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Todos se pusieron en marcha a toda prisa.

Walter recorrió todo el pueblo para informar a oficiales, ordenar a los hombres que acudieran a la plaza y vigilar mientras tanto el sector oriental de la carretera. Encontró a su comandante, el Generalmajor Schwarzkopf en una vieja granja que desprendía un fuerte olor a queso, terminando su desayuno de pan con sardinas de lata.

En un cuarto de hora se habían reunido dos mil hombres y, diez minutos más tarde, todos ellos presentaban un aspecto decente, con el uniforme abrochado y la gorra bien puesta. A continuación llevó un camión de plataforma a la plaza y lo aparcó frente a ellos. Con cajas de munición, improvisó unos escalones junto a la parte trasera.

Otto sacó del Mercedes una alfombra roja y la extendió frente a la escalinata.

Walter se llevó aparte a Grunwald. El cabo era un hombre alto, con grandes manos y pies. Walter le ordenó que subiera al tejado con los binoculares y un silbato.

Y esperaron.

Pasó media hora, y después una hora más. Los hombres se inquietaban, se salían de las filas y empezaban a charlar.

Al cabo de otra hora, Grunwald hizo sonar el silbato.

– ¡Preparaos! – bramó Otto -. ¡Ya llega!

Estalló un alboroto de órdenes. Los hombres se pusieron firmes rápidamente. Una caravana de vehículos llegó a la plaza.

La portezuela de un carro blindado se abrió, y un hombre ataviado con uniforme de general se apeó de él. Sin embargo, no se trataba del calvo Ludendorff. El visitante especial se movía con torpeza, con la mano izquierda en el bolsillo de la guerrera, como si tuviera el brazo herido.

Instantes después, Walter cayó en la cuenta de que era el mismísimo káiser.

El Generalmajor Schwarzkopf se acercó a él y lo saludó.

Cuando los hombres vieron quién era el visitante, los murmullos y las reacciones fueron aumentando rápidamente hasta convertirse en un estallido de vítores. El Generalmajor pareció enojarse en un primer momento ante aquella muestra de indisciplina, pero el káiser esbozó una sonrisa benévola y Schwarzkopf recompuso de inmediato un semblante de aprobación.

El káiser subió los escalones, se apostó en la plataforma del camión y agradeció la ovación. Cuando el bullicio cesó al fin, empezó a hablar.

– ¡Alemanes! – dijo -. ¡Ha llegado la hora de la victoria!

Todos lo aclamaron de nuevo, y esta vez Walter se sumó a ellos.

A la una de la madrugada del jueves 21 de marzo, la brigada ocupaba ya su puesto en la vanguardia, preparada para el ataque. Walter y los oficiales de su batallón se sentaron en un refugio subterráneo, en la trinchera de la primera línea. Charlaban para aliviar la tensión de la espera.

Gottfried von Kessel exponía la estrategia de Ludendorff.

– Esta ofensiva hacia el oeste abrirá una cuña entre los británicos y los franceses – dijo, con la falsa seguridad de que solía hacer gala cuando trabajaban juntos en la embajada alemana de Londres -. Después girará hacia el norte, rodeará a los británicos por el flanco derecho y los llevará hacia el canal de la Mancha.

– No, no – opinó el teniente Von Braun, un hombre entrado en años -. La opción más astuta es que, en cuanto hayamos penetrado en su primera línea, vayamos directos hacia la costa atlántica. Imaginen una línea alemana prolongándose por todo el centro de Francia y separando a los franceses de sus aliados…

Von Kessel discrepó:

– ¡Pero entonces tendríamos enemigos al norte y al sur!

Un tercer hombre, el capitán Kellerman, se sumó a la conversación.

– Ludendorff girará hacia el sur – predijo -. Tenemos que tomar París. Eso es lo único que cuenta.

– ¡París solo es simbólico! – repuso Von Kessel con desdén.

Especulaban; nadie sabía nada a ciencia cierta. Walter se sentía demasiado tenso para escuchar una discusión sin sentido, por lo que decidió salir. Los hombres estaban sentados en el suelo de la trinchera, aún tranquilos. Las horas previas a la batalla eran un tiempo de reflexión y rezo. La sopa de cebada que habían cenado llevaba ternera, un lujo escaso. Los ánimos eran buenos, todos presentían que el final de la guerra se acercaba.

