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La tensión entre la proclamación de la victoria en el vestíbulo y la realidad del desorden y el retraso fuera era excesiva para Grigori, que, incapaz de soportarla, se marchó.

Los marineros procedentes de Helsingfors aún no habían llegado, y el cañón de la fortaleza todavía no estaba preparado para disparar. Con la caída de la noche empezó a lloviznar. Apostado en un extremo de la plaza, con el Palacio de Invierno delante y los cuarteles del Estado Mayor detrás, Grigori vio una fuerza de cadetes saliendo del palacio. Las insignias de sus uniformes los identificaban como alumnos de la Escuela de Artillería Mijailovski; llevaban cuatro pesadas armas. Grigori los dejó marchar.

A las siete ordenó a una fuerza de soldados y marineros que entraran en los cuarteles generales del Estado Mayor y se hicieran con el control. Los hombres obedecieron sin oponerse.

A las ocho, los doscientos cosacos de guardia en el palacio decidieron regresar a sus cuarteles, y Grigori les dejó franquear el cordón. Comprendió que los irritantes retrasos tal vez no supusieran del todo una catástrofe: las fuerzas a las que tenía que vencer se iban reduciendo con el paso de las horas.

Justo antes de las diez, Isaak informó de que el cañón estaba al fin preparado en la Fortaleza de Pedro y Pablo. Grigori ordenó una ráfaga de fogueo, seguida de una pausa. Como habían esperado, más soldados abandonaron el palacio.

¿Podía ser tan fácil?

Fuera, en el río, una alarma sonó a bordo del Amur. Grigori miró hacia allí en busca de lo que la había causado y vio las luces de otros barcos aproximándose. Se le heló el corazón. ¿Había conseguido Kérenski enviar fuerzas leales para salvar su gobierno en el último momento? Pero instantes después oyó unos vítores procedentes de la cubierta del Amur y supo que los recién llegados eran los marineros de Helsingfors.

Cuando hubieron echado anclas sin contratiempos, Grigori dio la orden de que comenzara el bombardeo… al fin.

Se oyó un tronar de cañones. Algunos proyectiles explotaron en el aire, iluminando los barcos que estaban en el río y el palacio sitiado. Grigori vio un impacto en una ventana esquinera de la tercera planta, y se preguntó si habría alguien en aquella estancia. Para su asombro, los tranvías, bien iluminados, siguieron circulando sin interrupción por los cercanos puentes del Palacio y Troitski.

La escena no era comparable al campo de batalla, por descontado. En el frente centenares de armas disparaban a la vez; allí, tan solo lo hacían cuatro. Largos intervalos separaban un disparo del siguiente, y sorprendía ver cuántos se desperdiciaban, al frenarse su trayectoria o al caer en el río sin producir el menor perjuicio.

Grigori ordenó el alto el fuego y envió pequeños grupos de soldados al interior del palacio para que efectuaran un reconocimiento. A su vuelta, los soldados informaron de que los pocos guardias que quedaban dentro no oponían resistencia.

Poco después de la medianoche, Grigori encabezó un contingente más numeroso. Según la táctica acordada, se dispersaron por el palacio, corriendo por los amplios y oscuros pasillos, neutralizando a los oponentes y buscando ministros del gobierno. El palacio parecía un cuartel indisciplinado, con los colchones de los soldados sobre los suelos de parquet de los dorados salones de gala, y por todas partes había desperdigada basura y colillas, chuscos de pan y botellas vacías con etiquetas francesas que los guardias probablemente se habían llevado de las exquisitas bodegas del zar.

Grigori oyó varios disparos, pero el combate era ínfimo. No encontró a ningún ministro en la planta baja. Pensó de pronto que tal vez algunos de ellos se hubieran escabullido y sintió una punzada de pánico. No quería tener que informar a Trotski y a Lenin de que los miembros del gobierno de Kérenski se le habían escurrido entre los dedos.

