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Eran los únicos pasajeros del tranvía. Lenin preguntó a la conductora sobre lo que opinaba al respecto de los últimos acontecimientos políticos.

Mientras se alejaban a pie de la estación de Finlandia, oyeron ruido de cascos y se escondieron de lo que resultó ser una tropa de cadetes leales al gobierno buscando pelea.

Grigori acompañó a Lenin con aire triunfal al interior del Smolni a medianoche.

Lenin fue directo a la Sala 36 y convocó una reunión del Comité Central Bolchevique. Trotski informó que la Guardia Roja controlaba ya muchos de los puntos clave de la ciudad. Pero eso no fue suficiente para Lenin. Por motivos simbólicos, argumentó, los soldados revolucionarios tenían que tomar el Palacio de Invierno y arrestar a los ministros del gobierno provisional. Esa acción sería lo que convencería al pueblo de que el poder había pasado, de forma definitiva e irrevocable, a manos de los revolucionarios.

Grigori sabía que tenía razón.

Y todos los demás también.

Trotski inició la planificación de la toma del Palacio de Invierno.

Aquella noche, Grigori no volvió a casa.

No podía producirse ningún error.

Grigori sabía que la acción final de la revolución tenía que ser decisiva. Se aseguró de que las órdenes fueran claras y llegaran a su destino a tiempo.

El plan no era complejo, pero a Grigori le preocupaba que los plazos establecidos por Trotski fueran demasiado optimistas. El grueso de las fuerzas de ataque estaría formado por marineros revolucionarios. La mayoría procedían de Helsingfors, capital de la región finlandesa, en tren y barco. Zarparon de allí a las tres de la madrugada. Otros llegarían desde Kronstadt, la base naval insular situada a veinte millas de la costa.

Estaba previsto que el ataque comenzara a las doce del mediodía.

Como si de una operación en el campo de batalla se tratase, empezaría con una descarga de artillería: los cañones de la Fortaleza de Pedro y Pablo dispararían sobre el río y derruirían los muros del palacio. A continuación, los marineros y los soldados tomarían el edificio. Trotski calculó que acabarían hacia las dos, hora para la que estaba programado el comienzo del Congreso Panruso de los Sóviets.

Lenin quería personarse en la sesión de apertura y anunciar que los bolcheviques ya habían tomado el poder. Era el único modo de prevenir otro gobierno pactado, indeciso e ineficaz, el único modo de garantizar que Lenin acabara accediendo al poder.

A Grigori le preocupaba que las cosas no progresaran tan deprisa como Trotski confiaba.

La seguridad era débil en el Palacio de Invierno, y al amanecer Grigori envió allí a Isaak para que efectuara un reconocimiento. Isaak comunicó que en el edificio había unos tres mil soldados leales. Si estaban debidamente organizados y luchaban con valentía, la batalla sería temible.

Isaak descubrió también que Kérenski había abandonado la ciudad. Dado que la Guardia Roja controlaba las estaciones ferroviarias, no había podido huir en tren y finalmente lo hizo en un coche requisado.

– ¿Qué clase de primer ministro no puede viajar en tren en su propia capital? – se asombr Isaak.

– En cualquier caso, se ha ido – repuso Grigori, satisfecho -. Y no creo que vuelva nunca.

Sin embargo, el ánimo de Grigori se tornó pesimista cuando al mediodía ningún marinero había aparecido aún.

Cruzó el puente en dirección a la Fortaleza de Pedro y Pablo para asegurarse de que los cañones estaban preparados. Para su horror, descubrió que no eran sino objetos de museo, con la mera función de impresionar, y que no podían dispararse. Ordenó a Isaak que buscara artillería en buen estado.

Se apresuró a volver al Smolni para informar a Trotski de que su plan empezaba a acumular retraso. El guardia apostado a la entrada le dijo:

– Alguien lo buscaba, camarada. Algo sobre una comadrona.

– Ahora no puedo ocuparme de eso – contestó Grigori.

