Sabía que los británicos habían emulado a los alemanes en la creación de múltiples líneas de trincheras. Poco después de dejar atrás la primera, se encontró con otra bien defendida a la que llamaron Línea Roja, y luego otra, situada a poco menos de dos kilómetros hacia el oeste, a la que asignaron el nombre de Línea Marrón.
Después de eso, no vio sino campo abierto hasta la costa oeste.
Las bombas caían sobre esa zona. ¿Podía estar seguro de que no eran británicas? No era posible, estarían atacando a sus propias defensas. Debía de tratarse de la siguiente barrera de fuego alemana. Él y sus hombres corrían el riesgo de sobrepasar a su propia artillería. Se giró. Afortunadamente, la mayoría de sus hombres estaban detrás de él. Alzó los brazos.
– ¡A cubierto! – gritó -. ¡Corred la voz!
Apenas fue necesario hacerlo, pues todos habían llegado a esa misma conclusión. Retrocedieron corriendo unos metros y saltaron a varias trincheras vacías.
Walter se sintió eufórico. Todo iba sorprendentemente bien.
En el suelo de la trinchera yacían tres soldados británicos. Dos no se movían, el tercero gruñía. ¿Dónde estaban los demás? Tal vez hubieran huido. O quizá esos tres soldados formaban parte de un pelotón suicida; tal vez los hubieran dejado allí para que defendieran una posición imposible de defender y dar así a sus camaradas en retirada más probabilidades de sobrevivir.
Uno de los británicos muertos era un hombre insólitamente alto, con las manos y los pies muy grandes. Grunwald se apresuró a quitarle las botas.
– ¡Son de mi talla! – le dijo a Walter a modo de justificación. Von Ulrich no tuvo arrestos de impedírselo, las botas de Grunwald estaban llenas de agujeros.
Se sentó para recuperar el aliento. Repasando aquella primera fase, pensó que nada podía haber ido mejor.
Una hora después, los cañones alemanes volvieron a enmudecer. Walter reunió a sus hombres y siguió avanzando.
A media ascensión de una larga pendiente oyó voces. Alzó una mano para detener a los hombres que le seguían de cerca. Frente a él, alguien dijo en inglés:
– No veo un carajo.
Algo en aquella voz le resultó conocido. ¿Era australiano? Aunque más bien parecía indio…
Otra dijo, con el mismo acento:
– ¿De qué coño te quejas? ¡Si no pueden verte, no pueden dispararte!
En ese instante, Walter se vio transportado de vuelta a 1914, a la gran casa de Fitz, en Gales. Así era como hablaban sus sirvientes. Los hombres que tenía frente a él, allí, en aquel campo francés arrasado, eran galeses. El cielo pareció iluminarse un poco.
El sargento Billy Williams escrutó la niebla. El fuego de artillería había cesado, gracias a Dios, pero eso solo significaba que los alemanes se estaban acercando. ¿Qué debía hacer?
No tenía órdenes. Su pelotón había ocupado un reducto, un puesto defensivo situado en un promontorio a cierta distancia de la primera línea. Con un tiempo normal, aquella posición proporcionaba una amplia panorámica de una pendiente larga y regular a cuyos pies había una montaña de escombros, que antaño debían de haber pertenecido a las edificaciones de una granja. Una trinchera los comunicaba con otra montaña de escombros, que en esos momentos sí eran visibles. Las órdenes solían llegar desde la retaguardia, pero ese día no había llegado ninguna. El teléfono guardaba silencio; las bombas debían de haber cortado la línea.
Los hombres aguardaban de pie o sentados en la trinchera. Habían salido del refugio subterráneo al cesar el bombardeo. A veces, a media mañana, la cocina de campaña enviaba a la trinchera una carreta con una tetera grande llena de té caliente, pero ese día no había indicios de que fueran a recibir ningún refrigerio, y ya habían agotado las raciones en el desayuno.