Acompañado de Isaak y de otros dos hombres, subió la amplia escalinata para inspeccionar la primera planta. Irrumpieron por una doble puerta en una sala de reuniones y allí encontraron lo que quedaba del gobierno provisionaclass="underline" un reducido grupo de hombres amedrentados con traje y corbata y los ojos abiertos como platos, sentados en sillones frente a una mesa y por el resto de la sala.

Uno de ellos hizo acopio de la poca autoridad que le quedaba.

– El gobierno provisional está aquí… ¿Qué es lo que queréis?

Grigori reconoció a Aleksandr Konoválov, el acaudalado magnate de la industria textil que era primer ministro en funciones de Kérenski.

– Están todos detenidos – informó Grigori.

Fue un momento agradable, y lo saboreó.

Se volvió hacia Isaak:

– Anota sus nombres. – Los reconoció a todos -. Konoválov, Maliantóvich, Nikitin, Teréschenko… – Cuando la lista estuvo completa, añadió -: Llévalos a la Fortaleza de Pedro y Pablo y enciérralos en las celdas. Yo iré al Smolni y comunicaré la buena noticia a Trotski y a Lenin.

Salió del edificio. Al cruzar la plaza, se detuvo un instante, recordando a su madre. Había muerto en aquel lugar doce años antes, víctima del disparo de la guardia del zar. Se dio la vuelta y contempló el inmenso palacio, con sus hileras de columnas blancas y la luz de la luna destellando en sus centenares de ventanas. En un repentino acceso de rabia, sacudió el puño en dirección al edificio.

– Esto es lo que habéis conseguido, malditos – dijo en voz alta -. Esto es lo que habéis conseguido por matarla.

Esperó hasta que logró calmarse. «Ni siquiera sé a quién le estoy hablando», pensó. Subió al carro blindado de color tierra que aguardaba junto a una barricada desmantelada.

– Al Smolni – indicó al conductor.

Durante el breve trayecto empezó a sentirse eufórico. «Ahora sí que hemos ganado – se dijo -. Somos los vencedores. El pueblo ha derrocado a sus opresores.»

Subió corriendo los escalones que llevaban al Smolni y entró en la sala. Estaba atestada, y Grigori cayó en la cuenta de que el Congreso Panruso de los Sóviets había dado comienzo. Trotski no había conseguido seguir posponiéndolo. Era una mala noticia. Sin duda los mencheviques, y los demás revolucionarios de medio pelo, exigirían un cargo en el nuevo gobierno aunque no hubiesen hecho nada para derrocar al antiguo.

Una bruma de humo de tabaco envolvía las arañas de luces. Los miembros del Presídium estaban sentados en la tarima. Grigori conocía a la mayoría, y estudió la composición del grupo. Los bolcheviques ocupaban catorce de los veinticinco asientos, observó. Eso significaba que el partido tenía el mayor número de delegados. Pero le horrorizó ver que el presidente era Kámenev, ¡un bolchevique moderado que había votado contra el levantamiento armado! Tal como Lenin había advertido, el congreso iba camino de formar otro gobierno de pacto.

Grigori barrió con la mirada a los delegados presentes en la sala y vio a Lenin en la primera fila. Se acercó a él y le dijo al hombre que estaba sentado a su lado:

– Tengo que hablar con Iliich, cédeme tu asiento.

El hombre pareció molestarse, pero al cabo se levantó.

Grigori habló a Lenin al oído.

– El Palacio de Invierno está en nuestras manos – le dijo, y le refirió los nombres de los ministros que habían sido detenidos.

– Demasiado tarde – contestó Lenin, con aire sombrío.

Era lo que Grigori había temido.

– ¿Qué está pasando aquí?

Lenin volvió la mirada atrás.

– Mártov ha presentado la moción. – Yuli Mártov era el antiguo enemigo de Lenin. Mártov siempre había querido que el Partido Laborista Social Democrático ruso fuera como el Partido Laborista británico y luchara por la clase obrera con medios democráticos, y su disputa con Lenin sobre esta cuestión había escindido el PLSD en 1903 en dos facciones: los bolcheviques de Lenin y los mencheviques de Mártov -. Ha abogado por el fin de la lucha en las calles seguido de negociaciones para la formación de un gobierno democrático.