– Aunque los bolcheviques fueran depuestos, ¿existe alguna posibilidad de que el nuevo régimen reanudara la guerra contra Alemania?
– En términos realistas, no. – Johnny tomó un sorbo de Chablis -. Pero un buen número de personas muy poderosas dentro del gobierno británico detesta a los bolcheviques.
– ¿Por qué?
– El régimen de Lenin es brutal.
– También lo era el del zar, y Winston Churchill nunca tramó ningún complot contra él.
– En el fondo, tienen miedo de que si el movimiento bolchevique triunfa allí, el próximo lugar donde surja sea aquí.
– Bueno, pero si es un éxito, ¿por qué no?
Johnny se encogió de hombros.
– No puedes esperar que las personas como tu hermano lo vean del mismo modo.
– No – repuso Maud -. Me pregunto cómo estará…
– ¡Estamos en Rusia! – exclamó Billy Williams cuando el barco atracó y oyó las voces de los estibadores -. ¿Se puede saber qué diablos hacemos en la puñetera Rusia?
– ¿Cómo podemos estar en Rusia? – preguntó Tommy Griffiths -. Rusia está en el este, y llevamos semanas navegando en dirección oeste.
– Hemos dado la vuelta al mundo y hemos aparecido por el otro lado.
Tommy no estaba muy convencido; inclinó el cuerpo por la borda, observando.
– Esta gente parece un poco achinada – señaló.
– Pero hablan ruso. Hablan como ese encargado de los ponis, Peshkov, el que timó a los hermanos Ponti a las cartas y luego se largó.
Tommy siguió escuchando.
– Sí, tienes razón. Pues no lo entiendo.
– Tiene que ser Siberia – dijo Billy -. Con razón hace este frío de cojones.
Al cabo de unos minutos descubrieron que estaban en Vladivostok.
La gente apenas reparó en los Aberowen Pals desfilando por la ciudad, pues allí ya había miles de soldados de uniforme. La mayoría eran japoneses, pero también había estadounidenses, checos y de otras nacionalidades. La ciudad contaba con un puerto importante, con tranvías que recorrían amplios bulevares, con teatros y hoteles modernos y centenares de tiendas. Era como Cardiff, se dijo Billy, solo que hacía más frío.
Cuando llegaron a sus barracones se encontraron con un batallón de londinenses de avanzada edad que habían llegado allí procedentes de Hong Kong. Tenía sentido, pensó Billy, enviar a aquellos vejestorios a aquel agujero, pero los Pals, pese a haber sufrido numerosas bajas, estaban formados por un importante núcleo de veteranos curtidos en el campo de batalla. ¿Quién habría movido los hilos para hacer que se retiraran de Francia y acabaran en la otra punta del mundo?
No tardaría en averiguarlo. Tras la cena, el general de brigada, un hombre de aspecto relajado que, a todas luces, estaba a las puertas de la jubilación, les dijo que iban a recibir instrucciones del coronel, el conde Fitzherbert.
El capitán Gwyn Evans, el dueño de los grandes almacenes, trajo una caja de madera que había contenido latas de manteca y Fitz se encaramó a ella, no sin dificultad a causa de su pierna malherida. Billy lo observó con mirada hostil. Se reservaba su compasión para Pugh el Retaco y los muchos otros antiguos mineros tullidos que habían quedado lisiados extrayendo el carbón del conde. Fitz era un hombre arrogante y pagado de sí mismo, un explotador de hombres y mujeres humildes. Era una lástima que los alemanes no le hubiesen acertado en el corazón en lugar de dispararle a la pierna.
– Nuestra misión tiene cuatro vertientes – empezó a decir Fitz, alzando la voz para dirigirse a seiscientos hombres -. En primer lugar, estamos aquí para defender nuestras posesiones. Saliendo de los muelles, al pasar por las vías muertas del ferrocarril, tal vez se hayan fijado en un enorme depósito de suministros custodiado por soldados. Esa extensión de cuatro hectáreas contiene seiscientas mil toneladas de municiones y otras piezas de equipamiento militar que Gran Bretaña y Estados Unidos enviaron aquí cuando los rusos eran nuestros aliados. Ahora que los bolcheviques han firmado la paz con Alemania, no queremos que el armamento sufragado por nuestros países caiga en sus manos.
