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Konstantín salió y tomó un tranvía en dirección al centro de la ciudad. Grigori acompañó a Katerina a casa. Cuando estaba a punto de irse al cuartel, ella le dijo:

– Me quedo más tranquila sabiendo que Magda estará conmigo.

– Bien. – A Grigori seguía pareciéndole más peligroso un parto que un levantamiento armado.

– Y tú también estarás conmigo – añadió Katerina.

– Bueno, no en la misma sala – repuso Grigori, nervioso.

– No, claro. Pero sí fuera, caminando arriba y abajo, y eso me hará sentir segura.

– Bien.

– Estarás, ¿verdad?

– Sí – contestó él -. Pase lo que pase, estaré.

Al llegar al cuartel, una hora después, lo encontró sumido en la confusión. En la plaza de armas, los oficiales intentaban cargar armamento y munición en camiones, aunque con poco éxito: todos los comités de batallón estaban reunidos o bien preparando reuniones urgentes.

– ¡Kérenski lo ha hecho! – le informó Isaak, exultante -. ¡Está intentando enviarnos a todos al frente!

A Grigori se le cayó el alma a los pies.

– ¿Enviarnos… a quién?

– ¡A toda la guarnición de Petrogrado! Ya se ha expedido la orden. Tenemos que reemplazar a los soldados que están en el frente.

– ¿Qué motivos aducen?

– Dicen que es por el avance alemán.

Los alemanes habían tomado las islas del golfo de Riga y avanzaban hacia Petrogrado.

– ¡Tonterías! – dijo Grigori, irritado -. Es un intento de minar al Sóviet. – Y era un intento astuto, comprendió al meditarlo. Si los soldados apostados en Petrogrado eran reemplazados por los que venían del frente, se precisarían días, quizá semanas, para formar y organizar nuevos comités de soldados y elegir otros delegados al Sóviet. Peor aún: aquellos hombres carecerían de su experiencia en las batallas políticas de los últimos seis meses, que deberían volver a librarse -. ¿Qué opinan los soldados?

– Están furiosos. Quieren que Kérenski negocie la paz, en vez de enviarlos a la muerte.

– ¿Se negarán a abandonar Petrogrado?

– No lo sé. Ayudaría que el Sóviet los respaldara.

– Me encargaré de eso.

Grigori subió con dos guardaespaldas a un carro blindado y cruzó el puente Liteini en dirección al edificio Smolni. Aquello parecía un revés, pensó, pero podría transformarse en una oportunidad. Hasta el momento, no todos los soldados habían apoyado a los bolcheviques, pero la tentativa de Kérenski de enviarlos al frente podría decantar a los indecisos. Cuanto más pensaba en ello, tanto más creía que aquel podría ser el gran error de Kérenski.

El Smolni era un edificio espléndido que había albergado una escuela para las hijas de los ricos. Dos artilleros del regimiento de Grigori custodiaban la entrada. Miembros de la Guardia Roja trataban de verificar la identidad de todos los visitantes, pero Grigori observó con desasosiego que el gentío que entraba y salía era tan numeroso que el control de ningún modo podía ser riguroso.

El patio era escenario de una actividad frenética. Carros blindados, motocicletas, camiones y coches iban y venían constantemente compitiendo por el espacio. Una amplia escalinata conducía a una arcada y una columnata clásica. En una sala de la planta alta, Grigori encontró reunido al comité ejecutivo del Sóviet.

Los mencheviques apelaban a que los soldados de la guarnición se preparasen para ir al frente. Como de costumbre, pensó Grigori asqueado, se rendían sin luchar, y lo invadió de pronto el pánico a que la revolución se le estuviera escapando de las manos.

Hizo corrillo con los demás bolcheviques del ejecutivo para elaborar una moción más combativa.

– La única forma de defender Petrogrado de los alemanes es movilizar a los obreros – dijo Trotski.

– Como hicimos con el golpe de Estado de Kornílov – añadió Grigori, entusiasmado -. Necesitamos otro Comité para la Lucha que se encargue de la defensa de la ciudad.

