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Habían llegado a un punto muerto, y al fin los alemanes se percataron de ello e iniciaron la retirada.

Al ver los grupos de camilleros en el puente, Gus ordenó el alto el fuego.

Como respuesta, la artillería alemana enmudeció.

– Dios santo… – exclamó Gus, sin dirigirse a nadie en particular -. Creo que los hemos derrotado.

Una bala norteamericana le había roto a Walter la espinilla. Permaneció tendido sobre la línea ferroviaria transido de dolor, pero se sintió aún peor cuando vio a sus hombres batirse en retirada y oyó enmudecer las armas. Supo entonces que había fracasado.

Gritó de dolor cuando lo subieron a la camilla. Para la moral de los hombres era perjudicial oír gritar a los compañeros heridos, pero no pudo evitarlo. Lo llevaron a trompicones por la vía y a través de la ciudad en dirección a la enfermería, donde alguien le suministró morfina, y se desmayó.

Se despertó con la pierna entablillada. Preguntaba a todo aquel que pasaba por su lado por el avance en la batalla, pero nadie le dio ninguna información hasta que Gottfried von Kessel se acercó a regodearse en su sufrimiento: el ejército alemán había cesado en su intento de atravesar el Marne por Château-Thierry, le contó Gottfried. Tal vez debían intentarlo por otra parte.

Al día siguiente, justo antes de que lo subieran en un tren de vuelta a casa, se enteró de que el cuerpo principal de la 3ª División de Estados Unidos había llegado y tomado posiciones a lo largo de la totalidad de la ribera sur del Marne.

Un compañero herido le habló de una cruenta batalla en un bosque en las proximidades de una ciudad llamada Bois de Belleau. Había habido muchísimas bajas en ambos bandos, pero los norteamericanos habían ganado.

Una vez de vuelta en Berlín, los periódicos seguían hablando de las victorias alemanas, pero las líneas de los mapas no se acercaban a París, y Walter llegó a la amarga conclusión de que la ofensiva de primavera había fracasado. Los estadounidenses habían llegado demasiado pronto.

Le dieron el alta del hospital para que pudiese pasar la convalecencia en su antigua habitación en casa de sus padres.

El 8 de agosto, un ataque de los aliados en Amiens utilizó casi quinientos de los nuevos tanques. Los vehículos acorazados presentaban multitud de problemas, pero podían ser imparables, y los británicos avanzaban unos trece kilómetros en un solo día.

Solo eran trece kilómetros, pero Walter sospechaba que se habían vuelto las tornas, y adivinaba, por la expresión de la cara de su padre, que el anciano pensaba lo mismo. Ahora nadie en Berlín hablaba de ganar la guerra.

Una noche, a finales de septiembre, Otto llegó a casa con el ánimo de alguien que acaba de asistir a un funeral. No quedaba ni rastro de su vitalidad natural, y Walter se preguntó incluso si no iba a echarse a llorar.

– El káiser ha vuelto a Berlín – anunció.

Walter sabía que el káiser Guillermo había estado en el cuartel general del ejército en una población de las montañas de Bélgica llamada Spa, famosa por sus aguas medicinales. – ¿Y por qué ha vuelto? Otto bajó el tono de voz hasta hablar casi en un susurro, como si no pudiera soportar decir en voz alta lo que tenía que decir: – Ludendorff quiere un armisticio.

Capítulo 32

Octubre de 1918

Maud estaba almorzando en el Ritz con su amigo lord Remarc, subsecretario del Ministerio de Guerra. Johnny llevaba un chaleco nuevo de color lavanda. Cuando atacaban el potau-feu, ella le preguntó:

– ¿De veras está a punto de acabar la guerra?

– Eso piensa todo el mundo – respondió Johnny -. Los alemanes han sufrido setecientas mil bajas este año; no pueden seguir.

