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– Me reuniré con él cuando quiera, claro – dijo Fitz, tratando de disimular su entusiasmo.

– Le diré que se ponga en contacto contigo. Es posible que tenga otra misión para ti.

Estaban delante de la puerta de los aposentos de Bea, y oyeron el llanto inequívoco de un niño recién nacido, procedente del interior. Fitz sintió vergüenza al notar que las lágrimas le humedecían los ojos.

– Será mejor que entre – dijo -. Buenas noches.

– Enhorabuena, y que tengas buenas noches tú también.

Lo llamaron Andrew Alexander Murray Fitzherbert. Era un pedacito minúsculo de vida con una mata de pelo tan negro como el de Fitz. Lo llevaron a Londres envuelto en arrullos, a bordo del Rolls-Royce y seguidos de otros dos coches por si se producía alguna avería por el camino. Se pararon a desayunar en Chepstow y almorzaron en Oxford, de manera que llegaron a su casa en Mayfair a tiempo para la cena.

Al cabo de unos días, una apacible tarde de mediados de abril, Fitz caminaba por la orilla del río Támesis, contemplando sus aguas enfangadas, en dirección a un encuentro con Mansfield Smith-Cumming.

Los servicios secretos se habían mudado de su sede en Victoria, que se había quedado pequeña. El hombre llamado «C» había trasladado su organización, en expansión constante, a un edificio victoriano con mucha solera llamado Whitehall Court, justo al lado del río y con vistas al Big Ben. Un ascensor privado llevó a Fitz a la planta superior, donde el jefe del espionaje ocupaba dos apartamentos comunicados por una pasarela en el tejado.

– Llevamos años observando a Lenin – explicó C -. Si no conseguimos derrocarlo, será uno de los peores tiranos que haya conocido la historia.

– Creo que tiene razón. – Fitz sintió un gran alivio al ver que C compartía su parecer con respecto a los bolcheviques -. Pero ¿qué podemos hacer?

– Hablemos de lo que puede hacer usted. – C cogió de su escritorio un compás de puntas como los que se usaban para medir la distancia en los mapas. Con aire distraído, se clavó una punta en la pierna izquierda.

Fitz logró contener el grito de sorpresa que acudió a sus labios: lo estaba poniendo a prueba, por supuesto. Recordó que C tenía una pierna de madera a consecuencia de un accidente de coche. Sonrió.

– Buen truco – dijo -. He estado a punto de caer como un tonto.

C dejó el compás y lanzó una mirada grave a Fitz a través de su monóculo.

– Hay un líder cosaco en Siberia que ha derrocado al régimen bolchevique local – dijo -. Necesito saber si merece la pena que lo apoyemos.

Fitz se quedó muy sorprendido.

– ¿Abiertamente?

– Por supuesto que no, pero dispongo de fondos secretos. Si logramos mantener el germen de un gobierno contrarrevolucionario en el este, valdría la pena dedicar un gasto de, pongamos, diez mil libras al mes.

– ¿Nombre?

– Capitán Seménov, veintiocho años de edad. Tiene su base de operaciones en Manchuli, localidad situada en las proximidades del lugar donde el Transiberiano empalma con el Ferrocarril del Este de China.

– De modo que ese tal capitán Seménov controla una línea de ferrocarril y podría controlar otra más.

– Exactamente. Y odia a los bolcheviques.

– Entonces, tenemos que averiguar más cosas sobre él.

– Momento en que usted entra en juego.

A Fitz le entusiasmaba la idea de formar parte de un plan para derrocar a Lenin. Se le ocurrían numerosas preguntas: ¿cómo iba a encontrar a Seménov? Ese hombre era un cosaco, y eran famosos por disparar primero y hacer preguntas después: ¿hablaría con Fitz o lo mataría? Por supuesto, Seménov le aseguraría que era perfectamente capaz de acabar con los bolcheviques, pero ¿cómo iba Fitz a analizar la realidad para saber si eso era verdad? ¿Había algún modo de asegurarse de que el dinero británico que iba a gastar estaba bien empleado?

