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Fitz dio un brinco.

– ¿Qué?

– Creía que estaba embarazada de ocho meses, pero el cálculo era erróneo. Está en su noveno mes de embarazo y, felizmente, no seguirá embarazada muchas más horas.

– ¿Quién está con ella?

– Está rodeada de todo el servicio. He enviado a una comadrona competente, y yo mismo atenderé el parto si ese es su deseo.

– Es culpa mía – repuso Fitz con amargura -. No debería haberla convencido de que abandonara Londres para venir aquí.

– Fuera de Londres nacen niños perfectamente sanos todos los días.

A Fitz le dio la sensación de que se estaba burlando de él, pero optó por pasarla por alto.

– ¿Y si algo sale mal?

– Conozco la reputación de su médico de Londres, el profesor Rathbone. Por supuesto, es un médico muy distinguido, pero creo que puedo decir sin temor a equivocarme que he asistido al parto de más niños que él.

– Niños de mineros.

– La inmensa mayoría, desde luego; aunque en el momento de nacer no hay ninguna diferencia obvia entre ellos y los pequeños aristócratas.

No eran imaginaciones suyas: se estaba burlando de él.

– No me gusta nada su descaro.

Mortimer no se sintió amedrentado.

– Y a mí tampoco me gusta el suyo – replicó -. Ha dejado muy claro, sin el menor intento de parecer cortés, que no me considera el médico adecuado para tratar a su familia, de modo que, con mucho gusto, me marcharé inmediatamente. – Recogió su maletín.

Fitz lanzó un suspiro. Era un enfrentamiento absurdo; con quienes estaba furioso era con los bolcheviques, no con aquel galés susceptible de clase media.

– No sea insensato, hombre.

– Eso es lo que intento. – Mortimer se dirigió a la puerta.

– ¿No se supone que debe anteponer los intereses de sus pacientes a los suyos?

Mortimer se detuvo en la puerta.

– Dios mío, tiene usted la cara muy dura, Fitzherbert.

Muy pocas personas osaban dirigirse a él de esa manera, pero Fitz contuvo la cáustica réplica que le vino a la mente en ese momento. Podía tardar horas en encontrar a otro médico, y Bea no se lo perdonaría nunca si dejaba que Mortimer se marchase de allí ofendido.

– Olvidaré que ha dicho eso – repuso Fitz -. De hecho, olvidaré toda esta conversación, si lo hace usted también.

– Supongo que eso es lo más parecido a una disculpa que voy a conseguir de usted.

Lo era, pero Fitz no dijo nada.

– Volveré arriba – repuso el médico.

La princesa Bea no dio a luz en silencio: sus gritos se oían por toda el ala principal de la casa, donde se hallaba su dormitorio. Maud interpretaba piezas de ragú al piano a un volumen muy alto, para amenizar la velada a los invitados y, de paso, sofocar los gritos, pero cada pieza se parecía mucho a la siguiente, y se cansó al cabo de veinte minutos. Algunos de los invitados se fueron a la cama pero, cuando llegó la medianoche, unos cuantos hombres se congregaron en la sala de billar. Peel les sirvió coñac.

Fitz ofreció a Winston un habano El Rey del Mundo de Cuba. Mientras Winston lo encendía, el conde comentó:

– El gobierno tiene que hacer algo con los bolcheviques.

Winston echó un rápido vistazo por la habitación, como si quisiera asegurarse de que todos los presentes eran dignos de plena confianza. Luego se recostó en la silla y dijo:

– Esta es la situación: el escuadrón británico del Norte ya se encuentra en aguas rusas, en la costa de Múrmansk. En teoría, su tarea consiste en asegurarse de que los barcos rusos no caigan en manos alemanas. También tenemos una pequeña misión en Arcángel. Estoy presionando para que desembarquen a los soldados en Múrmansk. A largo plazo, allí podría formarse el núcleo de una fuerza contrarrevolucionaria en el norte de Rusia.

– No es suficiente – replicó Fitz de inmediato.