Maud se preguntó, angustiada, si sería Walter una de aquellas setecientas mil víctimas. Podía estar muerto, lo sabía, y aquella posibilidad era como una losa fría que le pesaba en el pecho, en el lugar donde tenía el corazón. No había vuelto a recibir noticias suyas desde su segunda e idílica luna de miel en Estocolmo. Imaginaba que su trabajo ya no lo llevaba a países neutrales desde los que poder escribirle cartas. La terrible verdad era que, seguramente, habría vuelto al campo de batalla para llevar a cabo la última y definitiva ofensiva de Alemania.

Eran pensamientos morbosos, pero realistas a fin de cuentas. Muchas mujeres habían perdido a sus seres más queridos: maridos, hermanos, hijos, prometidos… Todos habían vivido cuatro años en los que esa clase de tragedias sucedían a diario. A esas alturas, era imposible ser demasiado pesimista: el luto era la norma.

Apartó su plato de caldo a un lado.

– ¿Hay alguna otra razón que avale la esperanza de que la paz esté próxima?

– Sí. Alemania tiene un nuevo canciller, y este le ha escrito al presidente Wilson proponiéndole un armisticio basado en sus famosos Catorce Puntos.

– ¡Eso sí es esperanzador! ¿Y Wilson ha accedido?

– No. Ha dicho que, antes, Alemania debe retirarse de todos los territorios ocupados.

– ¿Qué piensa nuestro gobierno?

– Lloyd George está furioso. Los alemanes tratan a los estadounidenses como si fueran sus socios en la alianza… y el presidente Wilson actúa como si pudiesen firmar la paz sin consultarnos a nosotros.

– ¿E importa eso?

– Me temo que sí. Nuestro gobierno no está necesariamente de acuerdo con los Catorce Puntos de Wilson.

Maud asintió con la cabeza.

– Supongo que estamos en contra del punto cinco, que aboga por el derecho de los territorios coloniales a tener voz y voto en su autogobierno.

– Exacto. ¿Qué pasa entonces con Rodesia, Barbados y la India? No pueden esperar de nosotros que pidamos permiso a los nativos antes de civilizarlos. Los norteamericanos son demasiado liberales. Y estamos completamente en contra del punto dos, la absoluta libertad de navegación en la paz y en la guerra. La hegemonía británica se asienta sobre la Marina. No habríamos podido doblegar a los alemanes si no hubiéramos tenido la capacidad de establecer un bloqueo sobre su comercio marítimo.

– ¿Y qué opinan los franceses?

Johnny sonrió.

– Clemenceau dijo que Wilson estaba tratando de superar al Todopoderoso: «Al mismísimo Dios solo se le ocurrieron diez puntos», dijo.

– Tengo la impresión de que, en Gran Bretaña, a la mayor parte del pueblo llano le gustan Wilson y sus puntos.

Johnny asintió con la cabeza.

– Y los jefes de Estado europeos no pueden decirle al presidente de Estados Unidos que cese en sus intentos de firmar la paz.

Maud tenía tantas ganas de creerlo que se asustó, y se dijo que debía tranquilizarse, que no debía alegrarse todavía. La vida aún podía depararle una gran decepción.

Un camarero les trajo unos filetes de lenguado a la Waleska y lanzó una mirada de admiración al chaleco de Johnny.

Maud desvió la conversación hacia su otro asunto de mayor preocupación.

– ¿Qué sabes de Fitz? – La misión de su hermano en Siberia era confidencial, pero él había confiado en ella y Johnny le transmitía los partes.

– Ese líder cosaco ha resultado ser un fiasco: Fitz hizo un pacto con él y estuvimos pagándole durante un tiempo, pero en realidad, no era más que un señor de la guerra, sinceramente. Sin embargo, Fitz se va a quedar allí, con la esperanza de alentar a los rusos a que se revuelvan contra los bolcheviques. Entretanto, Lenin ha trasladado su gobierno de Petrogrado a Moscú, donde se siente más seguro para defenderse de una invasión.