Los soldados de las tropas de asalto avanzaron terreno.
El avance de los alemanes se producía cuesta arriba, pero a pesar de eso, encontraban escasa resistencia, y para sorpresa y regocijo de Walter, alcanzaron la carretera de lo alto de la montaña en menos de una hora. Bajo la luz del día, vio a los franceses batiéndose en retirada por la pendiente de la ladera.
Las tropas de asalto siguieron avanzando a un ritmo regular, acompañando a la lenta pero implacable batería de la artillería, pero pese a todo llegaron al río Aisne, en el vértice del valle, antes de mediodía. Algunos granjeros habían destruido sus máquinas cosechadoras y quemado las cosechas tempranas acumuladas en sus graneros, pero la mayoría había huido a todo correr, y había abundantes recompensas para las milicias de requisa en la retaguardia de las fuerzas alemanas. Para asombro de Walter, los franceses en retirada ni siquiera habían volado por los aires los puentes que cruzaban el Aisne, lo cual era un indicio muy significativo del estado de pánico en el que habían huido.
Los quinientos hombres de Walter avanzaron por el siguiente puente a lo largo de la tarde y montaron el campamento en la orilla opuesta del río Vesle, tras haber recorrido veinte kilómetros en una sola jornada.
Al día siguiente descansaron, a la espera de refuerzos, pero al tercer día reanudaron de nuevo el avance, y al cuarto día, el jueves 30 de mayo, tras haber recorrido la nada desdeñable extensión de cincuenta kilómetros desde el lunes, alcanzaron la orilla norte del río Marne.
Justo allí, tal como recordó Walter con un negro presentimiento, era donde se había detenido el avance alemán en 1914.
Se juró que eso no volvería a suceder.
El 30 de mayo, Gus se encontraba con las fuerzas expedicionarias estadounidenses en la zona de entrenamiento de Châteauvillain, al sur de París, cuando la 3ª División recibió órdenes de ayudar en la defensa del río Marne. La mayor parte de la división empezó a embarcar a bordo de los trenes, a pesar de que el maltrecho sistema ferroviario francés podía tardar varios días en llevarlos hasta allí. Sin embargo, Gus y Chuck y las ametralladoras se pusieron en camino por carretera inmediatamente.
Gus estaba entusiasmado y nervioso a la vez. Aquello no era como el boxeo, donde había un árbitro que velaba por el correcto cumplimiento de las reglas y detenía la contienda si la cosa se ponía peligrosa. ¿Cómo reaccionaría cuando alguien le disparase de verdad con un arma? ¿Se daría media vuelta y echaría a correr? ¿Qué le impediría hacer una cosa así? Por lo general, siempre actuaba según la lógica.
Los coches eran tan poco fiables como los trenes, y numerosos vehículos se averiaban o se quedaban sin combustible. Además, sufrían retrasos a causa de los civiles que viajaban en la dirección opuesta, huyendo de la batalla, algunos de ellos conduciendo manadas de ganado, otros con sus pertenencias apiladas en lo alto de carros y carretillas.
A las seis de la tarde del viernes, diecisiete ametralladoras llegaron a la pequeña localidad arbolada de Château-Thierry, situada a ochenta kilómetros al este de París. Era un sitio pequeño con mucho encanto bajo la luz del atardecer. Se hallaba a horcajadas sobre el Marne, con dos puentes que unían el distrito del sur con el centro de la ciudad, en el norte. Los franceses resistían en ambas orillas, pero la avanzadilla de las líneas alemanas se había hecho fuerte en los límites del norte de la ciudad.
El batallón de Gus recibió órdenes de instalar el armamento a lo largo de la orilla sur, dominando los puentes. Sus hombres iban equipados con pesadas ametralladoras M1914 Hotchkiss, cada una de ellas montada sobre un robusto trípode, con cintas de alimentación metálicas y articuladas con capacidad para doscientos cincuenta cartuchos. También disponían de granadas de fusil que se disparaban a un ángulo de cuarenta y cinco grados desde un bípode, y unos cuantos morteros de trinchera del modelo Stokes británico.
