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– ¿Negociaciones? – repitió Grigori, incrédulo -. ¡Pero si hemos tomado el poder!

– Hemos apoyado la moción – repuso Lenin con voz neutra.

Grigori estaba sorprendido.

– ¿Por qué?

– Si nos hubiéramos opuesto, habríamos perdido. Tenemos trescientos de los seiscientos setenta delegados. Somos el partido mayoritario por muy poco margen, pero no contamos con mayoría absoluta.

A Grigori le entraron ganas de llorar. El golpe había llegado demasiado tarde. Habría otra coalición cuya composición se decidiría por medio de acuerdos y compromisos, y el gobierno seguiría titubeando mientras los rusos pasaban hambre en sus casas y morían en el frente.

– Pero, de todos modos, nos están atacando – añadió Lenin.

Grigori escuchó al ponente que hablaba en ese momento, alguien a quien no conocía.

– Este congreso ha sido convocado para debatir sobre el nuevo gobierno, pero ¿con qué nos encontramos? – decía el hombre, airado -. ¡Con que se ha llevado a cabo una irresponsable toma de poder y con que un sector se ha adelantado a la voluntad del congreso! Debemos rescatar la revolución de esta empresa demencial.

Entre los delegados bolcheviques estallaron las protestas. Grigori oyó que Lenin decía:

– ¡Canalla! ¡Malnacido! ¡Traidor!

Kámenev llamó al orden.

Pero el siguiente discurso también fue amargamente hostil contra los bolcheviques y su golpe, y lo siguieron otros en la misma línea. Lev Jinchuk, un menchevique, apeló a negociar con el gobierno provisional, y la reacción indignada de los delegados fue tan violenta que Jinchuk no pudo continuar durante unos minutos. Finalmente, alzando la voz sobre el griterío, dijo:

– ¡Abandonamos este congreso! – y se marchó de la sala.

Grigori supo que la táctica que debían seguir era decir que el congreso no tendría autoridad si lo abandonaban.

– ¡Desertores! – gritó alguien, y el insulto fue coreado en toda la sala.

Grigori estaba consternado. Llevaban mucho tiempo esperando aquel congreso. Los delegados representaban la voluntad del pueblo ruso. Pero se estaba desmoronando.

Miró a Lenin. Se quedó perplejo al ver que sus ojos refulgían de regocijo.

– Esto es fantástico – dijo -. ¡Estamos salvados! Nunca imaginé que cometerían este error.

Grigori no tenía idea de a qué se refería. ¿Se habría trastornado?

El siguiente orador fue Mijaíl Gendelman, un líder socialista revolucionario, que dijo:

– Teniendo conocimiento de la toma de poder por parte de los bolcheviques, responsabilizándolos de este acto insensato y criminal, y considerando imposible colaborar con ellos, la facción socialista revolucionaria abandona el congreso. – Y se marchó, seguido de todos los socialistas revolucionarios, que recibieron los abucheos y los silbidos del resto de los delegados.

Grigori se sentía abochornado. ¿Cómo podía aquel triunfo haber degenerado tan deprisa en esa clase de desmanes públicos?

Pero Lenin parecía incluso más complacido.

Una serie de soldados delegados hablaron a favor del golpe bolchevique, y Grigori empezó a animarse, pero seguía sin comprender la alegría de Lenin. Iliich garabateaba algo en un cuaderno. A medida que se sucedían los discursos, corregía y reescribía. Finalmente, le tendió dos hojas a Grigori.

– Hay que presentar esto al congreso para su inmediata adopción – dijo.

Era una declaración larga, cargada de la retórica habitual, pero Grigori centró su atención en la frase clave: «Por la presente el congreso decide asumir el poder gubernamental».

Era lo que Grigori quería.

– ¿Para qué lo lea Trotski? – preguntó Grigori.

– No, Trotski no. – Lenin miró a los hombres, y a la mujer, que ocupaban la tarima -. Lunarcharski – decidió.

Grigori supuso que Trotski ya se había granjeado suficiente gloria.