Y al final, la pregunta que formuló fue la siguiente:

– ¿Soy yo el hombre adecuado para esa misión? Perdóneme, pero soy un personaje más bien conocido, incapaz de diluirme en el anonimato, ni siquiera en Rusia…

– Con franqueza, lo cierto es que no tenemos mucha elección. Necesitamos a alguien de alto nivel por si llegamos a la etapa de entablar negociaciones con Seménov, y no hay muchos hombres dignos de toda confianza capaces de hablar ruso. Créame, es usted el mejor candidato disponible.

– Ya entiendo.

– Será una misión arriesgada, por supuesto.

Fitz recordó la muchedumbre de campesinos moliendo a palos a Andréi hasta matarlo…

Eso mismo podía pasarle a él. Reprimió un escalofrío de miedo. – Me hago cargo del peligro – dijo con voz serena. – Entonces, dígame: ¿irá a Vladivostok? – Por supuesto – respondió Fitz.

Capítulo 31

Mayo-septiembre de 1918

Gus Dewar no se adaptó fácilmente a la vida de soldado. Era un hombre desgarbado y de aspecto torpe, y le costaba un gran esfuerzo marchar, hacer el saludo militar y desfilar dando fuertes pisotones en el suelo, al más puro estilo del ejército. En cuanto al ejercicio físico, no había vuelto a hacer flexiones desde sus tiempos en la escuela. Sus amigos, que sabían de su afición por tener siempre un centro de flores en la mesa del comedor y sábanas de hilo en la cama, estaban seguros de que el ejército supondría para él una terrible conmoción. Chuck Dixon, que había asistido al entrenamiento militar con él, le dijo:

– Gus, pero si en casa ni siquiera corres para tomar el autobús…

Sin embargo, Gus sobrevivió. A los once años sus padres lo habían enviado a un internado, de manera que ser perseguido por una panda de bravucones o recibir órdenes de superiores estúpidos no supuso una gran novedad para él. Era blanco de un buen número de burlas a causa de su origen adinerado y sus exquisitos modales, pero lo sobrellevaba con paciencia y estoicismo.

En el momento de la acción, tal como Chuck comprobó bastante sorprendido, Gus se distinguió, pese a su aspecto desgarbado, haciendo gala de cierta gracia y aplomo, cualidades que hasta entonces solo había revelado en la cancha de tenis.

– Pareces una puñetera jirafa – dijo Chuck -, pero es que también corres como si lo fueras.

A Gus también se le daba bien el boxeo, debido a su gran envergadura, aunque su sargento instructor le dijo, con aire pesaroso, que carecía de instinto asesino.

Por desgracia, resultó ser desastroso como tirador.

Quería salir airoso de su paso por el ejército, en parte porque sabía que había quienes pensaban que no aguantaría la presión. Necesitaba demostrarles a esas personas, y quizá también a sí mismo, que no era ningún blandengue. Pero también tenía otra razón: creía en la causa por la que luchaba.

El presidente Wilson había pronunciado un discurso, ante el Congreso y el Senado, que había dado la vuelta al mundo. Había hecho un llamamiento reivindicando un nuevo orden mundial, ni más ni menos. «Es necesario crear una alianza general de naciones bajo pactos específicos con el fin de otorgar garantías mutuas de independencia política e integridad territorial a todos los Estados, grandes y pequeños, por igual.»

Una Sociedad de las Naciones era un sueño para Wilson, para Gus y para muchos otros, entre los que se incluía, de forma harto sorprendente, sir Edward Grey, quien había concebido la idea cuando era secretario del Foreign Office británico.

Wilson había expuesto su programa en catorce puntos: había hablado de reducción de armamento, del derecho de los pueblos coloniales a hacer oír su voz respecto a su propio futuro, y de la libertad para los países balcánicos, Polonia y los súbditos del Imperio otomano. El discurso había pasado a ser conocido como los Catorce Puntos de Wilson. Gus sentía envidia de los hombres que habían ayudado al presidente a redactarlo. En los viejos tiempos, él mismo habría colaborado en su elaboración.