– El doctor Mortimer está de camino.
Fitz se dijo que no debía preocuparse tanto, que los niños sufrían infecciones de poca importancia a todas horas. ¿Cuántas veces si no había enfermado él mismo del estómago en su infancia? Aunque lo cierto era, pese a todo, que en ocasiones los niños llegaban a morir de gastroenteritis.
Se arrodilló delante del sofá, poniéndose a la misma altura que su hijo.
– ¿Cómo está mi soldadito?
Boy contestó con tono aletargado.
– Tengo cagalera.
Sin duda debía de haber aprendido aquella expresión malsonante de los sirvientes, y de hecho, se detectaba el deje cantarín galés en la forma en que lo había dicho, pero Fitz decidió pasarlo por alto en ese momento.
– El médico no tardará en llegar – dijo -. Él hará que te encuentres mejor, ya lo verás.
– No quiero bañarme.
– A lo mejor hoy no hace falta que te bañes. – Fitz se levantó -. Que me avisen cuando llegue el médico – le indicó a la niñera -. Me gustaría hablar con él directamente.
– Muy bien, milord.
Salió de la habitación y se dirigió a su vestidor. Su ayuda de cámara le había dejado preparada la ropa de etiqueta, con las tachuelas de diamantes en la parte delantera de la camisa y los gemelos a juego en las mangas, un pañuelo limpio de hilo en el bolsillo de la levita y sendos calcetines de seda en el interior de cada uno de los zapatos de charol.
Antes de cambiarse, se asomó a la habitación de Bea. Su mujer estaba embarazada de ocho meses, y él no la había visto en estado tan avanzado en su embarazo anterior, con Boy, porque se había ido a Francia en agosto de 1914, cuando ella solo estaba de cuatro o cinco meses, y no había vuelto hasta mucho después del nacimiento de su hijo. No había presenciado hasta ese momento aquella espectacular plenitud, ni se había maravillado ante la impactante capacidad del cuerpo de transformarse y dilatarse.
Bea estaba sentada ante su tocador, pero no se miraba al espejo, sino que estaba recostada hacia atrás, con las piernas separadas y las manos apoyadas en el abultado vientre. Tenía los ojos cerrados y estaba muy pálida.
– Es que no hay manera de que me sienta cómoda – se quejó -. Ni de pie, ni sentada, ni tumbada… todo me duele.
– Deberías ir al cuarto de juegos a ver cómo está nuestro hijo.
– ¡Lo haré en cuanto consiga reunir las fuerzas! – le espetó -. No debería haber venido al campo. Es absurdo que sea la anfitriona de una reunión social en este estado.
Fitz sabía que tenía razón.
– Pero necesitamos el apoyo de estos hombres si queremos hacer algo con respecto a los bolcheviques.
– ¿Aún tiene problemas de barriga el pobrecillo?
– Sí. Va a venir un médico.
– Será mejor que me examine a mí también, ya que está aquí… aunque no creo que un medicucho del campo pueda saber gran cosa sobre embarazos.
– Se lo diré al servicio. Entonces, deduzco que no bajarás a cenar…
– ¿Cómo voy a hacerlo, si me encuentro tan mal?
– Solo era una pregunta. Maud puede presidir la mesa.
Fitz regresó a su habitación. Algunos hombres habían dejado el frac y las pajaritas blancas y se ponían esmoquin y corbatas negras para cenar, apelando a la guerra como excusa, pero Fitz no veía la relación. ¿Por qué iba a obligar la guerra a la gente a vestir de manera informal?
Se vistió con su traje de etiqueta y bajó las escaleras.
Después de cenar, mientras se servía el café en la sala, Winston dijo con afán provocador:
– Bueno, lady Maud, conque al final las mujeres han obtenido el derecho al voto…
– Algunas de nosotras, sí – repuso ella.
