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Señaló al sargento a cargo de los morteros.

– Olvide el cobertizo para los botes, sargento; demasiado expuesto – dijo. Apuntó al otro lado de la calle, a un estrecho callejón entre una bodega y unas caballerizas -. Coloque tres morteros en ese callejón.

– Sí, señor. – El sargento se fue a toda prisa.

Gus miró a la calle.

– ¿Ve ese tejado plano, cabo? Coloque allí una ametralladora.

– Señor, perdóneme, pero eso es un taller de reparación de automóviles, puede que debajo haya un depósito de combustible.

– Maldita sea, tiene razón, cabo. Entonces, en la torre de esa iglesia. Ahí debajo no puede haber nada más que himnarios.

– Sí, señor, mucho mejor; gracias, señor.

– El resto, síganme. Nos pondremos a cubierto mientras pienso dónde colocar todo lo demás.

Los guió al otro lado de la carretera y por un callejón. Un estrecho sendero recorría la parte posterior de los edificios. Un obús aterrizó en el patio de un establecimiento que vendía suministros agrícolas, y lanzó sobre Gus una nube de fertilizante en polvo, como si quisiera recordarle que no estaba fuera de su alcance.

Siguió avanzando a toda prisa por el sendero, tratando, en la medida de lo posible, de protegerse de la lluvia de proyectiles detrás de los muros, dando órdenes a gritos a sus suboficiales, haciendo el despliegue de sus ametralladoras en las estructuras más altas y de aspecto más sólido posible, y sus morteros en los jardines, entre una casa y la contigua. De vez en cuando, los suboficiales le hacían sugerencias o mostraban su disconformidad. Él los escuchaba y luego tomaba las decisiones rápidamente.

No tardó en hacerse de noche, lo que dificultó aún más la tarea. Los alemanes enviaron una ráfaga de artillería por toda la ciudad, buena parte dirigida, con una puntería excelente, a las posiciones estadounidenses en la ribera sur del río. Varios edificios quedaron destruidos, dejando una estampa desoladora de la calle frente a la orilla, que ahora parecía una dentadura mellada. Gus perdió tres ametralladoras por culpa de los proyectiles en las primeras horas del combate.

Hasta medianoche no logró regresar al cuartel general del batallón, en una fábrica de máquinas de coser varias calles más al sur. El coronel Wagner estaba con su homólogo francés, examinando un mapa a gran escala de la ciudad. Gus informó de que todas sus armas y las de Chuck estaban ya en posición.

– Buen trabajo, Dewar – dijo el coronel -. ¿Está usted bien?

– Por supuesto, señor – respondió Gus, sintiéndose perplejo y un poco ofendido, pensando que tal vez el coronel no le creía con el temple necesario para llevar a cabo aquella misión.

– Es que va usted completamente cubierto de sangre.

– ¿De veras? – Gus se miró el uniforme y vio que, de hecho, llevaba la parte delantera manchada por una buena cantidad de sangre coagulada -. No sé de dónde habrá salido.

– De su cara, por lo que parece. Se ha hecho usted un buen corte.

Gus se palpó la mejilla y se estremeció de dolor al tocar con los dedos la herida en carne viva.

– No sé cuándo me lo he hecho – repuso.

– Vaya a la enfermería a que se lo limpien.

– No es más que un rasguño, señor. Preferiría…

– Haga lo que le digo, teniente. Será algo mucho más grave si se le infecta. – El coronel le dedicó una leve sonrisa -. No quiero perderlo: parece tener madera de buen oficial.

A las cuatro en punto de la mañana siguiente, los alemanes lanzaron un ataque de gas. Al alba, Walter y sus soldados de asalto se aproximaron al borde septentrional de la ciudad, esperando encontrar la misma resistencia debilitada por parte de los franceses que durante los dos meses anteriores.

Habrían preferido sortear Château-Thierry, pero era imposible, porque la línea férrea hasta París atravesaba la ciudad y había dos puentes absolutamente cruciales. Tenían que invadir la ciudad.