– Estoy de acuerdo. Me gustaría que enviásemos tropas a Bakú, en el mar Caspio, para asegurarnos de que los alemanes no invadan esos inmensos yacimientos de petróleo, ni los turcos tampoco, y al mar Negro también, donde ya hay un foco de resistencia antibolchevique en Ucrania. Por último, en Siberia contamos con miles de toneladas de suministros en Vladivostok, valorados quizá en miles de millones de libras, cuyo fin primordial era apoyar a los rusos cuando estos eran nuestros aliados. Tenemos derecho a enviar allí a nuestros soldados para proteger nuestras posesiones.

Fitz habló con una mezcla de esperanza y de aprensión.

– ¿Y va a hacer Lloyd George algo de todo eso?

– Públicamente, no – respondió Winston -. El problema son todas esas banderas rojas que ondean en las casas de los mineros. En nuestro propio país hay un inmenso sentimiento de apoyo al pueblo ruso y su revolución, y entiendo por qué, por mucho que deteste a Lenin y a sus secuaces. Con el debido respeto por la familia de la princesa Bea… – Miró al techo justo cuando empezaba a oírse un nuevo grito -. No puede negarse que la clase dirigente rusa actuó con extrema lentitud en el momento de abordar los problemas de su población…

Winston era una curiosa mezcla, pensó Fitz: aristócrata y hombre del pueblo, un administrador brillante incapaz de resistirse a inmiscuirse en los asuntos ajenos, un encantador con gran carisma que provocaba el rechazo de la mayoría de sus colegas políticos.

– Los revolucionarios rusos son unos ladrones y unos asesinos – sentenció Fitz.

– Desde luego, pero tenemos que vivir con el hecho de que no todo el mundo los ve de ese modo. Y por eso, nuestro primer ministro no puede manifestar abiertamente su postura de oposición a la revolución.

– Pues no resulta de mucha utilidad que se oponga a ella únicamente de pensamiento – comentó Fitz con impaciencia.

– Aunque sí se puede hacer algo útil sin que él lo sepa… oficialmente.

– Ya entiendo. – Fitz no sabía si eso significaba mucho o no.

Maud entró en la habitación. Los hombres se pusieron en pie, sobresaltados. En una casa de campo, las mujeres no tenían por costumbre entrar en la sala de billar, pero Maud hacía caso omiso de las reglas que no se adaptaban a su conveniencia. Se acercó a Fitz y le dio un beso en la mejilla.

– Enhorabuena, mi querido Fitz – dijo -. Tienes otro hijo.

Los hombres prorrumpieron en exclamaciones de júbilo, aplaudieron y se arremolinaron en torno al conde para darle palmaditas en la espalda y estrecharle la mano.

– ¿Está bien mi mujer? – le preguntó a Maud.

– Exhausta pero orgullosa.

– Gracias a Dios.

– El doctor Mortimer se ha ido, pero la comadrona dice que ahora puedes ir y ver al niño.

Fitz se dirigió a la puerta.

– Subiré contigo – dijo Winston.

Cuando salían de la habitación, Fitz oyó decir a Maud:

– Sírveme un poco de brandy, por favor, Peel.

En voz más baja, Winston dijo:

– Has estado en Rusia, por supuesto.

Subieron las escaleras.

– Sí, varias veces.

– Y hablas el idioma.

Fitz se preguntó a dónde querría ir a parar con aquella conversación.

– Un poco – contestó -. No es como para alardear de que lo hable, pero me defiendo.

– ¿No conocerás por casualidad a un hombre que se llama Mansfield Smith-Cumming?

– Pues da la casualidad de que sí lo conozco. Dirige… – Fitz vaciló antes de mencionar en voz alta el nombre de los servicios secretos -. Dirige un departamento especial. He escrito un par de informes para él.

– Ah, bien. Cuando vuelvas a la ciudad, es posible que tengas unas palabras con él.

Vaya, vaya, aquello se ponía interesante…