– Eso no tiene sentido – dijo Billy, lo bastante alto para que Tommy y todos cuantos había a su alrededor lo oyesen -. En lugar de traernos hasta aquí, ¿por qué no han enviado la intendencia a casa en barco?
Fitz lanzó una mirada irritada en dirección al alboroto, pero siguió hablando.
– En segundo lugar, en este país hay muchos checos nacionalistas, algunos de ellos prisioneros de guerra y otros que ya trabajaban aquí antes de la guerra y que se han agrupado bajo la Legión Checa y que intentan embarcarse en Vladivostok para sumarse a nuestras fuerzas en Francia. Los bolcheviques los están hostigando, por lo que nuestra tarea consiste en ayudarlos a conseguir embarcar. Los cabecillas locales de la comunidad cosaca nos brindarán su apoyo.
– ¿Los cabecillas de la comunidad cosaca? – exclamó Billy -. ¿A quién pretende engañar? ¡Pero si no son más que bandidos!
Una vez más, Fitz oyó los murmullos de discrepancia, y esta vez fue el capitán Evans quien, con aspecto contrariado, atravesó el comedor para colocarse junto a Billy y su grupo.
– Aquí en Siberia hay ochocientos mil prisioneros de guerra alemanes y austríacos que han sido puestos en libertad desde la firma del tratado de paz. Debemos impedir que vuelvan al campo de batalla europeo. Por último, sospechamos que los alemanes codician los yacimientos petrolíferos de Bakú, en el sur de Rusia. Tenemos que cortarles el acceso a esos yacimientos.
– Tengo la sensación de que Bakú está bastante lejos de aquí – señaló Billy.
El general de brigada preguntó afablemente:
– ¿Alguno de ustedes tiene alguna pregunta?
Fitz lo fulminó con la mirada, pero era demasiado tarde.
– No he leído nada de esto en los periódicos – comentó Billy.
– Como muchas misiones militares – contestó Fitz -, es secreta, y no se les permitirá decir dónde están en las misivas que envíen a casa.
– ¿Estamos en guerra con Rusia, señor?
– No, no lo estamos. – Fitz apartó la mirada de Billy deliberadamente. Tal vez se acordaba de cuando Billy lo había dejado en evidencia en el debate sobre la paz en el Calvary Gospel Hall -. ¿Alguien más aparte del sargento Williams tiene alguna pregunta?
Billy insistió.
– ¿Estamos intentando derrocar al gobierno bolchevique?
Se oyó un murmullo de indignación entre los soldados, muchos de los cuales simpatizaban con la revolución.
– No hay ningún gobierno bolchevique – sostuvo Fitz con creciente exasperación -. El régimen de Moscú no ha sido reconocido por Su Majestad el rey.
– ¿Ha sido autorizada nuestra misión por el Parlamento?
El general de brigada parecía incómodo, pues no esperaba aquella clase de pregunta, precisamente. El capitán Evans decidió intervenir.
– Ya basta, sargento. Deje que los demás formulen sus preguntas.
Sin embargo, Fitz no fue lo bastante inteligente para cerrar la boca. Al parecer, no se le pasó por la cabeza que las dotes como orador de Billy, heredadas del radicalismo inconformista de su padre, podían ser superiores a las suyas propias.
– Las misiones militares las autoriza el Ministerio de Guerra y no el Parlamento – respondió.
– ¡De modo que esta misión se ha organizado a espaldas de nuestros representantes electos! – exclamó Billy con indignación.
– Ten cuidado, compañero – murmuró Tommy con angustia.
– Necesariamente – dijo Fitz.
Billy hizo caso omiso del consejo de Tommy; estaba demasiado enfadado. Se levantó y dijo en voz alta y clara:
– Señor, lo que estamos haciendo, ¿es legal?