Las granjas y los campos de labranza daban paso a casas y pequeñas fincas para, a continuación, convertirse en calles pavimentadas y jardines. Cuando Walter se acercó a la primera de las casas de dos plantas, una ráfaga de fuego de ametralladora procedente de una ventana en el piso superior agujereó la carretera a sus pies como si fueran gotas de lluvia horadando la superficie de un estanque. Se arrojó al suelo por encima de una valla baja, en un huerto de hortalizas, y fue rodando hasta ponerse a cubierto detrás de un manzano. Imitándolo, todos sus hombres se dispersaron, todos salvo dos caídos en la carretera. Uno permaneció inmóvil, mientras que el otro chillaba y se retorcía de dolor.

Walter miró hacia atrás y vio al sargento Schwab.

– Tome seis hombres, encuentre la entrada trasera de esa casa y destruya la ametralladora apostada en la planta de arriba – le ordenó. Localizó a sus tenientes -. Von Kesseclass="underline" vaya una manzana en dirección oeste y entre en la ciudad desde ahí. Von Braun, usted vendrá al este conmigo.

Se mantuvo alejado de las calles, desplazándose a través de los callejones y los patios traseros, pero había ametralladoras y fusileros apostados cada diez casas. Walter advirtió con inquietud que había pasado algo que había devuelto a los franceses su espíritu combativo.

Durante toda la mañana, los soldados de asalto lucharon desplazándose de casa en casa y sufrieron un gran número de bajas. No era así como se suponía que debían avanzar, desangrándose por las esquinas. Estaban entrenados para seguir la línea de menor resistencia, penetrar a fondo detrás de la línea enemiga e interrumpir las comunicaciones para que las fuerzas del frente quedaran desmoralizadas, sin indicaciones claras de la cadena de mando, y se rindiesen rápidamente al regimiento de infantería que venía detrás. Sin embargo, ahora esa táctica había fallado estrepitosamente, y se enfrentaban en una descarnada lucha cuerpo a cuerpo con un enemigo que parecía haber recobrado las energías.

Sin embargo, consiguieron avanzar, y hacia mediodía Walter alcanzó las ruinas del castillo medieval que daba su nombre a la ciudad. La fortaleza se hallaba en la cima de una colina, y el ayuntamiento se encontraba a los pies de esta. Desde allí, la avenida principal se extendía en línea recta a lo largo de unos doscientos cincuenta metros hasta un puente de doble arco que cruzaba el Marne. Al este, quinientos metros río arriba, se hallaba la otra única vía de paso, un puente de ferrocarril.

Podía ver todo eso a simple vista. Se quitó los prismáticos y se centró en las posiciones enemigas de la orilla sur. Los hombres se exhibían despreocupadamente, de modo que debían de ser novatos en la guerra, porque los veteranos siempre permanecían ocultos. Se fijó en que eran jóvenes y vigorosos, y en que estaban bien alimentados e iban bien vestidos… y entonces vio también que sus uniformes no eran azules sino de color tostado.

Eran norteamericanos.

Durante la tarde, los franceses se replegaron en la margen norte del río y Gus logró sacar el máximo rendimiento a sus armas de ataque, disparando los morteros y las ametralladoras por encima de las cabezas de los franceses directamente a la avanzadilla de alemanes. El armamento norteamericano lanzaba torrentes de munición sobre las avenidas rectas que cruzaban Château-Thierry de norte a sur, convirtiéndolas en vías mortíferas. Pero a pesar de todo eso, veía a los alemanes avanzar sin temor desde la orilla del río a un café, desde un callejón a la entrada de una tienda, imponiéndose a los franceses por simple superioridad numérica.

Mientras la tarde daba paso a un anochecer sangriento, Gus observaba el desarrollo de los acontecimientos desde una ventana alta y vio los restos de las diezmadas tropas francesas de uniforme azul replegándose hacia el puente de poniente. Lograron resistir durante un rato en el extremo norte del puente mientras el sol del ocaso, de un rojo intenso, corría a ocultarse tras las colinas del oeste. Luego, en la penumbra, se retiraron al otro lado del puente.