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– Ha muerto. Le han reventado la cabeza.

– Hijos de puta – masculló Billy.

La señora Powell era una tejedora prodigiosa que enviaba jerséis a su hijo a Francia. ¿Para quién iba a tejer ya?

– He cogido esto de uno de sus bolsillos – dijo Tommy.

Dai llevaba un fajo de postales pornográficas que había comprado a un francés. En ellas aparecían chicas rollizas luciendo sus matas de vello púbico. La mayoría de los hombres del batallón se las habían pedido prestadas en un momento u otro.

– ¿Por qué? – le preguntó Billy con aire distraído mientras inspeccionaba al enemigo.

– No quiero que las envíen a su casa de Aberowen.

– Ah, claro.

– ¿Qué hago con ellas?

– ¡Joder, Tommy! Pregúntamelo más tarde, ¿vale? Ahora mismo tengo que ocuparme de varios centenares de putos alemanes.

– Perdona, Bill.

¿Cuántos alemanes había allí? Era difícil hacer ese tipo de cálculos en el campo de batalla, pero Billy creía que había visto al menos doscientos, y posiblemente hubiera más escondidos. Supuso que se enfrentaba a un batallón. Su pelotón de cuarenta hombres estaba superado abrumadoramente en número.

¿Qué se suponía que tenía que hacer?

Llevaba más de veinticuatro horas sin ver a un oficial. Allí era el hombre de mayor rango. Estaba al mando. Necesitaba un plan.

Hacía ya tiempo que no se enfurecía por la incompetencia de sus superiores, todo formaba parte del sistema de clases que él debía despreciar, tal y como lo habían educado. Pero en las raras ocasiones en que la pesada carga del mando caía sobre él, lo cierto era que no lo disfrutaba. Por el contrario, solo sentía el peso de la responsabilidad, y el miedo de tomar decisiones erróneas y provocar la muerte de sus camaradas.

Si los alemanes atacaban de frente, su pelotón quedaría aplastado. Pero el enemigo no sabía lo débil que era. ¿Podía fingir que contaba con más hombres?

Le cruzó por la mente la idea de retirarse. Pero se suponía que los soldados no se retiraban en cuanto eran atacados. Aquel era un puesto defensivo, y debía tratar de resistir.

Lucharía, al menos de momento.

En cuanto tomó la decisión, los demás lo siguieron.

– ¡Dales otra serenata, George! – gritó. Mientras la ametralladora disparaba, corrió por la trinchera -. No dejéis de disparar, chicos. Hacedles creer que somos cientos.

Vio el cuerpo de Dai Powell tendido en el suelo, la sangre que rodeaba el orificio de la cabeza empezaba a ennegrecerse. Dai llevaba uno de los jerséis de su madre debajo de la guerrera del uniforme. Era una prenda marrón y horrenda, pero probablemente abrigaba.

– Descansa en paz, chaval – musitó Billy.

Más adelante encontró a Johnny Ponti.

– Monta el Stokes, Johnny – dijo -. Haz saltar a esos hijos de puta.

– De acuerdo – contestó Johnny, que cogió el soporte del mortero y afianzó sus dos patas en el suelo de la trinchera -. ¿A qué distancia están? ¿Quinientos metros?

El compañero de Johnny era un muchacho de cara rolliza llamado el Seboso Hewitt. Se encaramó al escalón del soporte y contestó:

– Sí, entre quinientos y seiscientos.

Billy estimó la distancia, pero el Seboso y Johnny ya habían trabajado juntos y dejó la decisión en sus manos.

– Vale. Dos aros, a cuarenta y cinco grados – dijo Johnny.

Las bombas autopropulsadas podían complementarse con cargas adicionales de propergol con forma de aro, que ampliaban su alcance.

Johnny subió al escalón del soporte para echar otro vistazo a los alemanes y afinó la puntería. Los soldados que estaban cerca se apartaron. Johnny introdujo la bomba en el cañón; cuando llegó al fondo, un percutor prendió el propergol y se produjo el disparo.

La bomba cayó antes de lo previsto y explotó a cierta distancia de los soldados enemigos más próximos.

– ¡Cincuenta metros más, y un poco a tu derecha! – gritó el Seboso.

