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Más abajo, en la angosta carretera que cruzaba el centro del pueblo, soldados alemanes marchaban en columna de cuatro en fondo. Llevaban haciéndolo horas, miles de ellos habían desfilado ya. Parecían cansados pero alegres, aunque debían de saber que se dirigían a la primera línea. Habían sido trasladados desde el frente oriental. Francia en marzo era mejor que Polonia en febrero, supuso Walter, al margen de lo que les aguardara.

Lo que veía le alegró el alma. Aquellos hombres habían sido liberados por el armisticio entre Alemania y Rusia. En los últimos días, los negociadores de Brest-Litovsk habían firmado un tratado de paz. Rusia había abandonado la guerra definitivamente. Walter había participado en su consecución, apoyando a Lenin y a los bolcheviques, y la escena que tenía frente a sí era el triunfal resultado.

El ejército alemán contaba ya con 192 divisiones en Francia, frente a las 129 del año anterior; la mayor parte de este incremento lo componían unidades desplazadas desde el frente oriental. Por primera vez tenían allí a más hombres que los aliados, con 173 divisiones, según los servicios secretos alemanes. En numerosas ocasiones a lo largo de los tres años y medio anteriores, al pueblo alemán se le había dicho que estaba a un paso de la victoria. Walter pensó que esta vez era verdad.

No compartía la creencia de su padre de que los alemanes eran una especie humana superior, pero por otra parte veía que el dominio de Europa por parte de sus compatriotas sería positivo. Los franceses poseían muchas aptitudes destacables – la gastronomía, la pintura, la moda, el vino -, pero no tenían mano para gobernar. Los oficiales franceses se consideraban una especie de aristocracia, y creían que era perfectamente lícito hacer esperar a los ciudadanos. Una dosis de eficacia alemana les iría de maravilla. Y lo mismo podía decirse de los indisciplinados italianos. La Europa oriental sería la que más se beneficiaría. El antiguo Imperio ruso seguía anclado en la Edad Media, con campesinos harapientos muriendo de hambre en casuchas y mujeres azotadas por haber cometido adulterio. Alemania reportaría orden, justicia y técnicas agrícolas modernas. Habían creado el primer servicio aéreo regular. Los aviones cubrían el trayecto entre Viena y Kiev en ambas direcciones como si fueran trenes. Habría una red de vuelos por toda Europa después de que Alemania ganase la guerra. Y Walter y Maud criarían a sus hijos en un mundo pacífico y bien ordenado.

Pero esa oportunidad de vencer en el campo de batalla no habría de durar mucho. Los norteamericanos habían empezado a llegar en grandes cantidades. Habían tardado casi un año en organizar un buen ejército, pero en esos momentos había trescientos mil soldados estadounidenses en Francia, y seguían llegando más a diario. Alemania tendría que ganar pronto, conquistar Francia y empujar a los aliados hacia el mar antes de que los refuerzos estadounidenses inclinaran la balanza.

El inminente asalto había recibido el nombre de Kaiserschlacht, la batalla del Káiser. De un modo u otro, sería la última ofensiva de Alemania.

Habían vuelto a destinar a Walter al frente. Alemania necesitaba a todos sus hombres en el campo de batalla, sobre todo habiendo muerto tantos oficiales. Se le había asignado el mando de un Sturmbataillon – tropas de asalto -, y tanto él como sus hombres habían recibido un curso de adiestramiento sobre las últimas tácticas. Algunos eran veteranos curtidos; otros, muchachos y ancianos reclutados a la desesperada. Walter había llegado a apreciarlos durante el curso, pero tenía que cuidarse de no sentir excesivo afecto por hombres a quienes podría verse obligado a enviar a la muerte.

Al mismo curso había asistido Gottfried von Kessel, antiguo rival de Walter en la embajada alemana de Londres. Pese a su mala vista, Gottfried era capitán en el batallón de Walter. La guerra no había hecho mella en su fanfarronería.

Walter inspeccionó el territorio aledaño con los binoculares. Era un día frío y despejado, con buena visibilidad. En el sur, el ancho río Oise fluía entre marismas. Al norte, la fértil tierra estaba salpicada de caseríos, granjas, puentes, huertos y pequeñas arboledas. A algo más de un kilómetro al oeste se encontraba el entramado de trincheras alemanas, y más allá, el campo de batalla. Aquel mismo paisaje agrícola había sido devastado por la guerra. Los yermos trigales lucían cráteres similares a los de la Luna; todos los pueblos estaban reducidos a pilas de piedras; los huertos estaban arrasados, y los puentes, destrozados. Si enfocaba bien los binoculares, alcanzaba a ver los cadáveres en descomposición de hombres y caballos, y los armazones de acero de tanques abrasados.

Al final de aquel erial se encontraban los británicos.

Un repentino estruendo lo hizo mirar hacia el este. Nunca antes había visto el vehículo que se aproximaba, pero había oído hablar de él. Era una pieza de artillería autopropulsada, con un cañón gigantesco y un mecanismo de disparo montado sobre un bastidor y un motor de cien caballos. Lo seguía de cerca un resistente camión cargado, presumiblemente, con munición de tamaño proporcional. A continuación, iban dos cañones más. Sus ocupantes, artilleros, saludaron con las gorras al pasar, como si se encontraran en un desfile celebrando la victoria.

Walter se sintió eufórico. Se podría reposicionar rápidamente aquellos cañones en cuanto comenzara la ofensiva. Supondrían un refuerzo mejor para la infantería en su avance.

Von Ulrich había oído que un cañón aún más grande estaba bombardeando París desde una distancia de casi cien kilómetros. Apenas le parecía verosímil.

A los cañones los seguía un Mercedes 37/95 Double Phaeton que le resultó conocido. El coche abandonó la carretera y aparcó en la plaza situada frente a la iglesia, y de él se apeó el padre de Walter.

«¿Qué está haciendo aquí?»

Walter cruzó la entrada baja que daba acceso a la torre y bajó a toda prisa la escalera de caracol. La nave de aquella iglesia abandonada se había convertido en un dormitorio comunitario. Se abrió paso entre los petates y las cajas que los hombres utilizaban a modo de mesas y sillas.

Fuera, el camposanto estaba atestado de rampas de trinchera, plataformas prefabricadas de madera que permitirían a la artillería y a los camiones de abastecimiento cruzar las trincheras británicas tomadas para alcanzar a las tropas de asalto. Estaban ocultas entre las lápidas, como para impedir que se vieran desde el aire.

El torrente de hombres y vehículos que cruzaban el pueblo desde el este hacia el oeste se había reducido ya a apenas un goteo. Algo ocurría.

Otto iba uniformado y saludó formalmente. Walter vio que su padre era presa de la emoción.

– ¡Viene una visita especial! – le dijo Otto de inmediato.

De modo que era eso.

– ¿Quién?

– Ya lo verás.

Walter supuso que se trataba del general Ludendorff, que en esos momentos ostentaba el cargo de comandante en jefe.

– ¿Qué pretende hacer?

– Dirigirse a los soldados, por supuesto. Por favor, reúne a los hombres delante de la iglesia.

– ¿Cuándo?

– No tardará en llegar.

– De acuerdo. – Walter miró a su alrededor -. ¡Sargento Schwab! Venga aquí. Usted y el cabo Grunwald… y el resto de sus hombres, vengan aquí. – Envió mensajeros a la iglesia, al comedor que se había improvisado en un granero grande y al campamento que se había montado sobre una loma situada al norte -. Quiero que todos los hombres, convenientemente vestidos, formen delante de la iglesia en quince minutos. ¡Enseguida!