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El carruaje alcanzó lo alto de una loma y descendió entre traqueteos por el otro lado, y la casa desapareció de su vista.

Capítulo 28

Octubre-noviembre de 1917

Walter, airado, dijo:

– El almirante Von Holtzendorff nos prometió que los británicos morirían de hambre en cinco meses. De eso hace ya nueve.

– Cometió un error – contestó su padre.

Walter reprimió una réplica sarcástica.

Se encontraban en el despacho de Otto, en la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín. Otto estaba sentado a su gran escritorio en una silla de madera tallada. En la pared, tras él, colgaba un lienzo del káiser Guillermo I, abuelo del monarca, de su proclamación como emperador alemán en el Salón de los Espejos de Versalles.

A Walter le enfurecían las excusas infundadas de su padre.

– El almirante dio su palabra de oficial de que ningún estadounidense llegaría a Europa – dijo -. Nuestros servicios de espionaje afirman que en junio desembarcaron catorce mil en Francia. ¡Suerte que era la palabra de un oficial!

Aquel comentario escoció a Otto.

– Hizo lo que consideraba lo mejor para su país – replicó, irritado -. ¿Qué más puede hacer un hombre?

Walter alzó la voz.

– ¿Y usted me pregunta qué más puede hacer un hombre? Puede evitar las falsas promesas. Puede evitar decir algo que no sabe a ciencia cierta. Puede decir la verdad, o mantener su estúpida boca cerrada.

– Von Holtzendorff aconsejó lo mejor que pudo.

La debilidad de esos argumentos lo sacaba de quicio.

– Tal humildad habría sido apropiada antes. Pero no la hubo. Usted estuvo allí, en el castillo de Pless; usted sabe lo que pasó. Von Holtzendorff dio su palabra. Engañó al káiser. Fue él quien hizo entrar en la guerra a Estados Unidos. ¡Difícilmente podría un hombre servir peor a su monarca!

– Supongo que quieres que dimita, pero, en tal caso, ¿quién ocuparía su lugar?

– ¿Dimitir? – Walter empezaba a ceder a la ira -. ¡Quiero que se meta el cañón del revólver en la boca y apriete el gatillo!

Otto le dirigió una mirada grave.

– Eso que has dicho es perverso.

– Su muerte sería una ínfima compensación por todos los que han perecido a causa de su engreída insensatez.

– Los jóvenes no tenéis sentido común.

– ¿Se atreve a hablarme de sentido común? Usted y su generación llevaron Alemania a una guerra que nos ha traumatizado y ha matado a millones de personas; una guerra que, tres años después, aún no hemos ganado.

Otto desvió la mirada. No podía negar que Alemania aún no había ganado la guerra. Los bandos opuestos estaban atascados en un punto muerto en Francia. La guerra submarina sin restricciones había fracasado en su objetivo de cortar los suministros a los aliados. Mientras tanto, el bloqueo naval británico mataba de hambre lentamente al pueblo alemán.

– Tenemos que esperar y ver qué ocurre en Petrogrado – dijo Otto -. Si Rusia abandona la guerra, la balanza se decantará.

– Exacto – repuso Walter -. Todo depende ahora de los bolcheviques.

A principios de octubre, Grigori y Katerina fueron a visitar a la comadrona.

Grigori pasaba ya la mayor parte de las noches en el apartamento de una habitación próximo a la fábrica Putílov. Ya no hacían el amor, a ella le resultaba demasiado incómodo. Tenía el vientre enorme, con la piel tensa como un balón de fútbol y el ombligo protuberante. Grigori nunca había mantenido relaciones con una mujer embarazada, y le resultaba tan aterrador como emocionante. Sabía que todo era normal, pero al mismo tiempo le producía pavor pensar en la cabeza de un bebé dilatando cruelmente el estrecho pasaje que él tanto amaba.

Se encaminaron hacia la casa donde vivía la comadrona, Magda, esposa de Konstantín. Walter llevaba a Vladímir a hombros. El pequeño ya tenía casi tres años, pero Grigori seguía cargando con él sin esfuerzo. La personalidad del pequeño empezaba a emerger; sin dejar de ser infantil, era inteligente y juicioso, más como Grigori que como su encantador y díscolo padre, Lev. Un bebé era como una revolución, pensó Grigori: era posible iniciarla, pero no controlar qué derrotero tomaba.

La contrarrevolución del general Kornílov había sido sofocada antes incluso de comenzar. El Sindicato de Ferroviarios se había asegurado de que la mayoría de los soldados de Kornílov quedaran atascados en vías muertas a kilómetros de Petrogrado. Los que, pese a ello, consiguieron aproximarse a la ciudad, se encontraron con los bolcheviques, que los desalentaron sencillamente desvelándoles la verdad, como había hecho Grigori en el patio de aquella escuela. Los soldados se sublevaron entonces contra los oficiales que participaban en la conspiración y los ejecutaron. El propio Kornílov fue detenido y encarcelado.

Grigori empezó a ser conocido como el hombre que había repelido al ejército de Kornílov. Él lo consideraba una exageración, pero su modestia solo consiguió aumentar su talla. Fue elegido miembro del Comité Central del partido bolchevique.

Trotski salió de prisión. Los bolcheviques ganaron las elecciones municipales de Moscú con el 51 por ciento de los votos. El partido alcanzó la cifra de 350.000 afiliados.

Grigori tenía la embriagadora sensación de que cualquier cosa podía ocurrir, incluida la catástrofe absoluta. Cualquier día la revolución podía fracasar. Eso era lo que más temía, pues en tal caso su hijo crecería en una Rusia que no sería mejor que aquella. Grigori pensó en los momentos trascendentales de su propia infancia: el ahorcamiento de su padre, la muerte de su madre frente al Palacio de Invierno, el sacerdote que le bajó los pantalones al pequeño Lev, el trabajo extenuante en la fábrica Putílov. Quería una vida distinta para su hijo.

– Lenin está pidiendo un levantamiento armado – le dijo a Katerina mientras caminaban hacia la casa de Magda.

Lenin seguía oculto fuera de la ciudad, pero enviaba un torrente constante de cartas furibundas exhortando al partido a que pasara a la acción.

– Creo que hace bien – contestó Katerina -. Todo el mundo está harto de gobiernos que hablan de democracia pero no hacen nada para que baje el precio del pan.

Como era habitual, Katerina decía lo que la mayoría de los obreros de Petrogrado opinaban.

Magda los esperaba y preparó té.

– Lo siento, no tengo azúcar – dijo -. Llevo semanas intentando conseguir un poco.

– Qué ganas tengo de que se acabe esto – comentó Katerina -. Estoy agotada de cargar con este peso.

Magda le palpó el vientre y dijo que aún le quedaban unas dos semanas.

– Cuando nació Vladímir fue horrible – dijo Katerina -. No tenía amigos y la comadrona era una arpía siberiana, una caradura; se llamaba Ksenia.

– Conozco a Ksenia – dijo Magda -. Es competente, pero un poco ruda.

– ¡Ya lo creo!

Konstantín se marchaba en ese momento al instituto Smolni. Aunque el Sóviet no celebraba sesiones diarias, sí había reuniones constantes de los comités generales y especiales. El gobierno provisional de Kérenski estaba ya tan debilitado que el Sóviet adquirió autoridad por defecto.

– He oído que Lenin ha vuelto a la ciudad – le dijo Konstantín a Grigori.

– Sí, volvió anoche.

– ¿Dónde se aloja?

– Es secreto. La policía todavía pretende detenerlo.

– ¿Qué es lo que le ha hecho volver?

– Lo sabremos mañana. Ha convocado una reunión del Comité Central.