Johnny hizo los ajustes y volvió a disparar. La segunda bomba impactó en el cráter donde se ocultaban varios alemanes.

– ¡Bien hecho! – exclamó el Seboso.

Billy no podía ver si habían alcanzado a algún soldado enemigo, el fuego los estaba obligando a mantener la cabeza agachada.

– ¡Envíales una docena como ese! – dijo.

Se apostó detrás de Robin Mortimer, el oficial apartado del servicio, que estaba sobre el escalón disparando rítmicamente. Cuando se detuvo para recargar el arma vio a Billy.

– Ve a buscar más munición, Taffy – dijo. Como siempre, su tono era hosco aunque su intención fuera la de ayudar -. No querrás que se nos acabe a todos a la vez.

Billy asintió.

– Buena idea. Gracias.

El depósito de la munición se encontraba a unos cien metros, junto a una trinchera de comunicación. Escogió a dos reclutas que, de todos modos, difícilmente iban a disparar bien.

– Jenkins y Nosey, traed más munición. Deprisa.

Los dos chicos se marcharon corriendo.

Billy echó otro vistazo por la mirilla del parapeto. En ese preciso instante, uno de los alemanes se puso en pie. Billy dedujo que sería el oficial al mando, a punto de ordenar el ataque. Se le encogió el alma. Debían de haber concluido que se enfrentaban a no más de varias docenas de hombres y que sería fácil acabar con ellos.

Pero se equivocaba. El oficial ordenó a sus hombres con gestos que retrocedieran, y echó a correr pendiente abajo. Los soldados lo siguieron de inmediato. El pelotón de Billy vitoreó y disparó a discreción contra los hombres en retirada; abatió a varios antes de que quedaran fuera de su alcance.

Los alemanes llegaron a los edificios en ruinas de la antigua granja y se pusieron a cubierto entre los escombros.

Billy no pudo contener una sonrisa. ¡Habían repelido a una fuerza diez veces superior a la suya! «Debería ser un maldito general», pensó.

– ¡Alto el fuego! – gritó -. Están fuera de nuestro alcance.

Jenkins y Nosey reaparecieron acarreando cajas de munición.

– Traed más, chicos – les dijo Billy -. Podrían volver.

Pero, cuando miró de nuevo, vio que los alemanes tenían otro plan. Se habían dividido en dos grupos y se encaminaban hacia la derecha y hacia la izquierda de las ruinas, respectivamente. Billy vio cómo empezaban a rodear su posición, permaneciendo fuera de su alcance.

– Serán hijos de puta… – masculló.

Iban a filtrarse entre su posición y los reductos de las proximidades, y después lo atacarían desde ambos flancos. O bien, sobrepasarían su puesto, y lo dejarían a merced de la retaguardia.

En cualquier caso, su posición iba a caer en manos del enemigo.

– Desmonta la ametralladora, George – dijo Billy -. Y tú, Johnny, el mortero. Coged vuestras cosas, chicos. Nos replegamos.

Todos se colgaron a la espalda el fusil y el petate, se dirigieron a toda prisa a la trinchera de comunicación más próxima y echaron a correr.

Billy bajó al refugio subterráneo para asegurarse de que no hubiera nadie dentro. Arrancó la anilla de una granada y la arrojó dentro para no regalar al enemigo los suministros que quedaban.

Después se sumó a sus hombres en la retirada.

Al final de la tarde, Walter y su batallón habían tomado la línea de retaguardia de las trincheras británicas.

Se sentía cansado, pero triunfal. El batallón se había enfrentado a varias escaramuzas pero no había entablado batalla. La táctica de las tropas de asalto había funcionado mejor incluso de lo que había esperado, gracias a la niebla. Habían aniquilado a una oposición débil, sobrepasado puntos fuertes y ganado mucho terreno.

Walter encontró un refugio subterráneo y entró en él. Lo siguieron varios de sus hombres. El lugar tenía un aspecto hogareño, como si los británicos hubiesen vivido varios meses allí: había fotografías de revistas clavadas en las paredes, una máquina de escribir sobre una caja puesta del revés, cubiertos y platos dentro de viejas latas de galletas, e incluso una manta extendida a modo de mantel sobre una pila de cajas. Walter supuso que se trataba del cuartel general del batallón.