Trotski redactó un borrador a toda prisa y se puso en pie para presentar la moción.

Los mencheviques estaban indignados.

– ¡Estaríais creando un segundo centro de mando militar al margen del ya existente del ejército! – dijo Mark Broido -. Ningún hombre puede servir a dos patronos.

Para repulsa de Grigori, la mayoría de los miembros del comité convinieron con eso. La moción de los mencheviques fue aceptada y Trotski fue derrotado. Grigori, desesperado, abandonó la reunión. ¿Podía la lealtad de los soldados al Sóviet sobrevivir a tal desaire?

Aquella tarde, los bolcheviques se reunieron en la Sala 36 y decidieron que no podían aceptar esa decisión. Acordaron volver a presentar su moción ese mismo día, en la reunión que celebraría el Sóviet al completo.

En esa segunda ocasión, los bolcheviques ganaron el voto.

Grigori se sintió aliviado. El Sóviet había respaldado a los soldados y creado un mando militar alternativo.

Habían dado un gran paso más hacia el poder.

Al día siguiente, lleno de optimismo, Grigori y los demás líderes bolcheviques se escabulleron sigilosamente del Smolni de forma individual y en parejas, con cuidado de no llamar la atención de la policía secreta, y se dirigieron al apartamento de una camarada, Galina Flakserman, para asistir a la reunión del Comité Central.

Grigori estaba inquieto por la reunión y llegó antes de la hora. Dio la vuelta a la manzana, en busca de sospechosos que deambularan por la zona y que pudieran ser espías de la policía, pero no encontró ninguno. Ya dentro del edificio inspeccionó los diferentes accesos – había tres – y averiguó cuál de ellos proporcionaría una salida más rápida.

Los bolcheviques se sentaron alrededor de una mesa de comedor grande, muchos con el abrigo de cuero que empezaba a convertirse en una especie de uniforme entre ellos. Lenin aún no había llegado y empezaron sin él. Grigori estaba muy preocupado – podrían haberlo detenido -, pero Lenin llegó a las diez en punto, disfrazado con una peluca que le resbalaba constantemente y le confería un aspecto casi ridículo.

Sin embargo, no hubo nada gracioso en la resolución que propuso, llamando a un levantamiento armado liderado por los bolcheviques para derrocar al gobierno provisional y hacerse con el poder.

Grigori se sintió eufórico. Todos querían un levantamiento armado, por supuesto, pero la mayoría de los revolucionarios arguyeron que aún no era el momento oportuno. Al fin, el más poderoso de todos ellos decía «ahora».

Lenin habló durante una hora. Como de costumbre, lo hizo con estridencia, dando puñetazos en la mesa, gritando e insultando a quienes discrepaban de él. Su estilo jugaba en su contra: daban ganas de no votar a alguien tan grosero. Pero, pese a ello, resultaba persuasivo. Sus conocimientos eran vastos; su instinto político, infalible, y pocos hombres conseguían mantenerse firmes bajo la lógica aplastante de sus argumentos.

Grigori estuvo de parte de Lenin desde el principio. Creía que lo importante era hacerse con el poder y poner fin a los titubeos. El resto de los problemas podrían solventarse después. Pero ¿opinarían lo mismo los demás?

Zinóviev se pronunció en contra. Era un hombre apuesto, pero también él había modificado su apariencia para despistar a la policía. Se había dejado barba y cortado al rape la mata de pelo negro y rizado. Consideraba que la estrategia de Lenin era demasiado arriesgada. Temía que un alzamiento proporcionara a la derecha una excusa para perpetrar un golpe militar. Quería que el partido bolchevique se concentrara en ganar las elecciones a la Asamblea Constituyente.

Ese tímido argumento enfureció a Lenin.

– ¡El gobierno provisional nunca celebrará unas elecciones generales! – dijo -. Quien crea lo contrario es idiota e ingenuo.

Trotski y Stalin eran partidarios del levantamiento, pero Trotski irritó a Lenin diciendo que debían esperar a que se llevara a cabo el Congreso Panruso de los Sóviets, programado para diez días después.