Los acontecimientos se desarrollaban muy deprisa. Grigori supo que la Guardia Roja había tomado el palacio Marinski y desmantelado el Preparlamento sin derramamiento de sangre. Los bolcheviques encarcelados habían sido puestos en libertad. Trotski había ordenado a todas las tropas apostadas fuera de Petrogrado que permanecieran en sus puestos, y los soldados estaban obedeciéndolo, no así los oficiales.

Lenin redactaba un manifiesto que comenzaba diciendo: «A los ciudadanos de Rusia: ¡el gobierno provisional ha sido derrocado!».

– Pero el asalto aún no ha comenzado – le dijo abatido Grigori a Trotski -. No creo que podamos conseguirlo antes de las tres.

– No te preocupes – repuso Trotski -. Podemos aplazar el inicio del congreso.

Grigori volvió a la plaza del palacio. A las dos de la tarde, al fin, vio el minador Amur navegando rumbo al Neva con mil marineros de Kronstadt a bordo, y a los obreros de Petrogrado congregados en las riberas para recibirlos con ovaciones.

Grigori cayó en la cuenta de que si Kérenski hubiera previsto la colocación de minas en el angosto canal, habría impedido que los marineros accedieran a la ciudad y habría sofocado la revolución. Pero no había minas, y los marineros, con sus chaquetas negras, empezaron a desembarcar armados con fusiles. Grigori se preparó para desplegarlos alrededor del Palacio de Invierno.

Pero el plan seguía estando plagado de contratiempos, para inmensa exasperación de Grigori. Isaak encontró un cañón y, con grandes esfuerzos, consiguió que fuera arrastrado hasta un punto estratégico… solo para descubrir que no había munición para hacerlo funcionar. Mientras tanto, los soldados leales construían barricadas en el palacio.

Desquiciado por la frustración, Grigori volvió en coche al Smolni.

Allí estaba a punto de comenzar una sesión de emergencia del Sóviet de Petrogrado. El espacioso salón de la escuela femenina, pintado de un blanco virginal, rebosaba con centenares de delegados. Grigori subió a la tarima y se sentó al lado de Trotski, que estaba a punto de inaugurar la sesión.

– El asalto ha sido aplazado debido a una serie de problemas – comunicó.

Trotski se tomó con serenidad la mala noticia. A Lenin le daría un ataque de histeria.

– ¿Cuándo podréis tomar el palacio? – preguntó Trotski.

– Siendo realistas, a las seis.

Trotski asintió, templado, y se puso en pie para dirigirse a la concurrencia.

– En nombre del Comité Militar Revolucionario, ¡declaro que el gobierno provisional ya no existe! – vociferó.

El público estalló en vítores y gritos. «Espero ser capaz de convertir esa mentira en una verdad», pensó Grigori.

Cuando el fragor cesó, Trotski enumeró los logros de la Guardia Roja: la toma durante la noche de las estaciones ferroviarias y de otros edificios clave, y el desmantelamiento del Preparlamento. Anunció asimismo que varios ministros del gobierno habían sido detenidos.

– El Palacio de Invierno aún no ha sido tomado, ¡pero su sino se decidirá de un momento a otro!

Se oyeron más ovaciones.

Un disidente gritó:

– ¡Os estáis anticipando a la voluntad de los sóviets!

Era el blando argumento democrático, un argumento que el propio Grigori habría esperado en los viejos tiempos, antes de volverse un hombre realista.

Trotski fue tan raudo en responder que sin duda había previsto aquella crítica.

– La voluntad de los sóviets ya ha sido anticipada por el alzamiento de los obreros y los soldados – replicó.

De pronto, se oyó un murmullo en toda la sala. Los presentes empezaron a ponerse en pie. Grigori miró hacia la puerta, preguntándose por el motivo. Vio entrar a Lenin. Los delegados prorrumpieron en vítores. El bullicio se tornó ensordecedor cuando Lenin subió a la tarima. Él y Trotski se pusieron hombro con hombro, sonrieron y se inclinaron ante el público para agradecerle la ovación, un público que aclamaba un golpe que aún no se había llevado a cabo.