media vuelta y salir corriendo.

– ¿Amotinado? – dijo para ganar tiempo, procurando que el miedo no debilitara el tono asertivo de su voz -. Cuando un general destituido marcha sobre la capital pero las tropas se niegan a atacar a su gobierno legítimo, ¿quién es el amotinado? Yo digo que es el general, y aquellos oficiales que intentan llevar a término sus órdenes desleales.

El coronel desenfundó el revólver.

– Márchese de aquí, sargento. – Se volvió hacia los demás -. Y vosotros, volved a la escuela y reuníos en el vestíbulo. Recordad: la desobediencia es un delito en el ejército, y se ha restituido la pena de muerte. Dispararé a todo el que se niegue a obedecerme.

Apuntó al cabo con el arma.

Grigori vio que los hombres estaban a punto de obedecer a su autoritario oficial, muy seguro de sí mismo y armado. Comprendió, desesperado, que solo quedaba una salida: tenía que matar al coronel.

Vio cómo hacerlo. En realidad, tendría que ser muy rápido, pero creyó que podría conseguirlo.

Si fallaba, moriría.

Se descolgó el fusil del hombro izquierdo y, sin detenerse a pasárselo a la mano derecha, embistió con todas sus fuerzas contra un costado del coronel. La afilada punta de la larga bayoneta rasgó la tela de su uniforme, y Grigori notó cómo penetraba en su blando vientre. El coronel profirió un grito de dolor, pero no se desplomó. A pesar de estar herido, se volvió dibujando un arco en el aire con el revólver. Apretó el gatillo.

Erró el disparo.

Grigori presionó el fusil hacia dentro y arriba, en dirección al corazón. El rostro del coronel se contrajo por la agonía y abrió la boca, pero ningún sonido brotó de ella; instantes después cayó al suelo, sin soltar el revólver.

Grigori arrancó la bayoneta de un tirón.

El revólver se desprendió de los dedos del coronel.

Todos lo miraron perplejos mientras el oficial se retorcía en un tormento mudo sobre el césped agostado del patio. Grigori quitó el seguro al fusil, apuntó al corazón del coronel y disparó dos veces. El hombre quedó inmóvil.

– Como usted bien ha dicho, coronel – declaró Grigori -, es la pena de muerte.

Fitz y Bea tomaron un tren en Moscú acompañados solo por la doncella rusa de la princesa, Nina, y el ayuda de cámara del conde, Jenkins, antiguo campeón de boxeo rechazado por el ejército por su incapacidad para ver más allá de diez metros.

Se apearon en Bulovnir, la diminuta estación que daba acceso a la finca del príncipe Andréi. Los expertos de Fitz habían sugerido que Andréi construyera allí una pequeña villa, con un depósito de madera, silos y un molino, pero nada se había hecho, y los campesinos seguían transportando sus productos a caballo o en carreta hasta el mercado de una vieja ciudad situada a unos treinta kilómetros de allí.

Andréi había enviado un carruaje a recogerlos, con un hosco conductor que se dedicó a mirar mientras Jenkins cargaba los baúles en la parte posterior del vehículo. Mientras avanzaban por un camino de tierra que discurría entre labrantíos, Fitz recordó su anterior visita; la había hecho en condición de esposo de la princesa recién casada, y los aldeanos se acercaron a las márgenes del camino para aclamarlos. Ese día el ambiente era muy distinto. Los hombres que trabajaban en los campos apenas alzaban la mirada cuando el carruaje pasaba, y los habitantes de los pueblos y las aldeas les daban la espalda deliberadamente.

Era algo que irritaba y malhumoraba a Fitz, pero su ánimo mejoró al ver de nuevo las desgastadas piedras de la vieja casa, teñidas de un tono amarillento por el sol bajo de la tarde. Un pequeño tropel de sirvientes con uniformes inmaculados emergieron por la puerta principal como patos acudiendo al abrevadero y se afanaron alrededor del carruaje, abriendo puertas y cargando con el equipaje. El mayordomo de Andréi, Gueorgui, besó la mano de Fitz y recitó una frase en inglés que obviamente había aprendido de memoria:

– Bienvenido de nuevo a su hogar en Rusia, conde Fitzherbert.

Las casas rusas solían ser imponentes, pero acostumbraban a estar deslucidas, y Bulovnir no era una excepción. El vestíbulo de doble altura necesitaba una mano de pintura, la araña de luces, de valor incalculable, estaba cubierta de polvo y un perro había orinado en el suelo de mármol. El príncipe Andréi y la princesa Valeria aguardaban bajo un gran retrato del abuelo de Bea, que los miraba severo y ceñudo.

Bea corrió hasta Andréi y lo abrazó.

Valeria era una belleza clásica, con rasgos uniformes y el cabello negro, que llevaba pulcramente peinado. Le estrechó la mano a Fitz y dijo en francés:

– Gracias por venir. Nos alegramos mucho de veros.

Cuando Bea se separó al fin de Andréi, enjugándose las lágrimas, Fitz le tendió una mano. Andréi le devolvió la izquierda: la manga derecha de la chaqueta colgaba vacía. Estaba pálido y delgado, como si lo aquejara una enfermedad devastadora, y su barba empezaba a lucir trazas grises, aunque solo tenía treinta y tres años.