Fitz sabía que estaba disgustada porque la ley solo hubiese incluido a las mujeres mayores de treinta años propietarias de una casa o esposas del propietario de una casa. El propio Fitz, por su parte, estaba disgustado porque se hubiese aprobado cualquier ley en ese sentido.
Churchill siguió hablando maliciosamente:
– Debería darle las gracias, en parte, a lord Curzon, aquí presente, quien, sorprendentemente, se abstuvo cuando la ley pasó a la Cámara de los Lores.
El conde Curzon era un hombre brillante cuyo aire de rígida superioridad se acentuaba aún más por el corsé metálico que debía ponerse para su espalda. Hasta había una rima sobre éclass="underline"
Soy George Nathaniel Curzon,
alguien de lo más superior.
Había sido virrey de la India y era ahora presidente de la Cámara de los Lores y uno de los cinco miembros del gabinete de guerra. También era el presidente de la Liga Antisufragio Femenino, de modo que su abstención había causado perplejidad en círculos políticos y decepcionado profundamente a los oponentes al derecho de sufragio femenino, uno de cuyos principales representantes era Fitz.
– La ley había sido aprobada por la Cámara de los Comunes – se defendió Curzon -. Y a mi entender, no podíamos cuestionar a los miembros electos del Parlamento.
Fitz aún seguía muy contrariado por aquello.
– Pero precisamente, la Cámara de los Lores existe para supervisar las decisiones de los comunes, y para templar sus excesos. ¡Sin duda este ha sido un caso ejemplar!
– Si hubiésemos rechazado la ley, me temo que los comunes se habrían sentido ofendidos y nos la habrían vuelto a enviar.
Fitz se encogió de hombros.
– Ya habíamos tenido esa clase de disputas antes.
– Pero por desgracia, la Comisión Bryce está reunida en estos momentos.
– ¡Oh! – Fitz no había pensado en eso; la Comisión Bryce estaba considerando la reforma de la Cámara de los Lores -. ¿Así que ya está?
– Tienen que presentar el informe en breve. No podemos permitirnos un enfrentamiento con los comunes antes de entonces.
– No. – A regañadientes, Fitz no tuvo más remedio que darle la razón. Si los lores trataban de desafiar a los comunes, Bryce podía recomendar limitar el poder de la cámara alta -. Habríamos perdido toda nuestra influencia… permanentemente.
– Esa es precisamente la reflexión que me llevó a abstenerme.
A veces a Fitz la política le resultaba deprimente.
Peel, el mayordomo, trajo a Curzon una taza de café y se dirigió a su señor.
– El doctor Mortimer está en el estudio, milord, esperando sus indicaciones.
A Fitz le preocupaba el dolor de estómago de Boy, y agradeció la interrupción.
– Será mejor que vaya a verlo – dijo el conde, que se excusó y salió.
El estudio estaba decorado con piezas que no encajaban en ninguna otra parte de la casa: una incómoda silla tallada de estilo gótico, un paisaje escocés que no gustaba a nadie y la cabeza de un tigre que el padre de Fitz había cazado en la India.
Mortimer era un médico local muy competente que tenía un aire de desmesurada seguridad en sí mismo, como si pensase que, por su profesión, su personalidad pudiese equipararse de algún modo a un conde. Sin embargo, era sumamente cortés.
– Buenas tardes, milord – dijo -. Su hijo padece una infección gástrica de poca importancia que probablemente no le causará ninguna complicación.
– ¿Probablemente?
– He usado esa palabra con plena conciencia. – Mortimer hablaba con acento galés atenuado por los años de educación -. Nosotros los científicos siempre manejamos probabilidades, nunca certidumbres. Por ejemplo, a sus mineros, que bajan al pozo todas las mañanas, les digo que lo hacen sabiendo que «probablemente» no habrá ninguna explosión.
– Hummm… – Eso a Fitz no le servía de consuelo -. ¿Ha visitado a la princesa?
– Sí, señor. Su condición tampoco reviste gravedad. De hecho, no está enferma en absoluto, solo está dando a luz.