El joven llevó la proclama a Lunarcharski, que hizo una señal al presidente. Minutos después, Kámenev cedió la palabra a Lunarcharski, que se puso en pie y leyó las palabras de Lenin.

Cada una de las frases fue recibida con una ovación.

El presidente solicitó una votación.

Y en ese momento, al fin, Grigori comprendió por qué Lenin estaba tan contento. Con los mencheviques y los socialistas revolucionarios fuera de la sala, los bolcheviques tenían una mayoría abrumadora. Podían hacer lo que quisieran. No había necesidad de pactar.

Se llevó a cabo una votación. Solo dos delegados votaron en contra.

Los bolcheviques tenían el poder, y también la legitimidad.

El presidente clausuró la sesión. Eran las cinco de la madrugada del jueves 8 de noviembre. La Revolución rusa había vencido. Y los bolcheviques estaban al mando.

Grigori abandonó la sala detrás de Iósif Stalin, el revolucionario georgiano, y de otro hombre. El acompañante de Stalin llevaba un abrigo de cuero y una cartuchera, como muchos otros bolcheviques, pero había algo en él que provocó un chispazo en la memoria de Grigori. Cuando el hombre se volvió para decirle algo a Stalin, el joven lo reconoció, y un espasmo de sorpresa y terror lo sacudió.

Era Mijaíl Pinski.

Se había unido a la revolución.

Grigori estaba exhausto. De pronto cayó en la cuenta de que llevaba dos noches sin dormir. Había habido tanto por hacer que apenas se había apercibido del paso del tiempo. El carro blindado era el vehículo más incómodo en el que había viajado nunca, pero pese a ello se durmió en el trayecto hasta su casa. Cuando Isaak lo despertó, vio que estaban ya frente a la puerta. Se preguntó cuánto sabría Katerina de lo ocurrido. Confiaba en que no fuera demasiado, pues eso le proporcionaría el placer de narrarle con detalle el triunfo de la revolución.

Entró en casa y subió la escalera a trompicones. Vio luz por la rendija inferior de la puerta.

– Soy yo – dijo, y entró en la habitación.

Katerina estaba sentada en la cama con un bebé diminuto en los brazos.

Grigori se sintió arrobado de felicidad.

– ¡Ya ha llegado el bebé! ¡Es precioso!

– Es una niña.

– ¡Una niña!

– Me prometiste que estarías conmigo – le dijo Katerina con tono reprobatorio.

– ¡No lo sabía! – Miró al bebé -. Es morena, como yo. ¿Qué nombre le ponemos?

– Te envié un mensaje.

Grigori recordó al guardia que le había dicho que alguien lo buscaba. «Algo sobre una comadrona», habían sido sus palabras.

– Oh, Dios mío… – se lamentó -. Estaba tan atareado…

– Magda estaba atendiendo otro parto – dijo Katerina -. Tuvo que atenderme Ksenia.

Grigori se sintió acongojado.

– ¿Sufriste mucho?

– ¡Pues claro que sufrí mucho! – le espetó Katerina.

– Lo siento… Pero ¡escucha! ¡Ha habido una revolución! Una revolución de verdad esta vez… ¡Nos hemos hecho con el poder! ¡Los bolcheviques están formando gobierno! – Se inclinó sobre ella para besarla.

– Eso es lo que suponía – repuso ella, y volvió la cara.

Capítulo 29

Marzo de 1918

Walter se encontraba de pie en el tejado de una pequeña iglesia medieval de Villefranche-sur-Oise, un pueblo cercano a San Quintín. Durante algún tiempo había sido una zona de descanso y ocio para la intendencia alemana, y los habitantes franceses, aprovechando las circunstancias, se dedicaron a vender a sus conquistadores tortillas y vino, cuando conseguían provisiones. «Malheur la guerre – decían -. Pour nous, pour vous, pour tout le monde.» Maldita guerra; para nosotros, para vosotros, para todo el mundo. Desde entonces, los discretos avances de los aliados habían ahuyentado a los residentes franceses, arrasado la mitad de los edificios y acercado el pueblo a la primera línea; en esos momentos era ya una zona de reunión.