El pelotón disponía de una ametralladora ligera Lewis de diseño estadounidense. Estaba colocada en el muro posterior de la trinchera, sobre el refugio subterráneo. La manipulaba George Barrow, un chico de diecinueve años salido de un correccional, un buen soldado con una educación tan pobre que creía que el último invasor de Inglaterra se llamaba Normando el Conquistador. George estaba sentado detrás del arma, protegido de las balas perdidas por la recámara de acero, y fumaba una pipa.
También tenían un mortero Stokes, un arma muy práctica capaz de disparar una bomba de 7,6 centímetros de diámetro a una distancia de hasta ochocientos metros. El cabo Johnny Ponti, hermano de Joey Ponti, que había muerto en el Somme, poseía un dominio letal del arma.
Billy trepó hasta la ametralladora y se apostó al lado de George, pero no podía ver nada.
– Billy, ¿tienen otros países imperios, como nosotros? – le preguntó George.
– Sí – contestó Billy -. Los franceses poseen la mayor parte del norte de África, y también están las Indias Orientales holandesas, el sudeste de África, que es alemán…
– Vaya – dijo George, desilusionado -. Lo había oído, pero no creía que fuera verdad.
– ¿Por qué no?
– Bueno, ¿qué derecho tienen a gobernar otros pueblos?
– ¿Qué derecho tenemos nosotros a gobernar Nigeria y Jamaica y la India?
– Pero nosotros somos británicos.
Billy asintió. George Barrow, que obviamente nunca había visto un atlas, se sentía superior a Descartes, Rembrandt y Beethoven. Y no era el único. Durante años, en la escuela, todos habían soportado el bombardeo de la propaganda que informaba de todas las victorias militares pero de ninguna de las derrotas. Les enseñaban la democracia de Londres, pero no les hablaban de la tiranía de El Cairo. Cuando aprendían algo sobre la justicia británica, no oían ninguna mención a la flagelación en Australia, el hambre en Irlanda o las matanzas en la India. Aprendían que los católicos quemaban a los protestantes en la hoguera, y se horrorizaban cuando los protestantes hacían lo mismo con los católicos en cuanto se les presentaba la ocasión. Pocos de ellos tenían un padre como el de Billy que les dijera que el mundo que les describían sus maestros en la escuela era una fantasía.
Pero ese día Billy no tenía tiempo para aclararle las cosas a George. Tenía otras preocupaciones.
El cielo se iluminó levemente y a Billy le pareció que la niebla empezaría a disiparse; entonces, de pronto, la bruma se levantó por completo.
– ¡Joder! – exclamó George.
Un segundo después, Billy vio lo que lo había sobresaltado. A unos cuatrocientos metros, subiendo por la pendiente en dirección a ellos, había varios centenares de soldados alemanes.
Billy saltó a la trinchera. Algunos hombres habían avistado ya al enemigo y sus exclamaciones de sorpresa alertaron a los demás. Billy atisbó por una ranura de un panel de acero adosado al parapeto. Los alemanes estaban tardando más en reaccionar, quizá porque, en la trinchera, los británicos eran menos visibles. Un par se detuvieron, pero la mayoría siguió corriendo.
Un minuto después estalló el fuego cruzado de fusiles. Varios alemanes cayeron. El resto se lanzó al suelo, buscando protección en los cráteres de las bombas y detrás de arbustos raquíticos. Sobre la cabeza de Billy, la Lewis empezó a disparar produciendo un ruido similar al clamor de los aficionados en un partido de fútbol. Instantes después, los alemanes comenzaron también a disparar. Parecían no llevar ametralladoras ni morteros, observó Billy aliviado. Oyó gritar a uno de sus hombres; un alemán avispado había visto a alguien mirando indiscretamente por encima del parapeto, tal vez; o, más probablemente, un tirador afortunado había alcanzado a un desafortunado británico en la cabeza.
Tommy Griffiths apareció al lado de Billy.
– Le han dado a Dai Powell – dijo.
– ¿Está herido?