Al anochecer, Gus y Chuck estaban supervisando la ubicación de sus pelotones entre los dos puentes. Ninguna formación previa los había preparado para tomar aquella clase de decisiones: simplemente, tenían que hacer caso de lo que les dictase su sentido común. Gus escogió un edificio de tres plantas con una cafetería destrozada en la planta baja. Entró por la puerta trasera y subió las escaleras. Desde una de las ventanas del desván había una vista muy despejada de la otra orilla del río y de una calle que subía en dirección norte por el otro lado, de modo que ordenó a un escuadrón de ametralladoras que se instalase allí. Esperó a que el sargento le dijese que aquella idea era una estupidez, pero el hombre se limitó a asentir con la cabeza y se puso manos a la obra.
Gus colocó tres ametralladoras más en emplazamientos similares.
Buscando una cobertura adecuada para los morteros, encontró un cobertizo de ladrillo para guardar los botes en la orilla del río, pero no tenía claro de si estaba en su sector o en el de Chuck, de modo que salió en busca de su amigo para averiguarlo. Vio a su compañero cien metros más allá en la orilla, cerca del puente del este, examinando el otro lado del río con unos prismáticos. Avanzó dos pasos en esa dirección y entonces se oyó una terrible explosión.
Se volvió hacia el lugar de donde provenía el estallido, y en los segundos siguientes tuvieron lugar varias detonaciones ensordecedoras más. Advirtió que la artillería alemana había abierto fuego contra ellos cuando un proyectil aterrizó en el río y propulsó hacia arriba una columna de agua.
Volvió a mirar hacia el lugar donde estaba Chuck, justo a tiempo de ver desaparecer a su amigo bajo una explosión de tierra.
– ¡Joder! – exclamó, y echó a correr hacia allí.
La lluvia de obuses y morteros estalló a lo largo de la totalidad de la ribera sur, y los hombres se arrojaron cuerpo a tierra. Gus llegó al sitio donde había visto a Chuck por última vez y miró a su alrededor, presa del desconcierto: no veía más que cúmulos de tierra y piedras. En ese momento, vio un brazo asomando entre los escombros, apartó una piedra y descubrió, horrorizado, que el brazo no iba adherido a ningún cuerpo.
¿Era el brazo de Chuck? Tenía que haber una forma de averiguarlo, pero Gus estaba demasiado conmocionado para pensar cómo. Empleó la punta de sus botas para apartar parte de la tierra suelta sin conseguirlo y, acto seguido, se puso de rodillas y empezó a escarbar con las manos. Vio un cordón de cuero y una chapa metálica marcada con la inscripción «US», y lanzó un gemido de dolor. Rápidamente, desenterró la cara de Chuck. No había pulso, ni latido, ni ningún movimiento.
Trató de recordar qué era lo que se suponía que debía hacer a continuación. ¿Con quién debía ponerse en contacto para comunicar una muerte? Había que hacer algo con el cuerpo, pero ¿qué? Lo normal era llamar a una funeraria…
Levantó la vista y vio a un sargento y dos cabos mirándolo. Un mortero hizo explosión en la calle que había a sus espaldas, y todos agacharon la cabeza a la vez, en un acto reflejo, y luego volvieron a mirarlo. Gus se percató de que aguardaban sus órdenes.
Se levantó bruscamente y recordó algunas nociones básicas de su entrenamiento: no era tarea suya encargarse de los compañeros muertos, ni siquiera de los heridos. Él estaba vivo e incólume, y su deber consistía en luchar. Sintió una oleada de ira irracional contra los alemanes que habían matado a Chuck. «A la mierda – pensó -. Ahora se van a enterar.» Record qué era lo que había estado haciendo: asignar la localización de las armas. Tenía que seguir con eso; ahora, además, tendría que hacerse cargo también del pelotón de Chuck.