Era una noche clara y estrellada. Las cocinas de campaña repartían el desayuno: pan negro y café aguado con sabor a colinabo. Había llovido un poco, pero la lluvia había cesado ya y el viento prácticamente también. Eso significaba que podrían dispararse bombas de gas tóxico. Los dos bandos utilizaban gas, pero Walter había oído que en esa ocasión los alemanes emplearían una mezcla nueva: el temible fosgeno y gas lacrimógeno. El gas lacrimógeno no era mortal, pero podía traspasar las máscaras antigás reglamentarias de los británicos. En teoría, la irritación producida por el gas lacrimógeno haría que los soldados se quitaran las máscaras para frotarse los ojos, y entonces inhalarían el fosgeno y morirían.

Los grandes cañones fueron dispuestos a lo largo del límite más próximo de aquella tierra de nadie. Walter nunca había visto tanta artillería junta. Los artilleros apilaban la munición. Detrás de ellos, una segunda línea de cañones y caballos estaban ya preparados para avanzar: constituirían la siguiente barrera de fuego.

A las cuatro y media todo seguía en calma. Las cocinas de campaña desaparecieron; los artilleros se sentaron en el suelo a esperar; los oficiales, de pie en las trincheras, escrutaban la oscuridad que los separaba del otro extremo del erial, donde el enemigo dormía. Incluso los caballos estaban calmados. «Esta es nuestra última oportunidad de vencer», pensó Walter. Se preguntó si debía rezar.

A las cuatro y cuarenta minutos un fulgor blanco estalló en el cielo apagando las titilantes estrellas. Instantes después, el cañón más próximo a Walter escupió una llamarada y produjo un estallido tan fuerte que lo hizo trastabillar hacia atrás, como si alguien lo hubiera empujado. Pero eso no era nada. En cuestión de segundos, toda la artillería empezó a disparar. El estruendo era mucho mayor que el de una tormenta. Los fogonazos iluminaban el rostro de los artilleros, que manipulaban los pesados proyectiles y las cargas de cordita. El humo empezó a saturar el aire, y Walter trató de respirar solo por la nariz. La tierra temblaba bajo sus pies.

Pronto vio explosiones y llamaradas en el bando británico provocadas por el impacto de las bombas alemanas en depósitos de munición y tanques de combustible. Sabía lo que era estar bajo fuego de artillería, y sintió compasión por el enemigo. Confiaba en que Fitz no se encontrara allí.

Los cañones alcanzaron tal temperatura que abrasaban la piel de todo aquel que fuera lo bastante imprudente para tocarlos. El calor deformaba los cilindros hasta el punto de malograr su precisión, por lo que los artilleros trataban de enfriarlos con la ayuda de sacos húmedos. Los soldados de Walter se ofrecieron voluntarios para llevar cubos de agua desde los cráteres más cercanos para que no les faltaran. La infantería siempre estaba dispuesta a ayudar a los artilleros antes de un asalto, pues cada soldado enemigo que los cañones mataran era un hombre menos al que ellos tendrían que disparar cuando avanzaran.

El día amaneció con niebla. Cerca de los cañones, la explosión de las cargas consumía el vapor, pero era imposible ver nada en la distancia. Walter se inquietó. Los artilleros tendrían que apuntar «sobre mapa». Afortunadamente, disponían de planos detallados y precisos de las posiciones británicas, la mayoría de las cuales habían sido alemanas tan solo un año antes. Pero nada podía reemplazar a la rectificación por observación. Era un mal comienzo.

La bruma se mezcló con el humo de las explosiones. Walter se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo que se ató a la nuca. Los británicos no disparaban, al menos a su sector. Eso lo alentó. Tal vez la artillería enemiga ya estuviera destruida. La única baja alemana que Walter tenía cerca era un operador de mortero; posiblemente, un proyectil había explosionado en el cañón de su arma. Los camilleros se llevaron su cuerpo mientras un equipo médico vendaba las heridas de los soldados alcanzados por la metralla.